domingo, 12 de abril de 2015

Absurdía, de Alex Tacussis

Extracto de un libro de cuentos del autor chileno Alex Tacussis, del cual solo he logrado conseguir un ejemplar de su libro Absurdía (1987) en la Bilioteca Severín. Referencias a su obra y aun a su persona son completamente desconocidas. Como mucho, el prólogo de este libro escrito por Alfonso Calderón. Ningún atisbo de reseña, ensayo ni mucho menos de crítica. ¿será el escritor invisible del que hablaba Claudio Giaconi? A veces la posteridad se apuesta en un libro mal clasificado, en un mala jugada de ajedrez trasnochado. ¿Cuántos otros hundidos en el sótano de la historia porque en ese momento no se tenía dinero, no se tenía tiempo, o simplemente, porque no se tenía mundo?:

    Había veces que me sentía ausente, alejado de la realidad. Me sucedía al meditar acerca de cómo usar el tiempo. Había quedado muy impresionado de lo que escuchara en el restorán del subterráneo. Estando allí, apreciando todo tan graficado (aunque en un lenguaje inextricable), no experimenté más que una curiosidad y expectación casi infantiles. Sin embargo, a medida que los meses y luego los años fueron pasando, estas ideas cobraron una mayor definición. Recuerdo como lo más impactante la naturalidad con que Alejandro mencionó el promedio que se vive. Me pareció un número frío, la enunciación de una sentencia ineludible. Nunca había analizado la existencia de esa manera. Uno piensa que la vida es la vida, que estamos salvaguardados en un mundo pleno de energía y cosas satisfacientes (o al menos con expectativas de serlo), que la muerte es para los demás, que no nos toca, y por lo tanto todo quien no es uno se constituye en una unidad viviente susceptible de perecer. Pero no es así, por cuanto también me he de sumar a esos miles de millones que había mirado como los “demás”, seres enlazados a la muerte por una suerte de cordón umbilical que, además de indestructible, nunca deja de encogerse, guiándonos día tras día hasta la consumación del enfrentamiento final. Ignorarlo, o descuidar su sentido, es quizá el origen de nuestra vergonzosa soberbia.

Pienso que para sacudirnos sería preciso una impresión fuerte, de esas a las que nadie escapa, como ser desahuciados con toda frialdad y gracias a una nueva serie de examenes retornar a nuestra normalidad anímica (…) En el lapso de tal trance, de horas, días, semanas o lo que dure la equivocación, la mente, el espíritu, han de reaccionar (…) De pronto me entero que vivimos menos de veinticuatro mil días (…) ¡Mierda! Hoy ya he perdido uno… No había dudas: El tiempo es una zarpa que nos erosiona hasta convertirnos en nada, eficientemente, minuto a minuto; y a todo. Me sorprendía en estas reflexiones cuando un asunto no me proporcionaba los resultados esperados. Me enfurecía entregar tiempo a lo que de buenas a primeras debió quedar bien. La idea del perfeccionismo, de la eficiencia como norma permanente, se me fue haciéndose cada vez más rígida. Decidí dar a mi vida algunos trazos: etapas, metas. Ella y yo lo habíamos hablado bastante, y me aplaudía (…) Según ella, muchos desarrollana actividades en las que derrochan la existencia sin siquiera tener claro si les serán satisfactorias. Y después de una vida de frustraciones, muchas veces no reconocidas (pero dañando en lo profundo) se quedan esperando el final con oscura filosofía, ya que si en alguna ocasión se les preguntara: “¿Qué ha hecho en la vida?”, sus respuestas tardías, impulsivas, balbuceantes harían inevitable que se pensara en vidas planas, las que por desgracia se repiten por miles en nuestro aplastado país. Uno podría decir: “Bueno, yo soy profesor (…) pero como en mi campo nunca hallé empleo he tenido que ser taxista hasta el día de hoy. Y créame, muchacho, lo intenté. Primero era demasiado joven, se daba preferencia a los mayores y a los que tenían familia. Luego fue al revés, se prefería a los jóvenes porque se les pagaba menos. Al fin se me rechazaba por no tener experiencia.

Conozco esta ciudad como la palma de mi mano: bancos, pantanos, notarias, cloacas, cuarteles de policía, lupanares, tribunales, teatros, regimientos, carnicerías, abogados, pervertidos, clínicas, prestamistas, iglesias, tiendas de lujo, bares y restoranes. Todo, todo sin excepción. Y no me explico por qué en este país se engaña ofreciéndose profesiones sin porvenir. (…) Mi diploma estuvo colgado por años en el salón. Orgulloso lo miraba; lo enseñaba, me envanecía. Más tarde fue con amargura. Luego, con odio insano. Entonces lo descolgué y lo guardé en una caja. Al fin, hace unos dos años, a la misma hora en que me fue entregado, en un aniversario, lo saqué y lo quemé con vidrio y todo. Y me sentí mejor, y cuando fue un montón de escombros pude contemplar mi taxi con algo de amor, de franco reconocimiento. Así es la vida, joven, espero que sepa elegir”, y otros dirán algo similar, muchos, entre ellos, una gran mayoría (…) Y si se les preguntara, nuevamente: “¿Qué ha hecho de la vida?, entonces pestañearán diez veces seguidas, carraspearán otras ocho, y mirando el techo o el cielo, el piso o una arboleda a sus espaldas, se quedarán mudos, con sus caras y expresiones viejas. Quizá entre murmullos afirmarán que simplemente no se puede. Pero, en definitiva ¿Habrá respuesta para una pregunta tan tonta como cruel?