domingo, 8 de noviembre de 2020

Bocanada

Pediste que primero te enviara un uber desde tu ubicación a mi departamento, con unos mensajes llenos de corazones y cariño impostado. Prometías que esa hora sería inolvidable, como lo sugería la página en que te dejabas ver tan sensual, tan atrevida, dispuesta al mejor servicio profesional. Llegaste al rato después que tú te decidieras a pedir el uber por tu cuenta para luego reembolsarte el pasaje. Eras tal cual lo proyectaba aquella imagen virtual. Tu elegancia destilaba una presencia de chica con clase. 

Al entrar encontraste grato el espacio, solo que demasiado frío, pero afortunadamente para ambos, había preparado dos copas de Casillero del diablo, con tal de entrar en calor. Te bebiste esa copa lentamente a la vez que mirabas insinuante hacia mis ojos. Procuraste que la transacción fuera hecha en el momento, para evitar malos entendidos y no cortar las respectivas pasiones. Luego, pediste que pusiera algo de música. Busqué La ciudad de la furia unplugged en youtube con Andrea Echeverri. Te sentiste completamente cautivada por la elección, señalando a Cerati como tu ídolo de adolescencia. Fascinada, recordaste el album Bocanada de su etapa solista, uno de tus albumes favoritos (y, en cierta manera, una ironía sobre lo que se venía más tarde: “nuestras bocas, llenas de nada”). Fue así que, mediando una curiosa coincidencia, te presentaste como oriunda de Córdoba pero residiendo en Santiago hacía ya muchos años atrás. Pese a que tu acento no era propiamente el de una argentina, sí lo era tu estampa y tus facciones. Decías trabajar en Viña hace poco, y con poco te referías exactamente a dos años. Te dije que eso era demasiado tiempo, pero respondiste que no lo era para tu rubro. A pesar del contexto, afirmabas con seguridad que el trabajo iba bastante bien. No a menudo te salían viajes. Esta se trataba de una excepción honrosa. 

Seguiste pues con tu ánimo desenvuelto. Yo me volteaba para mirarte a los ojos, a medida que bajábamos las copas. Siempre en control de la situación, parecías disfrutar a concho la escena, no descuidando tampoco el tiempo que corría, conforme lo hacía también el deseo y su negocio. De un momento a otro, entonces, subimos las escaleras rumbo al lecho. Recuerdo que dijiste que de chica las odiabas. Subiste de todas formas, con la confianza en la luz y la premura de la pasión. Ya en el lecho, y sorprendida por mi colección de libros, clavaste la mirada en la edición Cátedra de Rayela sobre el estante. Comentaste que Cortázar era tu segundo amor platónico. Enseguida pasaste al baño para cambiarte. Al salir te tropezaste con el desnivel. Te pegaste en las rodillas y culpaste a tus tacones altos. Te ayudé a levantarte, no sin antes acariciar la zona del golpe. Mencionaste que no fue nada, que no me preocupara. Bajé al living a buscar el notebook y me apresuré a llevar la música a la habitación. Esta vez sonaba El rito. Bajé el último concho del vino y, al darme vuelta, volviste con una lencería oscura con bordado rosa. La turgencia de tus relieves moviéndose al compás del sonido, sumada al vaivén de esos labios mordiendo una y otra vez su comisura, me empujaron de inmediato a tu encuentro, aunque antes escribiste en el buscador de youtube un verso revelador: “vamos despacio para encontrarnos”, parte de la letra de Lago en el cielo, a modo de preludio y, en cierta manera, de subtexto (el tiempo es arena en mis manos, y oro en las tuyas) 

