miércoles, 30 de junio de 2021
martes, 29 de junio de 2021
Libertad para Julian Assange
lunes, 28 de junio de 2021
domingo, 27 de junio de 2021
Mi antipostura política
Descargos en contra del Estado de excepción
sábado, 26 de junio de 2021
«Meditaciones del individuo embozado. El sometimiento como máscara de libertad», de Horacio González (1944-2021)
Soy un individuo. Así soy
considerado por las filosofías políticas y las apelaciones culturales
contemporáneas. Cuando se me concita a entregar un voto, cuando se me alude
como consumidor de un producto, cuando se me señala como aspirante a una mejora
existencial o cuando se me anoticia que soy poseedor de derechos, es en mi
calidad de individuo que se me convoca. A lo largo de la historia misma del
concepto de convocatoria, sea para agitar revoluciones, sea para vivir ensueños
comunitarios, sea para explorar horizontes de salvación o de felicidad, la idea
de pueblo o de comunidad pasan por distintas figuraciones, importancias y
rechazos. Se manifiestan con fuerza en ciertos momentos y luego se diluyen.
Mientras, el individuo, ese yo objeto de un llamado en tanto individuo, se
mantiene.
Soy, pues, un individuo.
Magnífica y culpable creación de la cultura, sin la cual pareciera que se
agrieta el edificio social y se pierde el catálogo de las libertades. Sé
perfectamente que nada soy sin los otros o sin los otros visitando como sueño
mi memoria. Pero por más que hay en la cultura un débito incesante que conduce
al individuo a reconocerse en formas comunes o colectivas –por más transitorias
o desgarradas que sean– no puedo dejar de recaer en una forma del pensamiento
que es mi primera persona siendo solicitada sin interrupción por los que me
desean. Y ese deseo me hace individuo, me arroja al abismo de un mundo deseante
y me solicita en la paradoja irresoluble que cuando más soy individuo, más me
sustraigo del común, y cuanto más me vuelco a la indiferenciación colectiva,
más me altero en mi figura individual. El individuo no puede existir sin el
colectivo que lo limita. Y esa limitación es su ser sujeto, su subjetividad que
cuando se reconoce libre, admite que su individualidad siempre está en peligro
y nunca de ninguna otra manera.
Soy así un individuo deseado, que en verdad es individuo en el acto en que lo desean para el cumplimiento de un acto que a mí me colmaría como tal individuo. Me desean para que ejerza actos que no sólo me convienen, sino que me consagran como individuo actuante: desde el voto por tal o cual hasta un viaje en subterráneo, desde un automóvil de tales o cual características hasta un lugar de vacaciones que «no puedo ignorar» hasta qué punto me hacen existir en mí mismo y ser quién soy. Es la publicidad, ya lo sé, tengo derecho a dudar de ella pues demasiado estentóreamente exhibe sus hipérboles y pueriles seducciones. Pero es a mí que se dirige diciendo que me conviene ser en ella, que me realizo en su propia realización y que a tal punto me redimo en esas exterioridades, que ellas ni me llaman o reclaman, sino que ellas llegan bajo forma humana hacia mí, ellas son en mí, yo soy en ellas. Ellas saben lo que conviene y yo sé que ellas me convienen, aunque acaso tenga una duda en el momento en que esa afirmación son ellas quienes la hacen, son ellas la que me conceden el derecho de saber lo que me hace uno. Por tanto, mi unicidad podría no ser mía y yo ser una máscara singular disuelta en un océano de ajenidades, de poderes lejanos e inconcebibles.
¿Por qué no expreso
definitivamente que no soy eso, presentando así un síntoma de mi propia
libertad? ¿Por qué no corto de inmediato con esa apelación que se confunde
conmigo mismo, que me envuelve con un reclamo que no abandono pero podría
abandonar porque sé que de aceptarlo no soy yo? ¿Por qué en cambio decido
dejarlo a mi lado, convivir con él, y aun sin aceptarlo, verlo como si de él
dependiera la seguridad de sentirme en uso de mis facultades de individuo
cuando soy en situaciones laborales, de consumo, de afecto, de sentimentalidad,
de voz? En suma, ¿por qué no pongo en duda los discursos que provienen de la
nada, de una abstracción conceptual, que destilan poderes indecidibles y que
sin embargo dicen que se dirigen a mí para hacerme hombre?
