viernes, 19 de enero de 2024

Gato negro (homenaje a Edgar Allan Poe)

En homenaje al nacimiento de Edgar Allan Poe, comparto con ustedes un cuento inspirado en El gato negro, una muy humilde reinvención libre de la historia:

Una noche, su novia le había pedido que le contara un cuento. Le preguntó si acaso se sabía alguno. Ella había sugerido la Cenicienta, pero él dijo que solo se sabía uno de Edgar Allan Poe. Así que le contó El gato negro. Ella había escuchado sobre Poe pero no recordaba haberlo leído. Se arrimó a su espalda y comenzó a contárselo, con voz dramática.

Todo estaba muy tranquilo alrededor. Él sabía que si le contaba El gato negro podía provocarle pesadillas o mantenerla insomne. Tal vez solo pensó en el famoso cuento porque a ella le encantaban los felinos, y qué mejor que uno negro para rimar con la apacible oscuridad.

Mientras su novia lo escuchaba medio dormida, incluso a punto de conciliar el sueño, él reformuló la historia. En lugar de matar al gato al principio, el hombre salió a buscarlo. En vez de quemarse la casa, él salió de ella para perderse en el bosque.

A medida que perdía el rastro del gato, el hombre del cuento se volvía loco. Los maullidos de su gato perdido, de pronto, lo envolvieron todo. Ya no sabía si provenían de su cabeza o si realmente retumbaban entre los árboles. Entonces, el hombre intentaba buscar el camino de regreso. En el trayecto se le vinieron a la memoria imágenes de su difunta mujer. También recordó a un sujeto que no paraba de reír. Pronto, en su mente, se mezclaron los maullidos de gato con la risa de aquel sujeto, irritándolo al punto de la cólera.

El hombre, después de horas de martirio, consiguió volver a la casa. Allí se encontró frente al frente a su gato negro. Lo miró fijamente, a la defensiva. Su mirada se perdió en la del gato y vio reflejada, en ella, la cara del sujeto que se había reído de él en su mente. Recordó, al instante, que se trataba del amante de su difunta mujer. Apenas lo reconoció, procedió a agarrar el hacha que tenía cerca de allí y se la clavó al gato.

Hasta ese punto de la historia, la novia permanecía callada. Era la primera vez que escuchaba el relato de El gato negro, pero una versión tergiversada a conveniencia. Él le siguió contando el resto de la historia, hasta la parte final, que sí era similar al cuento original.

A la casa del hombre acudieron los agentes de policía. Inspeccionaron por largo rato cada rincón. El hombre estaba tranquilo porque se sabía inocente y no tenía nada que ocultar, hasta que se escuchó, detrás de uno de los muros, un alarido infernal que alertó a los agentes. De inmediato, ellos tomaron acción y botaron el muro. Lo que vieron fue horroroso: era el cadáver de la esposa, desfigurado, rígido y, sobre su cabeza, el gato negro, con un solo ojo enrojecido y con unas fauces afiladas, en señal de amenaza, cual verdugo del infierno.

Acabado el relato, la novia parecía que ya se había dormido. Él le susurró al oído: “dulces sueños”. Sin embargo, ella no le respondió. Trató de moverla para ver si seguía despierta. Nada. De pronto, temió lo peor. Hasta que sintió, de manera repetida, el maullido de un gato que se había metido a la casa. Él se levantó para ir a espantarlo.

Al avanzar por el pasillo oscuro, comenzó a dolerle la cabeza y a recordar a un sujeto, tal cual como en el cuento que le había contado a su novia. A su mente se le vinieron imágenes de ella junto al extraño sujeto, en diferentes contextos. No lo podía creer. Todo se iba armando en su mente. Todo iba adquiriendo sentido.

Miró con la vista perdida a una ventana que había, y allí divisó al gato. En su pecho se apreciaba la figura de una calavera. Al verse acorralado, el gato se engrifó y luego saltó al exterior. Fue en ese momento que él, imbuido de una cólera inmensa, regresó a la pieza a encarar a su novia.

Al abrir la puerta del dormitorio, ella estaba despierta, dispuesta a enfrentarlo. Lo esperaba sentada frente a la ventana del dormitorio, fumando un cigarrillo. –Tenemos que hablar-, dijo, con voz grave. Tan pronto dio vuelta su rostro, él la miró a la cara, horrorizado: le faltaba un ojo y el otro le llameaba de una ira incontenible, una ira que se prolongó hasta el amanecer.