lunes, 23 de enero de 2017

Tracking 2

En el lanzamiento del libro Tracking 2 de Gonzalo Frías, hubo algo que me llamó la atención. La mirada solitaria de una chica con la polera de Stranger Things, a un costado con el primer libro de Frías. Cuando él hablaba sobre la pérdida de su padre y del proceso vivencial que le llevó a escribir, y de cómo el cine le ayudó a subsanar su realidad, la chica le preguntó algo sobre su proyección con la escritura más allá de la pasión por el cine. Se veía tan inmersa en la conversación que realmente parecía estar viviendo una película, no tanto la película de la vida de Frías, si no que su propia película sobre el testimonio de un cinéfilo ante el mundo. Lo mejor es que no bastó ninguna otra palabra para llegar a esa interpretación. Frías, a propósito, seguía hablando sobre Stranger Things y cómo la serie le permitió reflejarse a si mismo en el pasado, identificado con el papel de Winona Ryder en busca de su hijo. En este caso, en busca de su padre o, mejor dicho, su presencia simbólica. Buscándolo incluso a través de dimensiones. Visualizándolo en otro reino. En eso, la chica del principio, después de la conversación, comienza a hojear el primer número de Tracking. Frías continuaba señalando que era más importante contar una historia que contar la pura y santa verdad. La chica en cuestión buscaba algo en las páginas del libro, quizá un atisbo de verdad o de imaginación. La escena de algún filme de culto, o solo un detalle autobiográfico digno de voyerismo. A lo mejor trataba de desenrollar en su mente alguna suerte de cinta, o solamente dar con una remota coincidencia entre vida y obra.

Al terminar la presentación, veo hacia el hijo y la pareja de Frías, las únicas miradas atentas a la persona, no tanto a la obra o a la figura. Se arma de inmediato una fila para las firmas. La chica alcanza a ponerse de las primeras. Era, en ese momento, la más entusiasta con el libro de Frías. Había algo, sin embargo, diferente en ella. Ya no la admiración impersonal del espectador promedio. Sino que la identificación vicaria con la obra. Parecía libre de pasarse todo el rollo posible del universo, creyendo que ella también podía en algún momento contar su personal versión de los hechos. La lectura o el visionado, que, en palabras de Frías, le permitía "ponerse en el pellejo" del propio personaje, y constatar que su propio yo y su propio ojo son, a fin de cuentas, los de cualquier otro cinéfilo, doliente, contradictorio, sobre todo doliente. En la mirada de la chica, no tanto en su pregunta en público, se podía ver reflejada una película completa. Y también, en parte, la película de Frías. La aventura de la pérdida en Stranger Things. También el monstruo derrotado, llevado de vuelta a su dimensión desconocida. El monstruo interior que cada cual busca vencer con severas cuotas de ficción.
El contenido de ciertos sueños. Siempre perturbador, aunque también apasionante. Su metáfora entra más en relación con la proyección de una película clandestina que con la excavación de tesoros en una cueva recóndita. Los sueños como una combinación miscelánea de vivencias, recuerdos, reflexiones en vida que no alcanza a cobrar forma en la experiencia. Por ejemplo, el de la mañana tuvo que ver con un cerro porteño inventado en alguna parte del espacio mental. Allí ocurría un asesinato. Me veía escapando de una familia relativamente conocida. Una de las integrantes tenía el rostro de una ex. Sabía inconscientemente que el principal sospechoso era un conocido que, sin embargo, se sentía distante. Una figura pública. Tal vez un poeta. Las motivaciones eran difusas, al igual que el escenario. Lo único que persistía a través de la ensoñación era la imagen del cuerpo muerto enterrado en alguna parte, el rostro inmarcesible de la ex, y la presencia fantasmal del poeta implicado. La interacción con esos tres agentes era mínima, y se restringía a unos pasos temerosos a través de ese cerro digno de la película Inception. Sus formas eran inauditas, pero lo que siempre permanecía era cierta oscuridad. La sensación nocturna de que en cada esquina pudiese presentarse la muerte. Mejor dicho, la sombra del implicado. O, peor aún, la posibilidad de que el implicado fuese uno mismo. Un determinado sentimiento de paranoia, que a ratos me recordaba a una actuación en la serie Twin Peaks, o a la nueva serie de Netflix, Sense8, en la cual ocho personas están conectadas psicológicamente, pero también de forma circunstancial, a través de la muerte de una joven. El sueño ocurría, casualmente, cuando me quedaba durmiendo al ver el primer capítulo, ojeroso, agotado y sobretodo delirante. Alguien debería, en un futuro de ciencia ficción, hacer algo con los sueños. No sé, instalar un dispositivo tipo Black Mirror, que grabe las ensoñaciones con detalle para su posterior análisis, o, mejor aún, para su visionado en profundidad, como si se tratasen de temporadas de tu propia serie vital. La mente misma como un pequeño cine, proyectando sus propios secretos. Quizá qué clase de experimentos o de creaciones podrían salir de eso. De seguro, vanguardia pura. Cuestiones que harían furor.