jueves, 28 de diciembre de 2023

En la medida que haya un suceso, una experiencia o una anécdota, habrá una crónica latente. En el estilo de su reelaboración radica su fuerza.
Hoy es, al mismo tiempo, Día del escritor y Día de los inocentes, día idóneo para saludar a mis ex amigos y camaradas de letras del mundo literario.
Al salir del colegio, divisé en pleno centro de Limache a Gastón Soublette, quien cruzaba la calle a paso lento con su bastón. No lo podía creer. Me acerqué un poco más para ver si era solo una sugestión mía, pero no: era Don Gastón, el único. Cruzó la calle con tranquilidad y se acercó a la vereda. Pensé en saludarlo. Sin embargo, desistí. Algo en su aura mística me llevó a tomar distancia. Tal vez si me hubiera acercado él me hubiera contestado como el hombre sencillo que destila sabiduría. Aun así, preferí observarlo a lo lejos, para contemplar el significado de sus pasos en medio de la calle cual transeúnte cualquiera.

Hace poco, Don Gastón había recibido un Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales de parte del presidente. Pese a todo, el señor dobló lento y caminó rumbo a la calle que va a dar a la Estación Limache, sin apenas ser reconocido por la gente que ahí andaba, sus propios coterráneos. Don Gastón siguió andando por la ciudad, taciturno, prácticamente sin ser advertido, como un caballero de otra época, camuflado en el anonimato.

Me quedé por unos minutos mirándolo a lo lejos. Había unos tipos que estaban en una esquina que lo vieron pasar, aunque me quedaron mirando a mí también, ante mi actitud sospechosa. Impertérrito, continué observando al maestro, hasta perderlo definitivamente, una vez cruzó la calle.

A propósito, revisé un texto que había escrito Don Soublette, que hablaba sobre la Semblanza del Sabio Popular Anónimo. Según su visión, dicho sabio era quien “había conservado, cuidado y transmitido la sabiduría que era el soporte de las costumbres de la comunidad”. En ese momento lo supe: el auténtico sabio debía atravesar la vereda de los hombres sin ser notado. Sin siquiera oír una palabra suya, con su sola presencia, me había demostrado el Tao “a la limachina”. Me di cuenta que había tomado la mejor decisión: no dirigirle la palabra y únicamente escuchar su silencio, porque, para Don Soublette: “el respeto de la palabra conlleva necesariamente un igual respeto por el silencio (…) Y en el silencio se ejerce la influencia por el ser y no por el hacer entre los hombres.”.