jueves, 1 de septiembre de 2016

Jefatura

Llamada incógnita después de la clase de la tarde. Llaman del instituto donde enseñaba antes. Requieren que firme un acta de notas finales del primer semestre. Me quedo conversando con la jefa de carrera. El tema se desvía de lo netamente académico y burocrático, siendo este casi una excusa para hablar de nuestra experiencia estoica como profesores. Ella también trabajaba en un 2 por 1, claro que en uno de gente mayor, adulta. Era en un lugar apartado de Limache. Dice que incluso, en una de las clases, hubo motines y balacera por una redada bastante confusa. Educación en medio de la trinchera. Coordenadas de violencia. Le cuento que mi realidad tampoco está del todo alejada. Los cabros, en su mayoría, vienen de sectores vulnerables, adjetivo un tanto ambiguo para hablar de una verdad que nos afecta a casi todos. Vulnerables en el sentido de estigma. En el sentido de herida social. Ella explicaba su crisis personal, a raíz de lo ocurrido en aquella redada, para luego derivar en la parte de la carrera que tanto amaba, durante el día, para ejercer la pedagogía de forma secreta durante la jornada vespertina. La pedagogía se vuelve así el trabajo sucio que unos pocos "elegidos" ejercen de forma inclusive picaresca, para aquellos y aquellas que ya sintieron el viento frío de la vocación. Sin embargo, dice orgullosa que después de ese viento viene el lugar donde se observa todo con panorámica y perspectiva: el lugar de la jefatura, la bendita oficina en la cual se ostenta cierto poder, pero en la que también se padece cierto inmovilismo, donde se dejan caer sarcásticamente las necesidades y problemas de todos, confluyendo en un solo cauce aparentemente uniforme. Siempre odié esa clase de trabajos. Nunca tuve pasta de lider. Y no tanto por inseguridad, sino que por una convicción individualista. Simplemente detesto la idea de ejercer control sobre otros. Mi idea de ser profesor dista mucho de ese concepto. Pasa más por una cuestión horizontal que vertical. Porque siempre detrás de cada trabajo ruge un impulso inconciente. No se puede dejar de ser uno mismo sin sonar impostado. Se viste uno con el traje de la autoridad, para luego acabar vendiendo una imagen, una con la cual se disfrazan las trancas y se pone a prueba el carácter. De todos modos, la jefa de carrera quedó de integrarme a la planilla docente del próximo año. Nuevamente, el contacto y la comunicación hacen lo suyo. Es el momento en que debería sonreír. Una promesa de seguridad. El jodido orgullo de trabajador. Te llena de expectativas. Te llena de pega para convencerte de que siempre se puede, a costa de uno mismo, ser parte de una red infinita, aun no sabiendo, a ciencia cierta, hacia donde te conduzca. Aun intuyendo que tras el menor error todo puede concluir de forma abrupta. A modo de incentivo, entonces, ella me ofrece un dulce. Se despide de manos y dice: “bienvenido a casa”. Una frase optimista pero a la vez extraña, sella finalmente el desafío. Continúa con lo suyo y atiende el teléfono. La puerta de la oficina se cierra sola, como prueba de que no hay pase de vuelta.