I
Una tarde, mientras Ángel y Miranda paseaban por Isla Negra, el ocaso envolvió el cielo. Sentados sobre unos roqueríos, de cara al mar, se quedaron mirando el espectáculo. Ángel la tomó de la mano con ternura, pero sus dedos temblaban con el viento helado de julio.
—No sé si seamos capaces de resistirlo, Miranda. Lo que se viene. Tenemos que estar seguros-
Miranda soltó una lágrima. Ambos tenían un secreto que debían revelar, un misterio incomprensible escarbando en su historia o tal vez en sus vidas pasadas. Se conmovieron por la sola posibilidad de no volver a verse. Sin embargo, la búsqueda de su verdad era irrenunciable.
La última noche llegó serena. Miranda y Ángel se abrazaron con fuerza. Las lágrimas parecían poblar el mar nocturno.
—Quizás en otra vida, en otra época, no en esta, haya tiempo para nosotros—susurró Ángel, mientras miraba a Miranda y acariciaba su rostro.
Miranda asintió, preocupada. No podía ocultar su intriga por la búsqueda que estaba dispuesta a realizar con Ángel. Se abría ante sus ojos un camino tortuoso.
Volvieron a la cabaña. La isla fue testigo de su pacto y de su propósito. Esa noche ardieron con una llama intensa, bajo el frío invernal. Al otro día, con la escarcha de la mañana, se levantaron para caminar rumbo al puerto, en otra ruta próxima a una costa repleta de árboles. El mar era el telón de fondo, el gran custodio que rodeaba sus circunstancias, el vigía de sus pasos perdidos.
II
Valparaíso, aquella ciudad sin tiempo, yacía en ruinas bajo un cielo que predecía su ocaso, en un mundo que creyeron haber conocido, en otro plano, en otra vida.
-Yo soñé con esta ciudad, Ángel-, dijo Miranda. -Es la misma que soñé en mis sueños de pequeña. Pero también imagino lo que tú imaginas, algo muy feo, espeluznante, una herida infectada-.
Ángel caminaba entre los escombros que alguna vez fueron esos callejones laberínticos. El aire estaba cargado con una sensación metálica. Algo similar a una maquinaria invadía el plan.
Los edificios antiguos se alzaron como panteones. Las calles estaban cubiertas de un polvo espeso. Ángel avanzaba a paso lento por el entorno. Algo se retorcía en su interior. La debacle se manifestaba también en sus entrañas. De pronto, sintió náuseas. Le dolió la cabeza. No era su historia, pero algo en esa destrucción le movía por dentro.
Estaba conectado con lo que allí pasó. Aquella herida de la que hablaba Miranda. Aquella herida que parecía abrirse en el tiempo como una flor carnívora. La flor parecía haberse devorado los sueños de ambos. Era como si Valparaíso hubiera sucumbido a una fuerza desconocida o, tal vez, a sus invasores eternos. Las sombras de los transeúntes que por allí pasaron se proyectaban en los muros de los rincones.
III
—Miranda, ¿hasta cuándo seguirá esto? No se puede. Ya no hay nada aquí para nosotros. Ven conmigo-, le dijo Ángel, insistente. Sabía que algo a su alrededor lo conminaba a quedarse, un secreto terrible, un relato enterrado, una conspiración, pero sentía que eran fantasmas de un cuento que no le pertenecía.
Ella lo miró con ojos que reflejaban una mezcla de dolor y ansiedad. Comprendía las palabras de Ángel, pero el miedo a enfrentar la verdad la mantenía atrapada.
—Ángel, no sabes lo difícil que es para mí permanecer acá, pero ya estamos en esto. Hay cuestiones aquí que debemos resolver, y lo sabes-, contestó Miranda, decidida a seguir con aquella búsqueda, pese a la incertidumbre. Aquella respuesta a la incógnita se había instalado en sus vidas, y los interpelaba cual reflejo de un espejo quebrado.
