domingo, 30 de abril de 2017

La palabra terremoto


Hay un cierto vicio semántico en las palabras que sirven para denominar grados de movimientos sísmicos. Se le suele llamar "temblores" a los movimientos casi imperceptibles o demasiado débiles. Pero cuando esos movimientos adquieren una fuerza mayor, llegando a interrumpir el ritmo de la mecánica social, se les llama inmediatamente "terremotos". Inclusive, existe una denominación especial para aquellos terremotos que adquieren una cualidad catastrófica única. Cuando provocan una destrucción de grandes magnitudes se les conoce de forma automática como "cataclismos". Según la escala de Mercalli, la intensidad de los movimientos de tierra podría verse representada en su potencial destructivo de las estructuras humanas. Esto lleva a pensar que, de acuerdo a esa escala, un movimiento de tierra solo puede alcanzar el nominativo de terremoto o cataclismo cuando sus consecuencias son lo suficientemente letales. Resulta interesante, de ese modo, constatar cómo estas palabras han sido capaces, con su uso reiterado en cuestiones sismológicas, de mutar, digamos, su sentido neutro, de diccionario, para pasar a representar exclusivamente los grados en que un movimiento de tierra va aumentando su fuerza y desplegando el desconcierto a su alrededor.

Lo que pretendo destacar es cómo, por ejemplo, la palabra terremoto fue simbolizando aquellos movimientos de tierra que pasaron a la historia como los más caóticos, siendo que, en estricto rigor, terremoto vendría siendo cualquier clase de sismo independiente de su fuerza o intensidad. Hay ahí una cultura sísmica apócrifa, una cultura de lo desastroso que los chilenos solo asumen inconscientemente. La intuición de que al nombrar la palabra terremoto esta debe necesariamente aludir al fenómeno que designa, tratando de ajustar la realidad del evento natural con su significante arbitrario. El punto es que podríamos llamarlo de igual forma: sismo, temblor, pero no sería lo mismo. Esos nombres no agotarían la cualidad fenoménica del movimiento de tierra al cual se alude. No tendría la potencia semántica que le corresponde por mérito. En cambio, la palabra terremoto, por sí sola, ha creado un precedente casi como insignia de nuestro carácter. Ha pasado a coronar el léxico de nuestra sismología. Es cosa de historia general. Basta con recordar, por ejemplo, el "terremoto de 1906" en Valparaíso y el "terremoto de 1960" en Valdivia, conocido a nivel planetario como el más devastador del que se tenga noticia. (Incluso existe un libro llamado "El terremoto de Chile" escrito por Heinrich Von Kleist y publicado durante el siglo XIX, que versa precisamente sobre un terremoto de Santiago ocurrido en 1647, y la impunidad producida luego de la ruptura del contrato social). El léxico que tanto nos caracteriza ha conseguido instalar en el imaginario occidental la palabra terremoto prácticamente como sinónimo de nuestra idiosincrasia y de nuestro devenir. En cuanto a la inclinación natural por el desastre, entonces, no somos otra cosa que unos campeones absolutos.


sábado, 29 de abril de 2017

Temor y temblor

I

Al llegar al banco para cobrar el cheque de fin de mes, comenzó a temblar. La señorita frente a mí en la fila se veía que anotaba un estado en su face móvil. Antes del temblor había puesto que no lo había sentido, que últimamente no sentía nada en absoluto, que se sentía "ignorada en ignoralandia" (sic). Luego del movimiento, puso un nuevo estado que decía que ahora sí lo sintió. Se notaba un nerviosismo en su rostro, que, a simple vista, no se manifestaba en palabra alguna. Conforme la fila iba avanzando, la ansiedad aumentaba. Por un lado, la gente más adelante en la fila esperaba con ansia el pago respectivo de su salario; por otro, deseaba que los movimientos acabaran o que, en su defecto, la fila avanzara para evacuar cuanto antes sin mediar ninguna clase de explicación. La señora que estaba a un lado de la cajera en la fila contigua decía querer irse a la casa cuanto antes. Lo hacía manifiesto de manera verbal, como si con eso pudiese conjurar el tiempo necesario para desaparecer del lugar y abstraerse de su miedo. En verdad, el pánico casi siempre venía dado más por la propia gente y su descontrol, que por el efecto real de las réplicas sísmicas. Era la gente y su ansia de salir corriendo, la gente y su manía apocalíptica la que propiciaba que las cosas se salieran de la raya. 

Luego, dos llamadas perdidas y un mensaje. Era la de mi madre, y el whatsapp de un amigo. Madre quería saber lo típico: cómo y dónde estaba. El amigo me preguntaba cómo había estado anoche la lectura. Increíble cómo el movimiento de tierra tiene su efecto también en la comunicación. A fuerza de estrechar las distancias, los temblores guardan también una inusitada fuerza perlocutiva.

Cuando ya debía volver al puerto, fui en busca de unos documentos para en la tarde pegarme el pique a Quillota. En la fotocopiadora, la señora me hacía ver que el alcalde Sharp había suspendido las clases en Valpo como medida preventiva. Seguramente notó la cantidad exorbitante de fotocopias, la premura nerviosa por preparar material pedagógico, solo analogable a la premura de la gente por salir corriendo hacia cualquier parte como si sus sombras fuesen su epicentro. Le hice saber a la señora que, muy a mi pesar, las clases que debía dar eran en Quillota, no en el puerto. Con un extraño humor, la señora decía sentirlo mucho. “No se mueva tanto no más”, aprovechó de decir. Ese último gesto, por gracioso, pero también por descarnado, alcanzaría, más allá del destino del día, una consecuencia fuera de todo pronóstico.

II

Llegada al Preu. Esa vez a tiempo. Se encontraba ella. La misma secretaria que el primer día se tomó la molestia de confirmar mi existencia como profesor en la base de datos. Solo recuerdo el café que se dio la gentileza de servirme, una vez sorteado el impasse de la coordinadora que había olvidado informarle de mi llegada. Fui directo a su recepción. Para romper el hielo no me quedó otra que hablarle sobre los temblores en la Quinta. A medida que la conversación iba tomando forma, dijo algo inesperado, tan inesperado y fuera de la caja como un rumor subterráneo. Dijo que en realidad a ella le hubiese gustado que temblara más. Que, de hecho, le gustaba que temblara. Su respuesta me pilló desprevenido. Un dicho fuera del sentido común, una especie de remezón pero también, a su manera, una suerte de bálsamo, después de una jornada de lógica furibunda. Le pregunté que cómo así, que cómo era posible eso. Su gusto por los temblores. Dijo, sin más: porque “revelaban lo que éramos”. Le dije que se había puesto profunda sin quererlo, hasta filosófica. Enseguida mencionó que no tanto, sino que más bien creyente. Se me vino a la mente de inmediato el libro de Kierkegaard, “Temor y temblor”. En él también se hablaba, en cierta medida, sobre los vericuetos de la fe, sus ondulaciones a veces contradictorias. “El movimiento de la fe se debe hacer constantemente en virtud del absurdo” reza una de sus pasajes. “… aunque poniendo un cuidado extremo en no perder la finitud, es decir teniendo en cuenta que se está en este mundo”, concluye a modo de apostilla. La secretaria, con su declaración, parecía reflejar casualmente esas palabras de Kierkegaard. Sobre todo cuando explicaba su comentario inicial, notando mi extrañeza al respecto. Mencionaba que los temblores quizá nos ayudaban a “poner los pies sobre la tierra”, a constatar que estamos solo de paso, que los movimientos podían interpretarse como pruebas de nuestra transitoriedad. Pero claro, lo hacía siempre enfocada en señalar que detrás de todo se encontraba aquel agente invisible conocido como Dios, haciéndonos sacudir para doblegar nuestro escepticismo y tentar nuestra suerte.

