sábado, 19 de agosto de 2017

Titular de La Estrella: ¿Puede caer un meteorito en Valparaíso? Esa inquietud, por lunática que parezca, surgió a raíz del incidente ocurrido en la Aracaunía, una probable explosión de masas de aire o "cielomoto". El astrónomo porteño Luis Paredes relata en el diario que hace cincuenta años, cuando era chico, había vivido algo similar, cuando en el puerto se produjo de repente un estruendo tan grande en el cielo que la teoría más popular por ese entonces fue que se trataba de un posible meteoro aproximándose a la provincia casi como en una invasión cósmica. Lo anecdótico acá es que lo cuenta con un carácter de recuerdo, de tal manera que el suceso se vuelve más una leyenda que un hecho astronómico probado. Un recuerdo de niño, el primer avistamiento del espacio exterior. Luego, alentado por el asombro y el miedo de la mayoría, el recuerdo se convierte en relato, hasta que surge de pronto el interés científico, la voluntad de conocimiento, a la cual solo le interesa la verdad a rajatabla. Puede que de ese modo la teoría del meteorito sea eventualmente desmentida con explicaciones convincentes, sin embargo, los periodistas, movidos por su afán sensacionalista, seguirán hablando de "cielomotos" y otros neologismos extraños. Se podría incluso descartar el hecho de que algo caiga desde el cielo en dirección al puerto, pero la memoria colectiva, ansiosa de ficción, seguirá hablando sobre aquel meteorito solo por el afán de contar algo, algo apocalíptico sobre la ciudad, tal como el Vigilant lovecraftiano en su tiempo, orbitando el mito, esperando estrellarse contra la realidad de los incrédulos.
Hoy en el metro, un par de cabros disfrazados de no sé qué. Una chica ocupaba una almohada para dormir en los asientos mientras roncaba a propósito. Su compañero le contaba al público su historia. Una especie de fábula dadaísta. Decía que era algo así como un pájaro. En eso, el playlist tocaba Fiona Apple, Fast as you can. Parte del video ocurría también dentro del vagón de metro. A lo que acababa el tema, los cabros comenzaron a tocar la armónica, y luego uno de ellos, después de haber rematado la historia, le solicitaba al público una cooperación. Pasaba por los asientos la mujer pájaro. Nadie había entendido nada, pero algunos, más por el incómodo silencio que por convicción, acabaron por aplaudir el show. Los aplausos se sentían rutinarios, e incluso un poco mecánicos. La rutina de los chicos, extrañamente, no lo fue para nada. Incomprensible por inaudita. Lo único rutinario en ese lapso fue el aplauso y la limosna. El propio viaje lluvioso servía de contexto para nuestros artistas incipientes. Acaso siempre el aplauso y la limosna se vuelven una rutina. Acaso siempre el auténtico viaje es hacia el absurdo, como el propio teatro en movimiento, a hora punta, un día viernes por la noche.