—¿Qué es lo que nos están ocultando? Dime Miranda, ¿qué hicimos en el pasado para pasar por esto?-, se preguntó Ángel, cada vez más inseguro. –No me lo preguntes, por favor. No hay tiempo-, contestó Miranda.
Cada callejón, cada edificio en ruinas, ocultaba fragmentos de una verdad recóndita. Las sombras no solo yacían en la superficie, sino que se infiltraban en los rincones como tentáculos de un poder insospechado.
IV
Miranda siguió su camino y se perdió en la neblina. De pronto, Ángel se encontró atrapado en las inmediaciones de una acera muy ancha, próxima a la esquina de un lugar conocido en el pasado como La Intendencia. Su cabeza y su corazón palpitaban producto del cansancio. Al mirar hacia la calle contigua, una luz radiante envolvió el lugar, seguida de un sonido irreproducible. Nadie advirtió su origen. Duró unos cuantos segundos que parecían la alarma de un toque de queda.
Extrañó a Miranda. Volteó a ver el camino que había desandado, y vio reflejada en el asfalto la forma de un par de siluetas. ¿Quiénes eran? En su interior, pudo visualizar a una pareja de poetas misteriosos, persiguiéndose con saña, enfrentándose, a vista y paciencia de los ciudadanos errantes. Visualizó también la aparición de cañonazos y furiosos pasos de una turba sin rostro. En ese momento, Ángel agitado, comprendió que aquellas imágenes le perseguían, que era parte de su historia más ingrata.
V
Ángel y Miranda volvieron a encontrarse en lo que parecía un bar. De aquel bar solo había sobrevivido la fachada y el letrero carcomido. Se alcanzaba a leer: Piedra Feliz. Al pasar, se sentía por dentro una vibra enigmática, un sonido de jazz, seguido de un arreglo de cuerdas. Parecía la emanación de alguna de aquellas lecturas trasnochadas.
Siguieron caminando, agotados. De repente, en las paredes, Ángel vislumbró unas figuras, unas sombras en movimiento, como unos espectros que emergían de aquella época de convulsión y embriaguez. Miranda se quedó pasmada, mientras que Ángel se acercó con cautela. Los espectros permanecieron estáticos durante unos momentos en una esquina de la vieja Plaza de la Victoria.
Tan pronto como avanzaron hacia su encuentro, se escucharon gritos ensordecedores, seguidos de sollozos. Venían de todas partes y envolvían la escena entera. Los espectros volvieron a escabullirse y algo como una ráfaga helada azotó el rostro de los amantes, dejándolos inconscientes.
En su mente, Ángel visualizó a la pareja de poetas, una vez más. Estaban peleando frente a la plaza. Vio a la mujer sacar un revólver de su chaqueta negra, a punto de disparar contra el hombre. Fue corriendo a detenerla, gritando sin ser escuchado. Cuando la pareja desapareció en la bruma de la noche, Ángel sintió algo caliente en la cabeza. Un golpe que jamás logró advertir, un golpe que vino como el karma desde un pasado remoto.
Ángel, atrapado, cayó al suelo y pensó, de nuevo, en Miranda, quien observaba impotente cómo la historia de Valparaíso se desvanecía frente a sus ojos.
VI
Al volver en sí, ya estaban en otra parte. Regresaron a los roqueríos de la isla oscura, pero comenzaba a amanecer. Los amantes se miraron. Sin embargo, sus rostros eran distintos. Ya no eran ellos. Eran otros.
—Lo hemos logrado. ¿Te das cuenta todo lo que tuvo que pasar, para que por fin estemos en este momento, aquí y ahora, tú y yo? —le dijo la mujer al hombre.
-Así que esto era. Siempre se trató de nosotros-, contestó él. La sostuvo de la mano y miró nuevamente al mar.
El mar se alzaba prístino. Ya no le temían. Él temblaba ante ellos.
Se habían tocado, en ese punto, los espíritus de aquella ciudad ruinosa y los corazones heridos de los amantes. La flor carnívora volvió a abrirse y el tiempo los devoró a ambos, matándolos dulcemente.