Después de eso, un silencio incómodo se prolongó un rato. Ante la falta de respuesta a los porqués, de pronto cada quien se vio atosigado de quehaceres. En eso debía regresar a la sala de profesores para buscar las guías de la tarde. La secretaria, por su parte, atendió a un alumno que venía a inscribirse. Una despedida corta, temblorosa, cerraba irreductiblemente ese efímero encuentro. Volvía de ese modo raudo a la sala NN, la sala de clases anual, pensando en la suerte de todos los que viven el absurdo como un movimiento fuera de la máquina, mientras otro par de alumnos en el patio también hablaban, en serio pero con total soltura, sobre su posible reacción ante una catástrofe hipotética dentro de una sala de clases. Absurdo. Expectativa. Temor y temblor.


lunes, 24 de abril de 2017

Vía a Quillota

A las seis y media de la mañana del Sábado, tomé la micro Vía aeropuerto rumbo a Quillota. La semana pasada había partido más tarde, confiado en que aquella bendita micro pasaría a tiempo. Sin embargo, bajo la presión cronológica, solo alcancé a tomar una sol del pacífico que acabó realizando un recorrido alternativo, haciendo prácticamente un city tour por todo el interior: Quilpué, el Belloto, Villa Alemana, Limache, con paradas extensas y a una velocidad que haría pensar que el conductor tenía en mente más bien una agencia turística sobre ruedas. En resumidas cuentas: llegué al preuniversitario media hora tarde. Al menos, era la primera vez que hacía ese recorrido. El pique se aprendía, después de todo, por ensayo error. La experiencia, no obstante, se asimilaba lentamente a la misma velocidad de aquella micro matutina. A duras penas, como masticando cada minuto que pasaba. Como recogiendo imaginariamente la basura del camino. Ayer, en cambio, contra todo pronóstico, llegué incluso una hora antes. Sucediendo exactamente lo contrario a la primera vez. El preuniversitario aún no abría. Así que golpeé el portón como haciendo valer mi impuntualidad. Fui hasta la Plaza de Armas de Quillota a hacer la hora. Saqué unas cuantas fotos, mientras veía como los cabros iban llegando de a poco desde calle Freire. Unos iban rumbo al Cepech de la esquina. Otros en dirección contraria, desde donde venía, hacia donde debía volver.

De vuelta al preu, correspondía examinar un ensayo diagnóstico PSU. Los chicos del curso iban llegando a cuentagotas, casi a un ritmo a destiempo. El clima de la clase, tan radicalmente distinto al dos por uno de la semana, me dio la ocasión para tomar una taza de café allí mismo, con total desenfado. Los chicos, a medida que bebía el café, iban retirando sus ensayos. El silencio era tan insólito que llegaba a conmover. Cualquier ruido era interpretado como excesivo, innecesario. Revisando el ensayo, durante la calma inaudita de la sala, di entonces con una pregunta relacionada con Baudelaire. El texto se refería a la percepción que tenía el poeta sobre París. La definición del flaneur decimonónico: vagabundaje, melancolía, añoranza. En una parte de la pregunta de léxico contextual, hablaban sobre un sinónimo adecuado para “repulsivo”. Las opciones daban cuenta precisamente de la cualidad de aquellos lugares frecuentados y rescatados por el poeta. Aquellos lugares que, por su calidad de sombra, al margen del itinerario citadino, poseían una belleza revulsiva, si se quiere, una luz indómita, que pugnaba por salir e iluminar los pasos del errante de turno. La pregunta hacía referencia, implícitamente, al oficio de caminar por caminar, sin mapa, sin propósito, propiciando lo desconocido y lo extraño a cada paso y en cada esquina.

Al final del diagnóstico, los chicos y chicas se iban yendo poco a poco. También hice lo mismo. La coordinadora recibió los ensayos, con una sonrisa rápida, demostrando que andaba medio urgida. La despedida de rigor y, luego, la retirada indolente. Afuera aproveché de completar el paseo exprés de la mañana. Volvía al centro. Plaza de Armas. Me encontré con un par de alumnas que estaban conversando en uno de los asientos, frente a la pileta. Luego, en el centro comercial, otro par de alumnas, sin dirección conocida. Saludaban a lo lejos, como quien saluda a alguien que solo viene de paso. Así sus siluetas se perdían y se confundían entre el gentío de los peatonales, con la pura añoranza de volver la próxima semana bajo una presencia puramente contractual.

Lo especial de Quillota, después de todo, era que transmitía esa sensación casi extinta, de que todos por esos lares conformaban una sola gran comunidad. El extraño era identificado casi al instante. Quizá acogido dentro de la masa, dentro de las inmediaciones, pero de igual forma, reconocido, señalado como tal. Como un solitario que solo viene a hacer un trabajo efímero. Su anónimo grano de arena. Pensaba, de ese modo, al cruzar la acera frente a la muni, en volver de regreso al puerto. El hambre, el sueño y la batería baja hacían lo suyo. La parada del bus-metro indicaba que el paseo, que la ilusión del caminante romántico tenía sus límites. Sus límites materiales, sus límites circunstanciales. Que siempre al final del día no quedaba otra cosa que hacer la vista gorda, revisar el efectivo restante y guardar celosamente esos pasos en falso, con una afición obsesiva, como si fuesen el alma de la ciudad.

domingo, 23 de abril de 2017

Mi madre me comenta respecto a la situación del temblor anoche. Nada del otro mundo, a excepción de la ola mediática. Empieza entonces a hablar sobre el terremoto del 85. Decía que en aquella época, la abuela le calmaba, luego de la seguidilla de réplicas que ocurrían, explicándole que es mejor que tiemble de a poquito, para que así la tierra libere energía y no ocurra nuevamente un terremoto de gran magnitud. Claro está, un mito confortable, para nada científico. Sin embargo, parecía que después de esas palabras inocentes y bienintencionadas, cualquier otro movimiento o desastre lucía menos terrible que antes. La explicación de realismo mágico que daba la abuela se recordaba con cariño, y hasta cobijando cierto halo de seguridad. Un escudo hecho de puro corazón y palabra contra una fuerza natural implacable. Era la potencia anestésica del relato, más allá de su veracidad o falsedad. Podría estar cayéndose el mundo a pedazos, pero seguiríamos, no obstante, aferrados a nuestros relatos como de una tabla al borde del abismo.

