domingo, 3 de junio de 2018

Un librero en la feria de O Higgins, al notar que comenzaba a hojear un libro de Barbellion por ahí encima de la vitrina: -Consulte casero-. Le dije que no se preocupara, que solo estaba viendo. La respuesta que cualquier vendedor de libros usados ansioso menos espera, y con todo derecho. Lo lógico sería que al revisar cualquier título el cliente estuviese interesado en comprar algo. Pero no. Resulta que el tanteo es parte inevitable del ejercicio de vitrinear libros. Sin embargo, esto al vendedor no le pareció bien y enseguida dijo: -Recuerde que si va a revisar algo, mejor cómprelo. Esto no es biblioteca, con todo respeto-. Una señora que revisaba un libro de Baradit a mi lado, La guerra interior, oyó el comentario y miró con seriedad y algo de espasmo. La lectura al paso, indecisa, solo tanteando, constituía una violación para nuestro vendedor. Para él era como si en un puesto de verduras el cliente se pusiera a probar un tomate con cáscara y todo. La lectura furtiva como voracidad impaga. Cada palabra leída, cada hoja manipulada por manos ávidas sin pagar su respectivo precio involucraba una verdadera profanación de su producto. Un mal uso de su ya carcomida calidad material. Pero qué importaban las condiciones comerciales de nuestro malhumorado vendedor si eso significaba robar unas cuantas líneas aprendidas a la rápida y a la mala, a cambio de no tener que desembolsar en la compra del libro. Un acto tacaño, dirán algunos. Jugar al límite de las posibilidades, dirán otros. Existirían de esa forma, dos clases de vendedores de libros: -Quienes no ponen peros a la hora de permitir la hojeada de sus títulos a los clientes previa compra: -Quienes establecen que un título solo puede ser tocado y hojeado una vez se realiza su compra; y, por su parte, dos clases de merodeadores de libros: -Aquellos que tienen por regla solo hojear y revisar lo que efectivamente van a comprar, y aquellos que solo se dedican a hojear, manipular y revisar los títulos sin nunca decidir cuál se van a llevar; estos últimos, auténticos acosadores del objeto libro, merecedores de demanda, diletantes hedonistas sin un ápice de juicio ni voluntad económica, pero cargados de una obsesión ansiosa no precisamente por leerlo todo, sino que tan solo por alcanzar a masticarlo.