Fuimos, de esa forma, despacio, con tus movimientos felinos sobre las sábanas. Bajaste lentamente hacia mi bajo vientre, procurando recorrer toda la zona con tu boca y tu aliento, hasta lograr poco a poco la excitación del miembro. Soplabas sobre el glande y orbitabas el tronco, procurando que estuviera lo suficientemente erecto. Entonces sacaste el condón de entre tus manos para colocarlo en tu boca y hacerlo calzar mientras lo hundías profundamente. La succión volvía el encuentro cada vez más fluido. Así, llegaba el momento en que entrara en ti. Antes de eso, descendí cuidadosamente a través de tu abdomen para arribar a tu clítoris y estimularlo con el dedo índice. No parabas de gemir. Todo parecía fluir dentro de la intensidad del instante. Sin embargo, algo me detuvo, algo me desconectó de inmediato del acto, cortando de manera abrupta la química generada. Preguntaste qué pasó. Te pedí que me perdonaras, que me dieras unos minutos, que no eras tú (que lo estabas haciendo excelente), sino que era yo. Notaste la interrupción e intuiste que mi mente se había desconectado de su foco, se había desenchufado del coito para irse a otra parte. Te confesé que sí, que efectivamente se habia arrancado mi conciencia hacia otra parte. Me preguntaste si estaba nervioso, estresado, avergonzado o algo por el estilo. Te respondí que era la falta de actividad sexual en cuarentena, unida a un ansia y a una angustia por un reciente dolor emocional. No quisiste ahondar en detalles y comprendiste con plena paciencia y empatía. De ese modo, hice un hueco en la cama y nos abrazamos durante largos minutos. 

Piel con piel, el cariño estimulaba los sentidos que habían sido adormecidos, producto del bochorno. Y, sin mediar aviso, te diste vuelta para regalarme un beso, uno delicioso hasta el punto de la asfixia. De pronto nos vimos envueltos en esa marea de ósculos sin timón, contigo debajo y yo arriba, y la química comenzaba a retomar su perdida fórmula. Lograste que entrara en ti esta vez con éxito, tanto así que te dejaste llevar y pedías que llegase hasta el final. Entonces, finalmente, “tú me llevaste para que te llevara”. Acabamos de lo lindo, jadeando contra el techo de la habitación. Te acercaste y poniendo tus dedos en mis labios dijiste que me parecía al Guasón con tanto rouge en la boca. Repetí que fueron tus besos, así fue que comencé a tararear ese clásico de Chico Trujillo. Reíste de nerviosa, o quizá imbuida en la situación. Te canté que tus besos me hicieron hablar con Dios. Respondiste con una sonrisa, y señalando lo extraño de escuchar eso de parte de un profesor de lenguaje. “Sin duda, eres un experto en lengua”, dijiste, muy bromista, antes de comenzar a incorporarte. 

Volví del baño para arrojar los residuos de nuestra exquisita colisión. En el momento que regresé a la pieza, tú ya te acomodaste, pediste un uber de regreso y te vestiste con suma eficacia. Antes de que te fueras, dialogamos rápidamente en torno al acto, en una especie de espontáneo control de calidad. Confesaste que lo mejor fue el final, y que no acostumbrabas a dar besos. Repetiste que esa excepción la sintiera como un premio, no como un regalo. Y es más, señalaste que mis besos también eran “como caramelo”, porque, de lo contrario, jamás habría osado sacrificarse, en pos de una boca y una lengua temeraria, por no decir contagiosa. Te encaminé así fuera del departamento, donde te esperaba el mismo uber que te traía en un principio. Me tomaste la mano con desenfado hasta la salida, simulando un afecto fugaz. No paraba de repetirte que tu magia o, mejor dicho, la sagaz ilusión de tu magia, me había vuelto el alma al cuerpo, luego de una temporada de sequía y de infierno. Antes de despedirte definitivamente, solo atinaste a decir: “Llámame si me necesitas”. Eran pasadas las nueve. El toque de queda ya estaba pronto a empezar. Diste vuelta la cara dando un último beso imaginario a través del vidrio. Miraste al chofer, indicando con el dedo hacia destino desconocido, y tu figura se fue disolviendo con el ruido del motor del vehículo. Seguramente esta será la primera y última vez que nos veamos, pero con tu recuerdo aún palpitante en los sentidos bastará para velar estas noches desesperadas. Solo es pleno el placer que sabe partir a tiempo.