sábado, 22 de abril de 2017

La convivencia

Cuando el 2 B se hallaba en hora de Matemáticas, la presidenta del curso entra a la sala y me llama. Me pide en la puerta si podrían hacer la convivencia que tenían preparada durante la semana para la hora de Lenguaje. La chica dijo que pensaban hacerla en hora de Orientación religiosa (hora que para ellos equivale a no hacer nada, al igual que la palabra convivencia), sin embargo, ni el director ni la secretaria lo admitieron. Como me vio cara de buena onda, la chica me lo pedía casi suplicante, de forma casi sobreactuada, en el pasillo durante el intersticio entre las dos clases. Como era de esperarse, acabé aceptando, rendido ante el encanto y el dramatismo de la chica. Pero, claro está, con ciertas condiciones. La primera era que la convivencia solo iba a tomar la primera hora de la clase. La segunda, que ellos mismos ordenarían todo para retomar la materia y el repaso para la prueba de la próxima semana. La chica aceptó sin más, de buena gana, con una sonrisa contagiosa, aunque con cierto dejo reflejado en el rostro seguramente por no conseguir que la convivencia cubriera estratégicamente las dos horas de Lenguaje.

Una vez que acaba el recreo, y ya dentro de la sala del 2 B, el curso había dispuesto la mesa del profesor a modo de mesa té club para la comida chatarra y las bebidas de fantasía. Algo de música ambientaba la velada. El aula de pronto convertida en el simulacro de alguna previa juvenil. Acudo a la mesa de buena gana, a la mesa que me corresponde pero no para enseñar nada, sino que para atacar el banquete del alumnado. Los alumnos proponen jugar verdad o reto. Entre charla y charla, comilona y desafío, la idea, a pesar de todo, se va diluyendo. Un alumno entra en confianza, seguramente habiendo conversado con los chicos de la directiva del curso, y me propone esta vez extender la convivencia por las dos horas. Le digo que no, que las condiciones ya se las había planteado a la presidenta del curso y ella las había aceptado abiertamente. Ante la negativa no les quedó otra que continuar y disfrutar lo más posible la convivencia. Se zamparon de ese modo lo que quedaba sobre la mesa, subieron el volumen de la música y rieron a borbotones. No paraban de entrar y de salir de la sala, temiendo que cada uno de los pasos fuera del aula fuese motivo de un escándalo inminente.

Ya pasada esa loca primera hora, increíblemente los chicos se pusieron a ordenar la sala y a limpiar los restos de la comilona. Les hice saber que lo podrían dejar para el recreo, incluso para una previa del fin de semana, tratando de buscar de ese modo un gancho de empatía. Una de las chicas pensó, después de todo, que no era tan mala idea reservar los restos de la pequeña convivencia escolar para la verdadera convivencia nocturna. Cuando ya todo el curso se hallaba de a poco en disposición de retomar la segunda hora de clases, ya sin aspavientos ni dispersiones, un cabro del fondo a la esquina me hace saber que debía agradecerles por la convivencia. Extrañado, le pregunté que por qué, a qué se refería. El cabro, ni tonto ni perezoso, me dijo que porque gracias a ellos me pagarían una hora de trabajo comida y bebida. En estricto rigor, según el cabro, esa hora de clases me la pagarían por haber sacado la vuelta de una manera festiva. Algunos compañeros le seguían la corriente. Les hacía gracia. Otros apenas le escuchaban, tratando de volver a enchufarse con el repaso para la prueba. Lo que decía el cabro, después de todo, era una verdad más allá de la regla. Aunque, por otro lado, se trató de una hora en la que el curso realmente se salió con las suyas. Una hora feliz.

jueves, 20 de abril de 2017

420

Hoy día los cabros hicieron un alto por el día de la marihuana. No tenía idea de su existencia. Me puse entonces a googlear, y algunas páginas señalan que el memorable día (20 de abril) es conocido con la fórmula 4:20. El origen de esta fórmula viene supuestamente de una tradición iniciada en un colegio de California, en específico, el colegio San Rafael. Esa era la hora en que cierto grupo de estudiantes en los años 70, quienes se autodenominaron los Waldos, se juntaban a fumar, bajo la estatua de Louis Pasteur, una vez acabadas las clases, y en especial, una vez acabada la hora de los castigos disciplinares, casualmente, en plena época de la revolución de las flores. El día de esa forma no solo simboliza el consumo de la hierba sino que todo lo que la envuelve, el ánimo de sobrepasar los límites, de joderle la madre a los moralistas y a los pacatos. La sensación de aventura, de peligro, mezclada con la aceleración en el cambio hormonal y el efecto placebo y alucinógeno de la planta. En suma, la bomba química anti sistema y el atractivo tubo de escape para la realidad y su horda de obligaciones y de responsabilidades. Recuerdo que durante la clase de Consumo y Calidad de Vida uno de los chicos dijo entusiasta "Sáquese uno, profe". Era el chico que venía de España. Lo decía con una confianza admirable. Luego, un compañero suyo, chileno, fue todavía más lejos. Dijo que para él este día no tenía sentido. Le preguntaron que por qué. Y respondió que porque para él todos los días eran el día de la marihuana. Las carcajadas iban y venían. Ni siquiera yo mismo me había enterado sobre la existencia de un día dedicado a la cannabis. Y lo mejor y más bizarro fue que lo supe de parte de los propios alumnos, verdaderos beatniks en miniatura. La historia, de ese modo, se repite. Algunos entrarán a la U, en busca del orgullo profesional. Otros se meterán a trabajar en lo que sea. Pero a todos, sin duda, los seguirá uniendo ese día. Después de las clases, después de la pega, bajo otras estatuas, lejos de otras instituciones, pero volando, vibrando con la misma sustancia, y hasta con la misma inspiración e intensidad.

