viernes, 26 de febrero de 2016

Dragon Ball





A treinta años de Dragon Ball: La moralidad de Goku en relación a la de Superman recae sencillamente en que fue motivada por un azar del destino. Un saiyajin que naturalmente está hecho para luchar y matar de repente es mandado a un planeta con individuos de bajo poder de pelea para su conquista. Es encontrado por un terrícola y al caerse por un barranco se golpea la cabeza. Entonces borra ese instinto asesino pero sin perder el espíritu innato de lucha. El bien en Goku se debe a una pura cuestión accidental y natural. De ahí su inocencia. No hay un gran relato de educación en ese bien. De hecho, vivió una buena parte de su vida en estado salvaje (después de morir su abuelo hasta conocer a Bulma). Sin demasiada ilustración. Únicamente el roce social necesario para seguir sobreviviendo y, por supuesto, luchando. En Superman, por su parte, el bien está motivado por una cuestión de crianza. Es el código moral aprendido de sus padres adoptivos. Es la clave para convivir con la raza humana. Para sentirse parte de la civilización (debería decir, la civilización norteamericana). Es el disfraz con el cual se siente un poco más hombre que kryptoniano. Es, en definitiva, el disfraz con el cual mantiene a raya ese poder inconmensurable. Por otro lado, Gokú, muy en el fondo, no deja nunca de ser un saiyajin. No usa ningún disfraz. No se oculta. Es simplemente lo que es. Se siente terrícola únicamente por un sentido de simpatía y pertenencia a sus amigos. No defiende la Tierra por el bien en si mismo. La defiende porque allí hizo su vida. Porque allí fue donde aprendió a ser lo que es. La inocencia del superhéroe japonés que solo quiere luchar por el entusiasmo mismo de la lucha, se contrapone al gran panfleto del superhéroe yanqui que lucha por hacer el bien (su concepción del bien) a toda costa. En Superman el argumento casi la mayoría de las veces es enarbolar la bandera del bien y de la justicia. La superfuerza es la gran excusa para esa misión. En Dragon Ball, en cambio, como buena serie japonesa, el argumento central es la lucha. Toda la cultura, toda la emoción recae en ella. La creencia en el bien es solo la excusa para seguir luchando sin fin.

Humor

En todo humor, al menos como yo lo entiendo, hay un atrevimiento, se juega con el límite del respeto al otro y el sentido común. La magia quizá reside en el estilo de ese atrevimiento. El humor negro que han estado adoptando varios de los humoristas de Viña se apoya en el fondo en esa premisa: hasta donde puedo tensar el límite de modo que se note mi propia astucia, mi propio movimiento. La carta que jugó el primero fue quizá demasiado audaz para el gusto de los presentes. La tercera, Natalia Valdebenito, construyó un personaje abiertamente feminista que ridiculizaba el estereotipo de hombre actual y a su vez reivindicaba un cierto tipo de mujer. La nueva mujer chilena desatada, loca, libre. Aunque la irreverencia por sí sola nunca es suficiente, simplemente como recurso cómico, en un escenario demasiado acomodaticio, ha ganado por estar en boga la desconfianza colectiva contra la clase política, y además, una desconfianza hacia determinados valores que antes se tenían por sagrados. Han querido usar el humor como plataforma de crítica social. Pero también por debajo subyace un hueveo hacia la cotidianidad. Hacia lo que cada quien interpreta como prejuicio. Lo políticamente incorrecto como receta. Como yo lo veo, el humorista en Viña es solo una proyección de un humor transversal, es la propia gente viéndose reflejada y hueveándose a si misma, haciendo catarsis de su propia parodia y de la parodia que es el país en general. Sin embargo, cualquiera que pise la quinta y venga con un discurso así ya se ha prostituido de plano, la crítica se espectaculariza, se vuelve otro brazo del show circense. El bufón hace las veces del espectáculo del rey. Pero lo interesante, lo verdaderamente cómico más allá del show es ese fenómeno virtual que se genera en torno a la polémica, pareciera que se trata del sistema mostrándose tal cual es, una gran apología orgiástica de la banalidad. Son pocos los que al fin y al cabo podrán verlo desde afuera del propio show, los que podrán disfrutar de esa sarta de ridiculeces con altura de miras. Saben que la realidad no cambiaría ni un poquito solo porque Edo Caroe u otro iluminado al uso les diga que todo está mal o que los políticos son corruptos. Se trata de un simulacro de auto critica. De un carnaval bajtiniano en que el "monstruo" juega un poco a sentirse parte de la parodia política en ausencia de sus supuestos representantes. El propio humorista, dentro de la carcajada general, cae preso de la ilusión de su resistencia. De todas formas, para pretenderse humorista negro hay que llegar hasta las últimas consecuencias. Asumir que la risa también puede llegar a matar. Que también la risa tiene su contraparte amarga. Sin la cual nada, en definitiva, daría risa.