domingo, 30 de enero de 2022

Otro fragmento de la novela romántica existencial que estoy escribiendo, mezclada con literatura, contingencia y otras yerbas:

"Casi siempre los poetas que salían a leer se repetían, era una característica de esta clase de lecturas. El gestor debía su reputación a un largo historial de eventos organizados con relativo éxito y continuidad. La camaradería entre poetas e intelectuales del ambiente hacía lo suyo, al calor de la bebida y el jolgorio. Era la oportunidad de un espacio en donde poder dar a conocer el trabajo poético, aunque ese espacio siempre redundara en los mismos rostros. Una que otra novedad venía de invitado estrella, pero se trataba de ampliar un poco más un círculo a ratos demasiado estrecho, unido básicamente por la lógica predecible del amiguismo. En esto, el círculo de la poesía no era muy distinto a una camadilla de avanzada política o a un club de alcohólicos anónimos. Se trataba, en el fondo, de vanagloriarse frente al resto, buscar la palmadita en el hombro y sentirte regocijado por haber logrado un pequeño hueco dentro de un nicho ínfimo. Ese sentido de pertenencia tan básico, tan animal. O, incluso, por oposición, se trataba de posar frente a los demás como un completo inadaptado, alguien que estaba dispuesto a revelar el ridículo de ese circo y, a la vez, entrar en él por la puerta trasera como el payaso de turno. De una u otra forma, estábamos todos en una parada similar, cada cual con sus diferentes rollos y personalidades, pero todos éramos parte de esa camadilla, de ese club, de ese nicho. Hombres y mujeres, animales gregarios. Los autodenominados poetas no podían ser la excepción a esa regla de oro de la naturaleza.

Había que lograr que esas noches de lectura fuesen hechas con cariño y pulcritud, y diesen la impresión de un virtuosismo clandestino en medio de la decadencia declarada. Afuera podía estar cayéndose la ciudad a pedazos, pero había que transformar esas noches en algo mágico, a fuerza de lugar común y mucho, mucho marketing. “Donde la poesía es una fiesta”, algo así rezaba una de las frases para introducir las lecturas poéticas organizadas. Nadie pensaría que aquella fiesta, sin embargo, se volvería tóxica o se prolongaría más allá de lo establecido, hasta apagarse todas las luces y, con ellas, la diversión. La verdadera fiesta, claro está, era lo que sucedería después, o eso era al menos lo que dejaban entrever los rumores de pasillo. Las lecturas eran “la previa”, el evento social en el que cada uno de nosotros podía identificarse con algún grupo y formar parte de algo mayor. “Donde la poesía es una fiesta”, “La fiesta de la palabra”, no dejaba de repetir en mi cabeza, mientras continuaba sufriendo la resaca del día siguiente. Tenía que tener algún sentido, tenía que encaminarse hacia alguna parte, algún mínimo de oficio y consistencia, o todo era el voladero de luces de un mundo mucho más complejo, de una red de relaciones humana demasiado humana, basada nada más que en los intereses creados, los deseos y los caprichos. Sin quererlo, ella y yo comenzábamos a formar parte de esa fiesta. De modo que, interrogaciones aparte, disfrutamos largo y tendido de toda la parafernalia, de todo este show montado tanto para feligreses como para profanos".

1984 ofende

“Hay cierta ironía en que a los estudiantes ahora se les advierta antes de leer ‘1984′. Nuestros campus universitarios se están convirtiendo rápidamente en zonas distópicas controladas por el Gran Hermano donde se practica la neolengua para disminuir el rango del pensamiento intelectual y cancelar a los oradores que no se ajustan a él (…). Muchos de nosotros, y en ninguna parte es más evidente que en nuestras universidades, hemos renunciado libremente a nuestros derechos”