En relación al censo, una amiga se refirió a una pregunta conflictiva. Extrañamente, como la mayoría señala, no la pregunta sobre quién era el "jefe del hogar", que producía anticuerpos al asociarse al discurso de género, sino que la pregunta relacionada con la pertenencia a algún pueblo indígena u originario. Decía que la pregunta estaba mal planteada, porque señalaba explícitamente que si el censado se "consideraba", no si pertenecía, cuestión que queda a criterio subjetivo de cada individuo. Por ejemplo, si alguien del extranjero viene y por uno u otro motivo se considera mapuche, no siéndolo, tendría que colocar esa opción como válida; o, yendo todavía más lejos, si un rapa nui de repente considera que se siente identificado con otra etnia que no sale en la lista tendría toda la libertad de colocar cualquier clase de etnia en el apartado "otros", por rebuscada o absurda que resulte. El criterio entonces, al no estar bien demarcado, se encuentra con un callejón sin salida, y da para imaginar o inventar prácticamente cualquier cosa sin restricción, salvo el que cierta lógica al uso dictamine como inviable o derechamente fuera de lugar. La palabra "considerar", que en este caso significa creer, estimar, juzgar, verbos personalísimos, derivada originalmente del latín, "observar a los astros", rompe con el límite político y va más allá de la pura estadística. Entra en el terreno de la subjetividad, donde no existe otro censo que el de la imaginación. Merced a este error no forzado, cualquiera podría considerarse originario de cualquier lado (o de ninguno) si así lo prefiere, con todo derecho, siendo tomado por un loco pero con todo el vacío de la ley a favor de su inubicabilidad. Hubiera querido trabajar en el censo solo para leer las más disparatadas y surrealistas respuestas que hubiesen surgido de esa pregunta mal hecha.

martes, 18 de abril de 2017

Según dicen ayer uno de los cabros quedó con matrícula condicional luego de enfrentarse verbalmente con un vecino del instituto. La cuestión fue debido a una pelota que cayó en el patio del vecino, con la cual los alumnos jugaban durante el recreo. El vecino, al enterarse de esto, le paró los carros a los chicos que salían del instituto sin autorización a buscar la pelota en la casa de al lado. Durante la discusión posterior, el cabro condicional se botó a choro, y el vecino, sin más, hizo como que iba a sacar un arma de fogueo. El asunto resultó finalmente tan embarazoso que al director no le quedó otra que separar las aguas, y aplicar la medida coercitiva correspondiente al alumno que, de acuerdo a las versiones del hecho, incitó el conflicto. Sobre eso se habló hoy en la mañana. El bochorno de la pelota, lo llamó, irónicamente, el director. Un compañero del cabro condicional que iba entrando, habló, en cambio, sobre el bochorno del arma. La verdad sobre lo ocurrido se debatía entonces entre una pelota arrojada fuera del límite de la institución, y un arma apócrifa simulando defender un determinado metro cuadrado. La realidad escolar se volvía de pronto esa delgada línea que separaba la experiencia lúdica del atrevimiento.

lunes, 17 de abril de 2017

Quema del Judas

Quema del Judas en los años sesenta. Cerro Barón. Tengo la impresión de que antes la quema del Judas tenía otro motivo, un motivo si se quiere más apegado a la tradición. Un motivo ceremonial. Se recuerda con nostalgia aquel acto de la quema porque reunía a todo el barrio. El fuego tenía entonces un sentido de destrucción pero también de reunión. La calavera en el muñeco representaba a la muerte. Su quema era un nuevo comienzo. El rito de hoy en día, por su parte, se ha politizado. El muñeco ya no simplemente simboliza la muerte, sino que se identifica con los políticos. En el Cerro Castillo, por ejemplo, queman a Trump. En Venezuela hacen lo mismo con Maduro. Incluso en Valpo queman a Jorge Castro. Las monedas que se desprenden de los muñecos en llamas serían lo que la gente desearía tomar de vuelta. El valor de cambio de sus ilusiones. La politización del Judas, plenamente identificado con el "traidor al pueblo". Se perdió quizá el sentido original, religioso, pero el rito adquirió, en cambio, un significado político. La gente sublima, a través de ese acto simbólico de la quema, la indignación colectiva. No solo se venga de su opositor, sino que también procura incendiar su legado.


Amos Oz en su novela Judas planteó una idea hasta el día de hoy controvertida: La posibilidad de que el Judas Iscariote de la Biblia no haya sido un traidor, sino que, por el contrario, el mayor devoto de los discípulos, el primer y el último cristiano. La idea de Amos no era someter esa posibilidad a una tesis, sino que desarrollarla de manera polifónica en un libro con una trama que mezclara la novela de aprendizaje con la novela de desamor. Así como Borges en su cuento Tres versiones de Judas, planteaba un giro radical, explicando el por qué la supuesta traición constituía en realidad un hecho necesario para completar la misión de Cristo en la tierra. El libro sobre Judas le valió a Amos el descrédito social en su pueblo de origen. Sin embargo, contrario a lo que se piensa, dijo "sentirse orgulloso" de ser llamado traidor por el simple hecho de oponerse a ideas fundamentalistas. Sin ir más lejos, equiparó la relectura de la traición con la de Max Brod hacia su amigo Franz Kafka. Dijo que si Max no lo hubiese traicionado, quemando sus manuscritos, nadie habría sabido de su obra. Lo mismo se podría decir respecto a Judas y su maestro. Si no lo hubiera entregado a los romanos, no habría habido crucifixión, ni mucho menos, resurrección. En resumidas cuentas, no habría habido obra. El cristianismo como tal no hubiera estado completo sin ese sacrificio. Asimismo, la literatura no sería tal sin aquel acto de "mala fe", sin aquel acto deshonesto pero brillante de la publicación. Amos lo supo y lo llevó hasta las últimas consecuencias, convirtiéndose en el traidor de su cultura, pero a cambio de un prestigio de otro orden. Un oscuro prestigio. Un prestigio literario. Todo escritor que sea llamado como tal por la sociedad, en definitiva, tiene que tener un poco de Judas.

sábado, 15 de abril de 2017

El año 2014, un diario oficial del Vaticano, el "Observatore Romano", reconocía al filme El evangelio según San Mateo de Pier Paolo Pasolini como "la mejor película sobre Jesús", cuestión que contradice la crítica de los años sesenta realizada por el mismo diario, en el momento de estrenarse el filme. La crítica apuntaba a que la cinta era "fiel a la descripción, pero no a la inspiración del Evangelio". Luego, con el tiempo, el Vaticano se desdijo y se sostuvo que el autor manifestó en verdad una "inspiración digna de un creyente". La propia Iglesia reconoció, en el fondo, que no tiene nada que hacer ante la liturgia del celuloide, sobre todo de la mano de Pasolini, el cineasta ecléctico, capaz de adaptar a la pantalla grande desde Las mil y una noches hasta los 120 días de Sodoma.
Se dice que estos días son dedicados a la reflexión. La pura y sagrada reflexión, libre de instituciones y de restricciones. Me gusta pensar en esa figura como algo enteramente subjetivo, personal. Me gusta pensar que hay en el creyente algo enteramente humano que lo une, que lo "religa" a su esencia más allá del acto proselitista de la adscripción a una cosmovisión. La fe como un nicho misterioso, destinado únicamente a una reflexión personalísima, sin intermediarios, representaciones ni idolatrías. La reflexión sobre la individualidad siendo confrontada, interpelada constantemente por lo inconmensurable, llámese infinito, absoluto, "divinidad". La verdad pero también el misterio del pensamiento, invocando secretamente la irreductible verdad y el misterio del universo.

jueves, 13 de abril de 2017

Ayer durante la mañana, antes de las presentaciones, mientras instalaba el data en la sala del segundo ciclo A, un par de cabros se me acercó a comentar cosas. Preguntaron si íbamos a ver una película o una serie. De pronto una chica, a propósito de los comentarios, me hizo otra pregunta más personal: Si había visto una serie llamada Death Note. Que si le respondía que sí, me iba a volver su profesor favorito. Por supuesto que mi respuesta fue afirmativa. En eso, otro cabro agregó que si acaso uno los iba a anotar en una libreta como la de la serie si se portaban mal. Ante la gracia del alumno, le respondí que no, que solo era un libro de clases, no una death note, aunque a ratos pretendiera parecerse. El acto de escribir asociado a la muerte. La relación descubierta por el cabro no fue simplemente una asociación al voleo. Fue una intuición demasiado oportuna.

