lunes, 2 de enero de 2017

Con la muerte de Berger pasa a la historia invisible un lema polémico. Hasta me atrevería a decir, revolucionario. El hecho de que "la vista llega antes que las palabras”. Con lo cual todo el arte, e inclusive, toda la literatura conocida se asume al fin, eminentemente, como una cuestión de óptica.
El Viernes conversábamos con una amiga sobre la posibilidad de insertar conocimientos o habilidades en la mente directamente desde un dispositivo como si esta fuese un hardware biológico. La idea surgió a través del paréntesis a la lectura de un libro de Otros Mundos, ediciones de los 70s, en específico un libro sobre los Chakras. El cogollo en cierta medida invocó aquella idea futurista. Decíamos que sería genial aprender, por ejemplo, karate o conducción tan solo con insertar un combo de datos en la cabeza mediante un sofisticado sistema de información actuando a nivel neuronal. Sería como sucede en la realidad virtual de Matrix. Sin embargo, se perdería el sacrificio mismo del aprendizaje en consonancia con la voluntad. De ser así de fácil aprender casi cualquier cosa, en un mundo hiper eficiente a niveles cibernéticos y psicotrópicos ¿Cómo se podría dimensionar y valorar la odisea de la experiencia? El dilema se debatiría entre la inteligencia artificial y el espíritu autodidacta. La primera estaría llamada a ser la hija pródiga de la Singularidad. El segundo, en cambio, se resistiría todavía por orgullo a ser intervenido, a ser contaminado por intereses tecnocráticos que le son ajenos por naturaleza. No reconocería otro aprendizaje que el que lograra con pundonor material. Reconocería algo de sangre y de dolor en cada obra que acometiera. Sin aquellos ingredientes no habría creación alguna para ese espíritu. Quizá, después de todo, se trate del último aliento humanista, antes de la inminente ola de automatismo que se avecina.
Les sonará contradictorio, pero caminando por las calles vacías de Valpo un Lunes desocupado, se comienza a extrañar la habitual basura y desperdicio desperdigados por doquier. Si hasta parece que fuese otra ciudad. Me pellizqué el rostro para ver si se trataba de un mal sueño. Y era nada menos que el producto de un insomnio citadino.