martes, 23 de agosto de 2016

Me dicen por ahí que ha ganado el Premio Nacional de Literatura un tal Manuel Silva Acevedo. Busco información y se deja ver un artículo sobre él en Memoria chilena, donde en el encabezado aparece -de forma irónica- la frase: "los poetas están en peligro de extinción".

Julio Ramón Ribeyro, el animal de la escritura


Suena en la cabeza el concepto de "animal literario". No entiendo todavía qué diablos significa. Si no se puede definir bien lo literario por sí solo, menos aún lo asociado a lo animal. Mi viejo decía que era algo que le escucho por ahí decir a un crítico sobre Vargas Llosa: alguien que dada su obra exuda lo que llaman "literatura". O, podríamos decir, alguien que posee, no tanto una obra digna de mérito, sino que un impulso incontenible por producir material considerado literario por sus lectores. Alguien que a mi juicio se define por su pasión por la literatura. Por eso lo de "animal". Pues bien, en el caso de Julio Ramón Ribeyro creo que la cuestión cambia. Posee la cualidad suficiente para ser llamado "animal literario", pero sería apresurado limitar su obra a semejante denominación. Lo que hace Ramón Ribeyro tiene más que ver con la escritura que con lo literario. La escritura libre de categorías y de etiquetas. Ha elegido la prosa como su estilo y también como su forma, no tanto por la ambición de ser llamado "literato", sino que simplemente por el destemplado ejercicio de escribir. Por el placer extraño que causa. "Escribir como hacer el amor, una cosa brutal, fatigante, dolorosa y placentera al mismo tiempo". De hecho, hasta por volverse una razón en sí misma. Nunca suficiente, pero necesaria. Dentro de esa variable, entonces, cualquier otro interés queda relegado a un segundo o tercer plano. Así lo hace ver el propio Ramón Ribeyro en La tentación del fracaso, al cual yo llamo, en cambio, un “animal de la escritura”:

Cuando no estoy frente a mi máquina de escribir me aburro, no sé qué hacer, la vida me parece desperdiciada, el tiempo insoportable. Que lo que haga tenga valor o no es secundario. Lo importante es que escribir es mi manera de ser, que nada reemplazará. Cuando imagino una vida afortunada, millonaria, veo siempre el lugar donde pueda seguir escribiendo. Si no fuera necesario comer, dormir, trabajar, no abandonaría este sitio, donde nada me incomoda, donde gozo del más completo albedrío, donde soy dueño del mundo, de mi mundo, sus fabulaciones, hazañas, torpezas, locuras, el mundo irreal de la creación, al lado del cual no hay nada comparable.



En la mañana me dediqué a escribir puro material evaluativo para las clases. Guías y pruebas. Todo de desarrollo. Un colega amigo, entre talla, me decía que para qué hacía tanto desarrollo, si al final resulta más pega para ti mismo. Le respondí que, al contrario, resultaba más cómodo hacer desarrollo, porque solo se trata de colocar un texto acorde a la unidad y formular preguntas generales, enfocadas, claro está, a la reflexión más que a la respuesta certera. Recuerdo que, a raíz de eso, dos alumnas me preguntaron si lo que estaba pasando les servía para la PSU o no, que cuando iba a pasar materia "de verdad" para la prueba. Dejaban entrever que todo lo que se hacía en clases debía estar en función de rendir una buena PSU, como lo quiere nuestro célebre sistema. No parecían, de ese modo, muy entusiastas con nada que excediera ese propósito mayor. Es la idea todavía predominante sobre la escuela como antesala a la vida laboral, una antesala a ratos macabra para algunos, y a ratos fantástica para otros. Como debe ser en un "país de oportunidades". Para no desanimarlas, simplemente les hice saber que la materia venía después. Que después tendrán su dosis exquisita de condicionamiento clásico. Que lo primero era hallarle el "por qué" a la unidad. Incluso a punta de luchar contra "la paja" que se adhiere al espíritu (y que uno mismo todo el tiempo padece). Hallar eso que no se evaluará en ninguna prueba, que incluso tampoco podrán descubrir a lo largo de su vida, ni con una carrera sólida ni con un trabajo soñado, sino que solo lo encontrarán si dejan atrás sus ilusas expectativas y, en un momento de vacío, se atreven a pensar solo por la libertad gratuita de hacerlo.
La explicación más sincera de un alumno aplicado de por qué le gusta ir al colegio (corrijo: estudiar), a diferencia de los otros: "El conocimiento rockea. La ignorancia apesta".