Después, otro chico, cuando ya estaba a punto de proyectar el data hacia la pizarra, a modo de cine, me preguntó si acaso esperaba la tercera temporada de Twin Peaks. Le respondía que andaba expectante, que sería de aquellos regresos repletos de nostalgia. Se notó que el chico seguía de cerca la legendaria serie. Luego de aquellas digresiones, los cabros debían plantear un tema en grupo y exponerlo frente al curso en forma de debate. El del cabro que preguntó sobre Twin Peaks debatió con su grupo sobre el tema de la violación. El de la cabra fanática de Death Note, posteriormente, estableció un foro sobre el tema de la delincuencia juvenil. Lo más insólito de todo es que sus temáticas guardaban también una relación secreta con las series mencionadas. De ese modo, exponían frente al curso como nunca, con entusiasmo, e incluso con elocuencia. Hay algo en el desarrollo de la ficción que supera el plan curricular. Un elemento que actúa sobre la imaginación. Que supera la brecha entre lo popular y lo académico. Un factor de diletancia que posibilita de pronto intervenciones de antología.

Ya al salir a recreo, la chica del anime se refirió nuevamente a la libreta. "Merezco una anotación positiva al libro, mister", agregó mientras se despedía. Finalmente, me señaló que no me confundiese de libreta. Que solo escribiera sobre su participación en el libro de clases. Ninguna cosa más. Así, podría volver tranquila a casa, intuyendo que su nombre en el papel puede realmente hacer la diferencia entre la vida y la muerte.


miércoles, 12 de abril de 2017

Espías del amor pretende mostrarle a sus televidentes la gran verdad, la gran desilusión detrás del montaje sentimental, pero también le hace creer a los enamorados que su ilusión puede tener un lugar privilegiado incluso más allá de la frivolidad de la pantalla. Revelación y simulación por partida doble.

Galletas

El loquito de la casa en la cocina estaba guardando unas galletas en bolsas. No eran de las comunes y corrientes. Eran de "aquellas" galletas. Decía que con unas tres se podía pegar un viaje piola. Explicaba que era distinto comer que fumar, por el simple hecho de que el humo se procesaba rápido, pero a la vez era rechazado con mayor velocidad. En cambio, al comer, el proceso resultaba más lento, si se quiere progresivo, pero pegaba con mucha más fuerza. Le hice saber que hasta el efecto era muy distinto. El humo vuela, pero la comida al parecer consigue un efecto de trip. Hablaba de que otro compadre prácticamente hacía cualquier cosa con marihuana. Queque, mantequilla, leche, etc. Le decía que hasta podría formar una "Pyme". "Tss, ojalá", señalaba el loco. En eso llegó otra compañera del depa. El loquito le ofreció un par de galletas: "Para la once", le dijo. La compañera, sabiendo de cuales eran, dijo que pasaba, que ya las había probado, pero que mañana tenía que trabajar. Quizá otro día, con más tiempo, con más ganas, agregaba, con una sonrisa corta, mientras volvía a buscar una sartén para cocinar. Quedé de comprarle entonces un par de galletas al loco. Le dije que mañana en la tarde, después de la pega, sería la mano. "Todo sea por un viajecito hacia el otro lado", concluía el loco, mientras se esfumaba hacia su pieza, y prendía la única luz al fondo del pasillo

lunes, 10 de abril de 2017

Ateísmo y Semana Santa

Hay una frase que anda circulando por la red, sobre los ateos que de todas formas descansan durante semana santa, pese a no profesar el cristianismo. Proviene de un enlace de una página que busca denunciar inconsecuencia en aquellos que se dicen ateos pero, sin embargo, adhieren al feriado religioso. Según las distintas réplicas a aquella frase, existen dos formas de argumentar en contra de aquella denuncia: 1) A la premisa del ateo que tiene vacaciones en semana santa, se le opone otra premisa, que constituye más bien una falsa analogía: "Aunque seas religioso de todas maneras tienes una serie de ansiolíticos en tu botiquín". Intenta equiparar el hecho de que también el religioso es inconsecuente al confiarle más su salud a la medicina, de arraigo científico, que a su fe cristiana. La acusación entonces presupone que ser creyente y tomar medicamentos constituye una contradicción, cuestión que, desde el punto de vista de la pureza de principios, resulta correcta, pero, desde el punto de vista práctico, resulta absurda. 2) Aquella primera premisa, en cambio, es refutada aludiendo ya no a una coherencia de principios sino que a un simple asunto legal. El código laboral estipula que los días de semana santa son feriado para todos los trabajadores sin excepción, independiente de su creencia o no creencia. He ahí la diferencia fundamental. La cuestión del feriado en semana santa se vuelve algo meramente administrativo, un paréntesis "espiritual" dentro de la larga rueda productiva. En este caso, un creyente que defendiera la premisa de la primera frase, si fuese proselitista, saldría a proclamar que un ateo que fuera realmente "fiel" a sus principios no descansaría durante ese feriado. Pero claro, en términos pragmáticos, y acercándose el fin de semana, nadie que esté lo suficientemente inmerso en su trabajo se va a poner a cuestionar su consecuencia o inconsecuencia si eso le significa arrancar por un tiempo de las obligaciones. El meollo del asunto no es, entonces, si se es fiel o no fiel a determinados principios, sino en qué medida esos principios son funcionales a nuestra voluntad (Conclusión maquiavélica). La consecuencia de la sociedad en su conjunto es directamente proporcional a su grado de neurosis. Por ende, ya no caben dilemas ni embrollos ideológicos en ese punto. Todo vale con tal de que un fin de semana santo se pueda celebrar simplemente el hecho de no hacer nada, comer pescado frito y vino como si ese fuese el rito de nuestra eucaristía posmoderna. De ese modo, e interpretando libremente a Voltaire, "cuando se trata del ocio todos somos de la misma religión".

domingo, 9 de abril de 2017

Un titular de una página señala que ISIS ataca iglesias en Domingo de Ramos y mata a decenas de cristianos en Egipto. En Valparaíso, mientras tanto, la Catedral les abre la puerta a sus feligreses. Venta de ramos por doquier le hacen la pelea a los libros y a los enseres para la casa. Queda claro que para una parte del mundo, la religión significa la guerra; para la otra, en el otro extremo del globo, significa una oportunidad para comerciar. El día Domingo entonces se halla a medio camino entre la guerra y el negocio clandestino. En el intersticio entre ambos, todo el resto de la población camina incrédula, desocupada.

viernes, 7 de abril de 2017

Instituto 1984

Se cumplió lo inevitable. En la oficina de la secretaria una pantalla gigante con alrededor de 16 cámaras, entre las cuales se incluye un visionado de las salas de clases. La medida fue tomada, por supuesto, a espaldas de cabros y profesores. La mirada de la secretaria hacia la pantalla la delataba como televidente. 

