lunes, 24 de abril de 2017

Vía a Quillota

A las seis y media de la mañana del Sábado, tomé la micro Vía aeropuerto rumbo a Quillota. La semana pasada había partido más tarde, confiado en que aquella bendita micro pasaría a tiempo. Sin embargo, bajo la presión cronológica, solo alcancé a tomar una sol del pacífico que acabó realizando un recorrido alternativo, haciendo prácticamente un city tour por todo el interior: Quilpué, el Belloto, Villa Alemana, Limache, con paradas extensas y a una velocidad que haría pensar que el conductor tenía en mente más bien una agencia turística sobre ruedas. En resumidas cuentas: llegué al preuniversitario media hora tarde. Al menos, era la primera vez que hacía ese recorrido. El pique se aprendía, después de todo, por ensayo error. La experiencia, no obstante, se asimilaba lentamente a la misma velocidad de aquella micro matutina. A duras penas, como masticando cada minuto que pasaba. Como recogiendo imaginariamente la basura del camino. Ayer, en cambio, contra todo pronóstico, llegué incluso una hora antes. Sucediendo exactamente lo contrario a la primera vez. El preuniversitario aún no abría. Así que golpeé el portón como haciendo valer mi impuntualidad. Fui hasta la Plaza de Armas de Quillota a hacer la hora. Saqué unas cuantas fotos, mientras veía como los cabros iban llegando de a poco desde calle Freire. Unos iban rumbo al Cepech de la esquina. Otros en dirección contraria, desde donde venía, hacia donde debía volver.

De vuelta al preu, correspondía examinar un ensayo diagnóstico PSU. Los chicos del curso iban llegando a cuentagotas, casi a un ritmo a destiempo. El clima de la clase, tan radicalmente distinto al dos por uno de la semana, me dio la ocasión para tomar una taza de café allí mismo, con total desenfado. Los chicos, a medida que bebía el café, iban retirando sus ensayos. El silencio era tan insólito que llegaba a conmover. Cualquier ruido era interpretado como excesivo, innecesario. Revisando el ensayo, durante la calma inaudita de la sala, di entonces con una pregunta relacionada con Baudelaire. El texto se refería a la percepción que tenía el poeta sobre París. La definición del flaneur decimonónico: vagabundaje, melancolía, añoranza. En una parte de la pregunta de léxico contextual, hablaban sobre un sinónimo adecuado para “repulsivo”. Las opciones daban cuenta precisamente de la cualidad de aquellos lugares frecuentados y rescatados por el poeta. Aquellos lugares que, por su calidad de sombra, al margen del itinerario citadino, poseían una belleza revulsiva, si se quiere, una luz indómita, que pugnaba por salir e iluminar los pasos del errante de turno. La pregunta hacía referencia, implícitamente, al oficio de caminar por caminar, sin mapa, sin propósito, propiciando lo desconocido y lo extraño a cada paso y en cada esquina.

Al final del diagnóstico, los chicos y chicas se iban yendo poco a poco. También hice lo mismo. La coordinadora recibió los ensayos, con una sonrisa rápida, demostrando que andaba medio urgida. La despedida de rigor y, luego, la retirada indolente. Afuera aproveché de completar el paseo exprés de la mañana. Volvía al centro. Plaza de Armas. Me encontré con un par de alumnas que estaban conversando en uno de los asientos, frente a la pileta. Luego, en el centro comercial, otro par de alumnas, sin dirección conocida. Saludaban a lo lejos, como quien saluda a alguien que solo viene de paso. Así sus siluetas se perdían y se confundían entre el gentío de los peatonales, con la pura añoranza de volver la próxima semana bajo una presencia puramente contractual.

Lo especial de Quillota, después de todo, era que transmitía esa sensación casi extinta, de que todos por esos lares conformaban una sola gran comunidad. El extraño era identificado casi al instante. Quizá acogido dentro de la masa, dentro de las inmediaciones, pero de igual forma, reconocido, señalado como tal. Como un solitario que solo viene a hacer un trabajo efímero. Su anónimo grano de arena. Pensaba, de ese modo, al cruzar la acera frente a la muni, en volver de regreso al puerto. El hambre, el sueño y la batería baja hacían lo suyo. La parada del bus-metro indicaba que el paseo, que la ilusión del caminante romántico tenía sus límites. Sus límites materiales, sus límites circunstanciales. Que siempre al final del día no quedaba otra cosa que hacer la vista gorda, revisar el efectivo restante y guardar celosamente esos pasos en falso, con una afición obsesiva, como si fuesen el alma de la ciudad.