lunes, 21 de marzo de 2016

Domingo de Ramos


Dos imagenes sobre Domingo de Ramos ayer: De madrugada prácticamente al alba, tipo seis y media, frente a la Plaza Victoria un grupo de comerciantes vendiendo los típicos ramos en la acera de la Catedral. Un poco más allá, en la esquina con Pedro Montt, unos chicos medio entonados, abrazados, seguramente llegando del carrete. Estaba demasiado oscuro y solitario. Era prácticamente el único paisaje alrededor. Parecía más que la conmemoración de la llegada de un mesías al pueblo, la viva imagen de la tradición ahora convertida en fecha comercial. La imagen entre esos vendedores de ramos y los jóvenes que volvían juntos y ebrios a la casa era el Domingo de Ramos a la chilena. La siempre esperanzadora promesa del retorno en un cuadro desolador y sarcástico. Ya no restan feligreses sino que solo el gesto del vendedor de ramos. El gesto que no busca tanto el cumplimiento de la promesa como el aprovechar su indeterminación para mantener a la familia y perpetuar una costumbre universal. Luego, más tarde, ese mismo cuadro de vendedores de ramos, ahora en pleno mediodía, multiplicados a lo largo de la feria de las pulgas, un verdadero mall de los ramos durante la tarde dominical. La tradición conmemora la entrada triunfal de Jesús a Nazareth, pero muy en el fondo ya no importa su regreso. Porque Jesús y Nazareth son solo símbolos que funcionan como contexto para los vendedores de ramos y su astucia mesiánica. La gente va allí, los ve y les compra. Se da cuenta que hay que mantener viva la tradición, aunque haya perdido su sentido original. Entonces las familias vuelven a casa, con los ramos a cuestas, junto con bolsas de supermercado y de utilería, celebrando la evolución de la creencia, la sobrevivencia del mito sin sus protagonistas, emulando tímidamente el retorno a la tierra prometida.