jueves, 21 de diciembre de 2017

Ayer en lectura itinerante de Metro Valparaíso, lo más sorprendente era la otra mirada: el hecho de que nosotros, los que íbamos auspiciados por el propio metro en nombre del FILVA, solo teníamos un espacio de lectura perfectamente cartografiado y delineado según la disposición de la política interna del sistema de metro. El espacio para la lectura estaba solamente reservado, de manera oficial, para ciertas estaciones estratégicas. Contra viento y marea, sin embargo, las lecturas en las estaciones consiguieron convocar a unas pocas personas aficionadas, o tan solo interesadas, en medio de la masa ambulante. Posteriormente, en el intersticio de las lecturas programadas, durante el recorrido subterráneo, nos dimos cuenta que habían otros, sin el permiso oficial, que leían por su propia voluntad, cuestión que nosotros, bajo el auspicio del metro, no podíamos hacer. Qué paradójico. Nosotros, los que teníamos el permiso, no teníamos en cambio la libertad de los que leían de manera independiente y clandestina. Ahí uno se percata de la verdadera dinámica de la poesía. Con todo, la de ayer fue una jornada que reflejó la auténtica precariedad pero también la auténtica voluntad que mira de frente al automatismo y la indolencia. Era un poco como aquella frase de Bolaño al referirse a la literatura como una batalla perdida de antemano, que, pese a todo, se lucha con un ánimo algunas veces lúdico, otras tantas trágico, para testimoniar que el monstruo con el que lucha el samurai no es otro que el del silencio cómplice de la máquina.