Cuando comenzaron las clases, muchos cabros, por supuesto, reclamaron contra la medida. Uno de ellos me mostró, durante la prueba de la mañana, un reglamento sacado de internet que prohibía el uso de cámaras en el aula. Ese mismo cabro luego conversó con nosotros, yo y el profesor de historia, en la sala de profesores. Ambos concordamos en que se trataba de una "salida de madre", una decisión vertical tomada a puertas cerradas. Sin embargo, se llegó a una zona intermedia, si se quiere tibia. Con un pie en la institución y otro fuera. Planteamos que no era negativo per se el uso de cámaras con un fin cautelar en el instituto, sino que lo era su uso para motivos punitivos dentro del aula. El propósito de las cámaras era el que debía hacerse transparente. No necesariamente la decisión sobre su instalación. El cabro dijo que conversaría con la presidenta de su curso para llegar a un acuerdo y hacérselo saber al director. Con el profesor de historia le planteamos que era conveniente que hicieran una constancia escrita firmada para todos, en donde le exigieran al director transparencia en los fines de la instalación de cámaras. Y que después de eso tomaran una resolución. Que si se quedaban de brazos cruzados el ojo los seguiría observando de todas formas. El cabro entendía lo que tenía que hacer y se iba a la sala, con una seña entre entusiasta y suspicaz. 

Ya de vuelta, la reticencia de algunos se hacía sentir. Una cabra señaló que mejor que cámaras hubiesen puesto cortinas para la sala. Otro compañero manifestó que pagó para estudiar, no para entrar en un reality show. Sin embargo, uno de ellos, menos lúcido, pero también más espontáneo, aprovechó de bromear sobre el hecho de que uno mismo, al pasearse demasiado por la sala, parecía una suerte de guardia: "Se pasea mucho, mejor lleve usted una cámara amarrada a la cabeza". No pude evitar una carcajada. Sus compañeros le seguían las de abajo. De esa forma la propia clase, al verse reflejada desde afuera, se fue volviendo poco a poco una realidad impostada. 

De pronto, y casi de forma inminente, el director entró a la sala de primero. Le preguntó al curso de manera vehemente quien había alterado la cámara de la sala. Ante la negativa y la indiferencia de los cabros, notando que, muy a nuestro pesar, se estaban "haciendo los hueones", les señaló que el instituto tenía un perfil de educación para adultos. Que el perfil no estaba orientado a la dinámica escolar. Que, por ende, no se permitirían conductas infantiles ni tampoco alegatos contra las reglas tomadas por la directiva. El curso entero lucía escéptico, extrañamente tranquilo, como el clima de una galería que espera con frialdad la gracia del animador. No había bulla ni desorden. Silencio, solo un inquietante silencio. Algunos me observaban mientras borraba la pizarra, alegando complicidad de forma subrepticia. El dilema moral afloraba entonces detrás de ese aleccionamiento. ¿A favor del alumnado, a favor de la institución? ¿O, de forma inexorable, solo a favor de uno mismo? Mientras la cámara de la sala continuaba impenetrable, resguardando su paradójica sensación de vigilancia y seguridad.

miércoles, 5 de abril de 2017

Hay estrellas de la música, estrellas del cine, hasta estrellas del deporte. Sus acciones, sus obras, al alcanzar su máximo esplendor, están destinadas a una nomenclatura idéntica a la del sol. Son llamados estrellas a secas, como sinónimo de gloria. Sus hazañas generan tal desconcierto colectivo que son capaces de obstruir la frágil rueda de la sociedad. Para los escritores, en cambio, siempre a contraluz de todo, no cabe otra clasificación mejor que la que inventó Schopenhauer. Los escritores como estrellas fijas, planetas y estrellas errantes. Agregaría a ese astrológico bestiario los asteroides, los satélites artificiales, y definitivamente, la basura cósmica.

Cámaras escolares

Al salir de clases hoy estábamos conversando con el profesor de historia en la sala de segundo. En eso llegaba el director y nos señaló una medida que, según él, sería la definitiva, el milagro disciplinar: colocar cámaras en lugares estratégicos del instituto, incluido en las salas. Al oír sobre la medida, ni a mí ni al colega nos agradó en absoluto. "Ni que la wea fuera pelicula", me dije de improviso. Pensé de inmediato en el Gran Hermano, en el panóptico, en la biopolítica aplicada al reducto educativo. El colega de seguro pensó en algún episodio escabroso de la historia. El nuestro. El de todos los funcionarios.

El director se estaba dando vueltas por todos lados verificando que no hubiese nada anormal. Su labor fiscalizadora tiene en realidad una explicación: La arremetida de los cabros que fuman dentro y fuera del instituto. El colega de historia decía que los cabros no estaban simplemente fumando por una cuestión hedonista. Su conducta a ratos errática, a ratos desafiante, se entendía como una forma de tensionar el límite de autoridades dentro del instituto. Su afición en el fondo era un juego de poder. Sin embargo, la medida de las cámaras nos parecía demasiado extrema. Sobre todo aplicada en la sala de clases. ¿Quién vigilará a los vigilantes? Es la pregunta de rigor en este caso. El colega de historia alegaba que si se llegasen a instalar cámaras en las salas, las clases inmediatamente se volverían verdaderos laboratorios, escenarios impostados donde un ojo ajeno estuviera constantemente evaluando y fiscalizando una situación, forzando de acuerdo a un mecanismo externo la relación subalterna entre el profesor y sus alumnos: "Imagina que no solo el director sea el personaje detrás de la cámara, el ojo del observador, sino que sea un ente superior, algún mercenario del ministerio, que dictamine, con criterios arbitrarios, distantes al aquí y ahora de la dinámica de la clase, qué es lo que deben o no deben hacer los profesores y sus alumnos dentro de las aulas. Se perdería la espontaneidad, la privacidad, la orgánica. Estarían violando el espacio de la clase, modificando la realidad a su antojo". Más o menos eso era lo que el colega de historia acotaba sobre lo negativo de la medida. Le comentaba de vuelta que quizá lo de las cámaras sea solo un aviso para meter miedo, cosa que sonaría del todo ridícula. A lo mejor, las cámaras estarán en zonas extra pedagógicas, solo como medida cautelar. Nada en realidad era cierto respecto a la futura instalación de esos visores del demonio.

