miércoles, 27 de mayo de 2015



Casarse con un rol o con una profesión ¿cuál es el motivo real? ¿Simplemente la realización? ¿la aceptación? ¿la supervivencia? Ya pocos quieren semejante compromiso. Y cada vez se hace más evidente, cierta desconfianza. El título profesional ya se ha vuelto otra clase de anillo. El matrimonio, otra forma de hipotecar el sentimentalismo. La carrera, otra forma de hipotecar el capital imaginativo. Para qué casarse, cuando se podría simplemente tantear, explorar todas las posibilidades. Hacerlo es reconocer de antemano de que existe un futuro indefinido capaz de construirse de a poco. Y el mundo se ha encargado de enseñarnos que nada parece durar para siempre. Que estamos en las postrimerías de no se sabe qué. Que ya hay suficiente con lo que tenemos. Que no cabe ningún otro camello en el ojo de la aguja. Que con solo pensar en el mañana aflora cierto dolor de cabeza, cierto escepticismo temprano, o en su defecto, cierto escenario apocalíptico aprendido a la mala. Por mucho que se ame aquello que se ama: un compromiso en que parece se viviera en una burbuja, una micro sociedad en que parece se subastara la existencia. Un cierto intento de mantener a raya alguna fuerza oculta, cierta batalla interna. Y a pesar de eso, se sigue confiando en esa palabra: compromiso. Pareciera que todas esas cosas, el título, el anillo, fueran lazos para contener a alguna clase de animal interior que solamente quiere entrenarse en la gran selva imaginaria de la sociedad. Y a pesar de todo, se sigue confiando en que hay otra cosa. En que hay un sentido. A ciencia cierta, no se sabe qué. Pero el punto es que se sigue confiando. Y más que nunca.