Se dice de Perec que en su novela 53 días quiso emular a Stendhal quien escribió La cartuja de Parma en 53 días. Lo más trágico (y literario) del asunto es que murió mientras acometía el singular homenaje. Llega un punto en que la propia obra actúa como una especie de demonio satírico, haciendo que los propios proyectos del autor se vuelvan tentativas de desatino.
El autor se olvida a sí mismo, la obra arroja, de vez en cuando, sus propias lecturas paradójicas. Quiere desafiar el tiempo, comprende que escribiendo precipita alguna especie de conteo regresivo, algún final inesperado, en el que solo importan los segundos, el sudor y la adrenalina antes de la explosión definitiva en la ficción.
Escribir bajo presión es otra forma de sofisticar el pulso. La consciencia sobre un final que te va persiguiendo todo el tiempo, le da un toque febril, un rigor apocalíptico. En cambio, la intuición sobre un tiempo disperso, paradójicamente con todo el tiempo libre del mundo se tiende a procrastinar lo inevitable. A veces, es necesario darle a la muerte un empujón para que la vida avance hacia alguna parte, aunque no se sepa hacia dónde.