Justo cuando salíamos de la sala, volvió el director y le explicamos nuestro descontento con la medida. El director en el fondo comprendía cada uno de los puntos en contra. No recurría a la falacia de autoridad para no propiciar una distancia demasiado evidente. Hizo en cambio algo inteligente: simplemente le bajó el perfil a la existencia de las cámaras, remarcando su futuro propósito preventivo y no punitivo. "Tranquilos, que las cámaras se activarán en los pasillos para captar que todo ande en orden. Nada más". Esa explicación era, en cambio, la excusa perfecta. La aparente reforma en el propósito de las camaritas para aprobar su instalación de forma subrepticia. Ante eso, el colega seguía afirmando que no era necesario. Al menos, que las cámaras no eran necesarias dentro de la sala de clases. En ese momento le seguía la corriente al colega para sumar fuerza contra la propuesta del director. Notando la desavenencia, entonces, señaló que para el día sábado, en una reunión extraordinaria, se discutiría el tema cámaras de forma oficial, con todo el equipo docente. Una vez de acuerdo con la reunión, el colega y yo asentíamos. El colega lo hacía para sí, de una forma un tanto suspicaz. Cuando salíamos de la sala del segundo rumbo a la sala de profesores, el director, de repente, con ánimo buena onda, bromeó diciendo: "Los voy a tener a todos identificados". Solté una risa corta. Algo forzada. El colega de historia, por su parte, siguió su camino, mientras el director volvía con entusiasmo, raudamente, a su oficina.

lunes, 3 de abril de 2017

Mientras estaba afuera en la calle, sin poder entrar al edificio, un gato se escondía detrás de un kiosco. Miraba fijamente a una torpe paloma que estaba en medio de la vereda sin inmutarse. La mirada del felino se clavaba fija en el ave. El viento le seguía la corriente. Pero a ratos lo traicionaba. Porque la paloma se movía al compás del viento. Se mantuvo estoico en una posición sigilosa, esperando el momento de abalanzarse sobre el animal alado. Estuvo harto rato tanteando la posibilidad. En cierto minuto, “la pensaba” demasiado. No sabía que otro observador se hallaba deseoso, expectante de que él cumpliera su cometido natural. En eso, sin mediar aviso, un sujeto joven, con audífonos, cruzó justo al medio de la trayectoria que separaba al gato de la paloma. Digamos que cruzó la trinchera de una latente cacería. El gato no se daba cuenta, demasiado concentrado en su presa, pero el sujeto cruzó casi a un costado de la paloma, temiendo que esta saliera volando y frustrara el objetivo de nuestro felino. Sin embargo, la paloma permanecía allí, sin que nada la perturbase. Algo pasó de pronto, que el gato comenzó a retroceder lentamente. Y, al mismo tiempo, la paloma, sin viso de querer volar, fue caminando hacia la acera. Parecía que el gato estuviera encontrando un mejor ángulo de acecho, o un espacio más discreto, pero, contra toda expectativa, estaba desertando de la cacería, en un auto sabotaje inaudito. La paloma seguía caminado con calma, solipsista, como si nunca hubiese advertido la presencia de nadie, ni de quien suscribe ni de su frustrado cazador. El gato, a lo lejos, ya sin ninguna señal ni esperanza, saltó hacia la ventana abierta más próxima. En realidad, nunca fue de la calle. Siempre fue una mascota doméstica. Su intento de cacería en la calle era quizá su forma de probarse ante la naturaleza, todavía como un ser salvaje, que no ha perdido del todo su instinto de sobrevivencia. Así como la paloma nunca dejó de ser lo que fue, el gato, en cambio, se volvió repentinamente humano. Conoció de cerca la frustración, la indiferencia de su presa, y, por extensión, la del mundo, mientras volvía apurado por aquella ventana, seguramente a pasar el hambre con un poco de leche o de atún congelado.

Mini Market Norma

El otro día mi madre me contó una noticia que según ella me mataría. Literalmente. Una noticia que le contó la abuela del Cerro La Cruz un día que fue a visitarla. Resulta que su hermana Cecilia vivió toda su vida cerca de la población número 5 de Gómez Carreño. Le habló que allí había una señora vendedora muy conocida en el barrio. Su negocio era el único en toda la cuadra. Siempre iba a comprar allí la abuela con su hermana en aquellos años, incluso cuando ya se habían instalado definitivamente con toda la familia. El negocio era llamado Mini Market Norma. La dueña era una señora muy popular, porque además de esa faceta comercial se le conocía por su pasión: la música. Se le veía salir al bar Cinzano en Valpo en busca del ambiente bohemio de la zona. Inclusive, se le escuchaba componer canciones campestres que tocaba para los suyos en las juntas de vecinos. La señora Norma entonces se debatía entre su tienda y entre sus aventuras musicales. Para ella, decía su propia hija Myriam, la música era su auténtico rubro. De hecho, luego de nacer la primera nieta, poco a poco buscó inculcarle ese su arte, que creía poder iluminar el destino y el corazón de todo el barrio, en esa Viña del Mar opacada por la crudeza del contexto, a modo de presagio sobre lo que debía suceder en todo el país, en aquel tiempo álgido archisabido por todos. Años 80. La relación de la señora Norma con su nieta era muy fuerte. La unía aquella convicción artística. Myriam seguía de cerca ese lazo fecundo, inaudito, mientras se ocupaba del viejo negocio de su madre. La abuela le dijo a mi madre, que un día al llegar a la tienda de la señora Norma vio a dos niñas entusiastas, ayudando con las ventas y con los productos. Años más tarde, se enteró que lamentablemente la señora Norma había fallecido hacía un tiempo. Que casi todo el sector de Gómez Carreño se hallaba de luto. Que la tienda del barrio iba a ser atendida completamente por la señora Myriam. Así, le terminó de relatar quienes eran aquellas misteriosas niñas que colaboraban con el negocio. Una de ellas, la que ayudaba en el mesón, la mayor, resultó ser precisamente la nieta regalona de la señora Norma, aquella a quien acompañaba a cantar boleros, y a quien le enseñaba todos sus secretos. Esa pequeña niña se llamaba Norma Monserrat, en honor a su abuelita. Monserrat Bustamante. Hoy conocida por todos como Mon Laferte. Al terminar de escuchar aquella noticia de boca de mi madre, un fin de semana, ciertamente cumplió su cometido: Me mató dulcemente.... El resto ya es historia.

domingo, 2 de abril de 2017

Ella, la compañera del departamento, se había quedado afuera de la reja de la calle, ayer Sábado. Me llamó por si estaba en la casa para poder abrirle. Le dije que sí. Bajé entonces. Ya junto a la reja me comentó que esta vez no era porque se le había extraviado la llave, sino que porque no pudo abrir la puerta con ella. Intentamos ver si era un problema de la llave o de la chapa. Después de varios intentos, definitivamente el problema con la puerta era de la chapa. Se echó a perder o alguien de adentro la cambió. La compañera llamó al arrendador para avisarle. Decía que por mientras esperáramos hasta que él llegara para solucionar el asunto. Mientras subimos de vuelta al departamento, ella comentaba, preocupada, sobre quien habrá sido el que cambió la chapa, y por qué lo hizo. Le aclaraba que, por lo pronto, había que coordinarse con el resto de los compañeros para saber quien estaría en la casa y quién no. Asintió la idea, entendiendo que no quedaba otra, ante el misterio de la situación y la falta de explicaciones. Por fin, frente a la falta del acceso al hogar, se mostraría un poco de comunicación y de organización entre los inquilinos, aunque fuese por la fuerza, como medida de emergencia. 