Allí está el núcleo del problema,
de mi problema. Pero intuyo que cuando se me reclama ser yo, algo de mí se
pierde. Percibo que cuando se me dice que estaría en satisfacción de mis
potencias, algo, mucho o quizás todo de mí se aliena o se olvida. Calculo que
se habla de mí asumiendo una delegación que no me corresponde, pues me hace
individuo como recorte publicitario de un ser genérico desenraizado y
maquinalmente manufacturado. Al mismo tiempo que se postula el uno («se me
postula como uno»), como la autonomía de una vida que puede pensarse a sí misma
sin que eso no sea un despilfarro o un desmerecimiento de lo común, siento que
la autonomía para definir las esferas de mi competencia han provenido de una
usina de significaciones donde el «arsenal de mercancías» tiene destinada una
para mí, esa singularidad troquelada a partir de un texto infinito de cosas
inertes, que me están siendo destinadas y hacen de mi un yo provocado. No un yo
que sea yo sostenido en mi condición de sujeto, sino un yo que no soy yo, un yo
enmascarado en un yo impuesto con una verdad falsa y alienada.
Esa destinación invierte la idea
antigua del destino, que era un modo de provenir de afuera que proponía un
choque que creaba una opción insoportable. Esta opción llevaba, o al menos
brindaba una abertura hacia la libertad y el reconocimiento de la conciencia
autónoma. El destino como idea contemporánea que se basa en la idea de
individuo, lo determina en el lugar de un deseo que ha sido figurado en la
alteridad definitiva de una civilización técnica que sin embargo adopta en sus
relatos el mito del individuo emancipado. La hipótesis del individuo emancipado
se ha forjado en siglos de luchas sociales, literarias, teológicas y poéticas.
La responsabilidad del individuo, el self, el moi, el yo, el eu, el sujeto, es
también algo que envuelve a la gramática, a la psicología, a la historia y a la
retórica.
¿Cuándo fue que la idea de
individuo surgió como una insistencia en la emancipación del sujeto y de la
subjetividad emancipada? ¿Cuándo fue que esa creación, el individuo, brotaba
del mismo sentimiento de conciencia que se separaba de un poder serial y
reiterativo, que era el que obstaculizaba la idea de individuo en cada hombre
vivo? ¿Con los griegos, con el ideal trágico que hacía que Edipo planteara su
responsabilidad aun en su inconciencia? ¿Con la Biblia, que hacía que Abraham
transfiriera su duda a la divinidad que le pide una prueba para introducirlo a
las artes del yo? ¿Con un cristianismo, cuya «revolución imperceptible»
consistía en forjar un individuo en el acto de sostenerse en la plegaria o en
la adoración a un Dios en que oscuramente encontraba los reflejos de su alma
padeciente? ¿Con el capitalismo, cuya religión de la mercancía define al
individuo como la sede de una pérdida de su raíz humana? ¿Con las revoluciones
del siglo veinte, que deseaban poner a prueba el ser genérico del hombre como
un colectivo emancipado que recompondría la idea de individuo? En síntesis,
¿con el juego entre lo apolíneo y lo dionisíaco que popularizó Nietzsche?
En todas estas visiones del
individuo como descubrimiento apartado o sustraído del cosmos, genera dos
situaciones acaso contrapuestas. Una, la de la diferenciación de un átomo
rescatado de la creación universal, la de un intervalo respecto al totus
indiferenciado ante el cual retirar la fidelidad absoluta, una diferenciación
respecto de la unidad extática, creando entonces un deseo del reintegro de una
pérdida (la pérdida de la comunidad que se realiza cuando somos individuos).
Otra, la de la escisión del yo, con sus «mecanismos de defensa» o sus partes
intervenidas por la sociedad, o sus partes internas corrompidas, que hay que
emancipar. El individuo emancipado que festejaba el liberalismo, el
individualismo, el empirismo o el nominalismo, se escindía oscuramente en
dimensiones sumergidas que exigían una revolución del conocimiento: en esas
partes inmersas del yo, del «yo profundo», estaba el conocimiento no sabido, la
prisión del individuo libre en su mismo lenguaje o juzgado.
Precisamente las figuraciones
modernas del yo artístico son un intento de emancipación en diálogo con esos demonios
desconocidos pero sospechados de ser portadores de una secreta energía:
dionisíaca, desatinada, extática, plena de languidez o melancolía. Algo pasado
se ha perdido y el pensamiento no alcanza para recuperar. Allí, el yo
occidental tiene una estación tan fundamental como las páginas demasiado
célebres de Descartes afirmando «no soy un cierto aire impalpable difundido en
mis miembros, ni un viento, ni un fuego, ni un vapor, ni un soplo, ni cualquier
cosa que pueda imaginarme, puesto que he considerado que estas cosas no son
nada», paso cartesiano hacia el «conozco que existo». ¿Quién soy yo que he
advertido que existo? ¿Es la apertura hacia la libertad, un «yo segundo» que
piensa sobre el mundo en el que actúa un «yo primero»? La duda metódica es un movimiento
que se complementa con la melancolía o las alegorías rotas del inconciente,
otra escisión del yo que quiere explicar cómo un ego ha existido en el pasado,
y que pudo haber sido en ese pasado que ha cesado o en los pliegues internos
que la institución pública ocultaba.
