lunes, 24 de agosto de 2015



Si se piensa detenidamente la perspectiva optimista apunta siempre a una realidad imaginaria en la que todo puede siempre ser mejor, restándole valor a lo que se siente aquí y ahora. Parte constatando que esta realidad puede ser superada, hay una insatisfacción maquillada en ese deseo, un siempre negar el presente y sus contradicciones por un ir más allá como el caballo con anteojeras que solo puede mirar hacia adelante. En Cándido y el optimismo de Voltaire, se critica esa visión leibniziana de no haber mal que por bien no venga, de estar en el mejor de los escenarios posibles a pesar de que el personaje principal experimente a lo largo de su vida precisamente lo contrario. El optimismo así visto se vuelve más un slogan publicitario que un ejercicio intelectual, una aceptación conformista de que nos puede ir mejor si solamente así uno se lo propone. Es de hecho la estrategia reaccionaria del comerciante, que lo hipoteca todo en pos de una visión antojadiza del futuro. El optimista es un especulador de tomo y lomo. Tiene demasiado que perder. Tiene demasiados planes. El pesimista, por el contrario, no tiene ninguno, solo constata lo que vive y siente en este preciso instante, para conjurar al mundo con esa visión de tinieblas. Si todo está perdido, entonces ya no le queda nada que perder. Es invencible, porque ha hecho suya la derrota. Si todo sale de acuerdo a su expectativa no sufrirá una decepción. Si la vida le demuestra lo contrario, estará abierto a lo desconocido...