La compañera volvía a la pieza. Quedábamos en que cualquiera de los dos le iba a avisar al otro sobre cualquier novedad. Eso, justo después de que ella mandara un mensaje a todos los inquilinos, por el grupo de whatsapp, contándoles la anécdota de la chapa. En eso tocaron el timbre del depto. Abrí y era una joven del quinto piso. Confesó que ella fue quien cambió la chapa, con autorización de la administradora del edificio. Sintió no haber comunicado la situación a tiempo a todos los inquilinos, y comenzó a explicar los motivos. La interrumpí para que viniese la compañera del depa. De ese modo, junto a ella, la joven explicó que cambió la chapa de la puerta para negarle al acceso a un supuesto ex que vendría de improviso durante el fin de semana, un ex que, de acuerdo a su versión, tenía prohibida la entrada al edificio. Nos mostró una foto del sujeto para que lo identificáramos y así le negáramos el acceso. La joven vecina volvió a disculparse ante el inconveniente y antes de despedirse nos mostró las nuevas llaves. Dijo que ya había hablado con el arrendador, y que, de todas formas, iba a estar repartiendo llaves a todos los departamentos del edificio. Con la compañera del depa dijimos que era una medida comprensible, pero hecha muy a puertas cerradas –paradójicamente-. De modo que ella, ante la falta de copias para las llaves, considerando que era ya muy tarde para ir a cerrajerías, se comprometió a sacarlas el lunes a primera hora y, acto seguido, propuso que hiciésemos un horario de la rutina de cada uno para el domingo, con tal de conocer el momento en que alguien estuviese en la casa y así coordinar el acceso de todos. 

En la mesa conversábamos un poco respecto al itinerario de cada uno. El día domingo, increíblemente, sería el día en que casi todos estarían afuera. “Sí o sí en algún momento la casa quedará vacía. Hay que ver cómo cubrir ese vacío”, dijo de forma entusiasta e incluso poética, la compañera. El hecho era que la casa quedaría deshabitada. El arrendador llamó pronto y se comprometía a dejar la llave nueva en el living. Quien se la llevara asumiría la responsabilidad sobre el acceso al departamento, al menos hasta el día lunes. Resultó, sin embargo, que ninguno de los inquilinos del depto se llevó la susodicha llave nueva. Así pasó toda la mañana y gran parte de la tarde, tiempo en que la casa efectivamente permaneció vacía, inaccesible, hermética. 

Ya de vuelta a la casa, el domingo por la tarde, me encontré yo mismo en la misma situación de mi compañera el día sábado. Afuera, en la calle, sin poder entrar. Solo que con la realidad del vacío de la casa. Llamé a mi compañera. Dijo que llegaría en una hora. Los inquilinos también decían algo parecido. Esperé un buen rato en la calle, tratando de que el vecino del primero, que vive cerca de la reja del edificio, me abriese gentilmente la puerta. Fue inútil. Música a todo chancho. Caso omiso o, sencillamente, departamento ausente. Solo me quedaba esperar a los demás o quedar a la expectativa de que alguien saliese por esa condenada reja y me permitiese el paso. Creí por un instante que, a causa de la situación de la joven que cambió la chapa por motivos sentimentales, muchos de los que viven en el edificio empezaran a confundir a cualquier extraño o personaje desconocido con el ex de la joven que tenía prohibido el acceso. Eso lo pude notar claramente en el último inquilino del edificio que intentó abrir la puerta. Efectivamente no pudo. Me acerqué y le expliqué todo, sobre el por qué la llave no abría la reja de la puerta, y sobre la verdadera razón del cambio de chapa. También le pareció que era una medida demasiado personalísima. El inquilino entró entonces por el costado. Con algo de desconfianza. Una suspicacia movida seguramente por el conocimiento de aquel lío de faldas. Prometió abrirme la puerta desde adentro. En ese transcurso de tiempo la ansiedad crecía. Hasta que, al rato, el inquilino abría sin problemas, pero todavía con la duda, con la incertidumbre sobre la subrepticia decisión de la joven que afectó por un día, quizá sin quererlo, a toda la comunidad. No deseaba que su ex entrase ni se pusiese en contacto en ella, pero, inevitablemente, también provocó que muchos, circunstancialmente, tampoco pudiesen hacerlo un día domingo. Dicen que el amor abre algunas puertas, pero también cierra otras. En fin, nada nos asegura que para la próxima salida, tras la caótica consecuencia de una decisión, la puerta de regreso continué abierta, ni que para la próxima entrada, recogiendo nuestra sombra, podamos volver a salir, ilesos, sin nada que contar.

Hell or high water

En Hell or high water veo algo muy similar a lo que vi en No country for old men. Una relectura del western moderno. Una visión crítica y ácida sobre el sistema norteamericano. La pobreza concebida como enfermedad, que se transmite de generación en generación, que empuja al hombre a obrar contra todo pronóstico, incluso transgrediendo la ley para defender la ley de los suyos. Los protagonistas se ven conminados a robar para pagar la hipoteca del rancho familiar. Se hace presente de inmediato Bertol Brecht con su oportuna frase: "¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?". Considerando que el banco para la película sea la sucursal del mal que aqueja a nuestros anti héroes. En ese dilema que enfrenta a los protagonistas, subvertir el orden con tal de velar por lo propio, percibo también el dilema de Heisenberg con Pinkman en Breaking Bad. Seguir el único camino para salvar lo que se ama, pero volverse malo en el trayecto, aun consciente de que en el proceso se corre el riesgo de perderlo todo. Por otra parte, en el retrato descarnado de la sociedad, leo además algo de Las uvas de la ira, aquel clásico retrato sobre el infierno de la migración campo-ciudad, sobre el infierno de las expectativas en una país que provoca brechas cada vez más infranqueables, profundas. Quizá nada haya cambiado realmente desde La gran depresión al Siglo XXI. El sistema sigue imperturbable, administrando la miseria, y lo único que alcanza a definir a los hombres, cuando ya no tienen nada que perder, es su elección a la hora de decidir matar o morir, vivir o caer en el intento. La película de Mackenzie, entonces, nos interpela, con sus acciones temerarias, con sus razones e intenciones tan áridas como el páramo que separa a los personajes de la civilización. Nos plantea directamente un desafío: hasta donde estaríamos dispuestos a llegar con tal de no perder nuestro mundo. Dispara con total puntería contra nuestro acomodaticio sentido de control y seguridad. Nos vuelve la cara a la verdad. A la total asimetría del poder. A la intemperie personal y colectiva. Brinda por todos los expulsados del paraíso del bienestar. Brinda por todos nosotros, contra viento y marea.