Donde se pierde el ser podría
estar el pensamiento y donde se ausenta el pensar podría estar el ser. Pero las
máscaras de sometimiento previamente cumplen otro avatar, que es la simulación
como castigo de la civilización que el yo deriva hacia la utoprotección de las
argucias del fingimiento o como estética del gozante que disfraza sus placeres
recónditos con los trajes del mundo. De todos modos, cuando en el yo hay
máscaras de libertad –la libertad definida jurídicamente pero no subjetivamente–
el individuo queda embozado. El verdadero individualismo, embozado, es
representante de la impulsión comunitaria y culturalista de todo sujeto. Por
eso, ese individualismo debe estar en condiciones de una reflexión sobre el yo,
la política y la estética. Releyendo las Meditaciones metafísicas de Descartes
–en este tiempo donde nos situamos luego de Husserl o de Freud– tendremos una
idea de los nuevos esfuerzos que habría que hacer para restituir al individuo
la noción de libertad que opera como la máscara de un individualismo apenas
ideológico, que insiste en revalidarse con una simbolización de sus actos de
consumo.
«Soy un individuo», digo. Y en
cuanto mi lengua pronuncia estas palabras, se inicia el itinerario inevitable
que busca en la historia de esa expresión, aquel sentimiento que me hace
encontrar mi libertad en tanto uno –y así, una promesa del colectivo me
reclama– y la incerteza de creer ser uno en el goce de mis libertades, y
perderlas en el mismo momento en que se me somete llamándome libre.
en Topía, mayo 2001
viernes, 25 de junio de 2021
En la plaza Villanelo se suele
colocar un puesto de Centro Unido, el nuevo partido político que tiene por
candidato presidencial al Dr File. Un día, hablé con un par de volantes. Me contaron
que ya habían juntado las 20 mil firmas necesarias, pero el Servel les había
pedido otras 15 mil para inscribir oficialmente el partido, con plazo hasta
mediados de agosto. “Esa es la mafia de las izquierdas y derechas”, pensó un
compadre. Asentí. Le hice saber que estaba todo cocinado “desde arriba” y que
la candidatura del Dr File era la única con la hoja de vida limpia. Cristian
Contreras, hay que resaltar, no proviene del mundo de la política ni su barro. Punto
a su favor.
Una comadre me indicó que la
propuesta del Dr, además, es la única que se refiere directamente a la
plandemia, concepto altamente rechazado por simpatizantes de lado y lado,
llamando conspiranoicos a todos los disidentes que se opongan a las estrictas
medidas sanitarias con claras intenciones geopolíticas, y a todos aquellos que
intuyan el tejemaneje comunicacional en torno al covid y la colusión
corporativa detrás de la industria de las vacunas.
Otra señora que ahí estaba
volanteando aseguró que conoce de buena fuente la corrupción legal detrás de
todo este asunto, y me pasó una fotocopia de una carta enviada con copia a
Radio Bío Bío, explicando básicamente el “genocidio” que supone la inoculación
de una vacuna experimental sin el respaldo suficiente de toda la comunidad
científica. “Mijo, esto no puede seguir. Nos quieren matar”, aseveró, muy
preocupada. Volví a asentir.
Luego de leer atentamente la
fotocopia de la carta, le dije a la comadre del puesto que Centro Unido ha sido
ridiculizado tanto por progresistas como por derechistas, cada uno, desde su
propia óptica interesada, pero que por ese mismo motivo, se trata de un partido
creciente, realmente independiente, sin chanchullos, cuestiones turbias ni nada
por el estilo. Ella confió en que la candidatura del Dr File podría llegar a
buen puerto. “Tengo fe en que el Dr hará las cosas bien”, dijo. “El futuro gobierno
de la consciencia”, dijo el compadre del principio, aludiendo a la filosofía del
confucianismo inserta como base del Centro Unido. Yo, a pesar de todo, guardaba
mi escepticismo. Aun así, votar por ellos implicaría, al menos un voto decente.
Un voto sin carga. Después de todo, lo estaban haciendo por convicción, sin
recibir ni un céntimo.
Antes de despedirme, el compadre prometió agregarme al grupo oficial de Telegram para coordinar una eventual participación. Nunca fui adepto a estos menesteres. Soy más bien un lobo estepario que observa desde lejos (siempre lo fui), pero esta candidatura supone un gesto, un acto poético en medio de la trágica coyuntura actual, asediada por el globalismo y sus esbirros moleculares. Votar por File, abrazando una dulce y digna derrota, o votar nulo. Estamos literalmente contra el tiempo. Las opciones, en suma, se agotan.