lunes, 31 de julio de 2023

Tengo una relación ambivalente con las crónicas. Me han traído las mayores satisfacciones y, al mismo tiempo, las peores decepciones. Y esto no solo en cuanto a oficio de escritura: sobre todo en términos vitales. Puede que mi relación con la crónica sea la misma que mi relación con la existencia.
Vuelve el escritor de crónicas, para quienes extrañan mi veta. Aquí una sobre algo que me pasó el viernes. Solo lean:

El viernes perdí mi billetera en el colectivo de regreso. Me di cuenta cuando el vehículo ya había partido. Tuve que ir a casa a dejar las cosas que había comprado y bajar rápidamente rumbo al paradero, donde se estacionan todas las líneas del recorrido. Corrí cerro abajo hasta parar un colectivo que iba de ida. Le expliqué lo sucedido al chofer. Este se comunicó por whatsapp con el resto de los conductores en las líneas que estaban todavía en funcionamiento a esas horas de la noche. Me pidió que dejara un audio en un grupo de emergencia. Di mi nombre y mi teléfono, en caso de cualquier novedad sobre el paradero de mi billetera.

Ansioso, esperé hasta que el colectivero llegó al paradero de las líneas. Hablé con el hombre que ayuda a los choferes a subir y distribuir pasajeros. Él me escuchó atentamente, mientras hacía su trabajo. Me preguntó si me acordaba del número del colectivo y del chofer. Le dije que podía identificar al conductor pero no el número. Iba a ser difícil poder recuperar mi billetera si no podía siquiera recordar nada, ningún detalle específico del vehículo. De todas formas, el ayudante dijo que daría aviso por interno al resto de las líneas en recorrido para que quedara constancia. Sugirió que, si tenía tiempo, “hiciera la guardia” hasta que llegara al paradero el vehículo del extravío.

Esperé casi una hora, sin respuesta. El ayudante, al ver mi desesperación, llamó pronto a un chofer de la línea dos, quien luego se comunicó conmigo. Él dijo que no se acordaba de ningún joven que se subió en el asiento de adelante y que bajó en la calle indicada a tal hora de la noche. Le pedí que hiciera memoria, sin embargo, el caballero repetía que no, que su recorrido no paró en ningún momento por esa calle. Agotado, le agradecí la ayuda al chofer y colgué. Ya me había hecho la idea de dar por perdida la billetera y volver a hacer todos los trámites el lunes para volver a sacar los documentos.

El ayudante, siempre muy atento, dio aviso a los choferes que ahí seguían estacionados. “Tendrá que llamar a las líneas el día lunes, una por una”, dijo un caballero, muy franco. “Lo otro es ver si un pasajero no se subió y “fondeó” su billetera”, dijo otro más joven. La posibilidad del robo era mucho más factible que la sencilla pérdida. Un robo sufrido hace un par de meses había aumentado mi desconfianza ciudadana, había reforzado esta sensación de incertidumbre colectiva tan propia del presente.

Por otro lado, sabía que estaba desplazando la culpa, porque yo era el responsable, en esta ocasión, de haber descuidado la billetera de manera tan torpe. “Pasa mucho”, repitió uno de los caballeros conductores, “a todos se les pierde algo”, afirmó, con una serenidad pasmosa. “A todos se les pierde algo”, no podía ser la excepción. Había sufrido un robo, ahora un extravío. Derrotado por mi propia desconcentración, volví a casa gratis gracias al gesto generoso de uno de los choferes. “Para la otra se lo cobro, y tenga cuidado”, declaró, al momento de bajar. No quise ni sonreír. Solo asentí de manera fugaz.

Horas más tardes, cuando ya estaba en mi casa, mentalizado en mi estúpida pérdida, llamó un número desconocido. Se identificó y se trataba del mismo caballero que negó haberme reconocido. “Era usted. Pasa que un hombre alto, como medio gringo, se subió al colectivo en el paradero y me entregó una billetera. La revisé y ahí estaba el carnet con el nombre que escuché en el audio”, dijo. La noticia la sentí como quien se contenta de un logro. La billetera estaba de vuelta y, con ella, mi dignidad.

El caballero dijo que me iba a estar esperando a una cuadra, en la misma dirección que me bajo siempre. Llegué allá, cerca de medianoche. El vehículo del caballero era el único allí a esas horas. Fui y abrí la puerta, pero el colectivo tenía la puerta con seguro. Al reconocerme, el caballero lo sacó. “Uno nunca sabe”, dijo. “Con la noche salen los patos malos”. Yo no era uno de ellos, ciertamente. El conductor volvió a mencionar la extraña aparición del gringo que le devolvió mi billetera íntegra. “Se subió sin más y me entregó su billetera. Parece que le cayó del cielo”, comentó. “un verdadero santo”, concluí. En realidad, cuando algo no tiene explicación aparente, parecería que entran las fuerzas y las voluntades de orden metafísico. Pero no. Sencillamente, era el milagroso curso de los acontecimientos, invisibles al chofer y su pasajero, tanto como aquel misterioso pasajero gringo, tan honesto como enigmático. El caballero partió rumbo a la calle del recorrido y su rastro se perdió con la noche.
Escuchado por ahí: “La corrupción es un virus que muta y cambia de huésped”.

Patrimonio vencido (poema)

(Veinte años de su declaración como Patrimonio de la Humanidad)


Valparaíso ha sido testigo de una ruptura, un quiebre y una caída: la suya propia.

Otros, cínicos y traidores, ya han escrito su crónica: la de la descomposición.

¿Oíste acaso cuando tocaban las sirenas del último día? ¿Cuando sobre nosotros cayeron los escombros del tiempo nocturno?

Sorda de espíritu, ebria de corazón, arremetiste contra quien osó darle un puerto a tu angustia.

Ahora ese sentimiento cobra la forma del patrimonio vencido

Por la codicia sin horizonte y la violencia sin patria.