viernes, 28 de febrero de 2014



"Para comprender, me destruí. Comprender es olvidarse de amar. No conozco nada más al mismo tiempo falso y significativo que aquel dicho de Leonardo da Vinci de que no se puede amar u odiar una cosa sino después de haberla comprendido."

Libro del desasosiego, Fernando Pessoa


Cuando veo el festival, lleno de luces, cámaras, como es de tradición, paraísos artificiales que sitúan a chilito a la vanguardia del envase y del progreso sudaca, pienso en las bandas que son catalogadas como rock , como si al subir al escenario entraran a una platea que los iguala a todos, igual de felices con las llaves de la ciudad, su platita y su espíritu cosmopolita. Todo lo que sube inmediatamente es pop, y el festival es como el gran ágora donde todo el pop del planeta se rasca el ombligo, de acuerdo al humor de esa gran masa que es el monstruo, metáfora del pueblo que entroniza a sus domadores, sus artistas pop.

Asumo que toda la inteligencia detrás del show sabe a la perfección el surgimiento del rock, como industria, sí, con las discográficas, como espectáculo, sí, con el art rock de los setenta, como revolución, sobre todo, con la euforia de las grandes bandas y los sonidos rebeldes del punk y del rock and roll afroamericano. Pero si asumen la historia del rock desde esa cadena, están también asumiendo que era el ritmo de los negros de norteamérica que estaban subyugados por trabajar para los burgueses (los mismos que habitan hoteles más costosos que una carrera universitaria, o que el capital de una banda underground), encontrando una sálida en la música y en la tribu. De ese espíritu se desataría la chispa, el sentimiento interior de esa gente. En un acto de creación, vuelto ritmo y grito, se volvería la efervescencia social en las mentes juveniles, el grito siempre vivo, simple como el hambre, la palabra y los cojones para plantarse frente al globo y cantar sobre las realidades y verdades hirientes.

Supongo que los ingenieros del show viñamarino, considerando aquel panorama, están pensando en términos de pop. Está bien, es parte del juego posmoderno, y el mercadeo relamido, pero se trata de algo excesivamente festivo, siempre como un escapismo feliz, estúpido. Se olvidan de que existió Violeta Parra, madre ilustre del rock chileno, de que la música también puede morir de un escopetazo. No entienden que el arte y sobre todo el rock acarrean la gravedad de las influencias, y debe ser desenfadado y explosivo. Efectivamente el bolsillo invade las mentes. Los viejos debiesen ceder la llave del circo a los nuevos. Se puede ver graficado, por ejemplo, en bandas como Los Tres, que, pese a su calidad, mantienen una actitud aunque cínica demasiado deferente con el aparataje. Se les aprecia consagrados, mimados por el estado, por las cámaras. Si repiten fue solo para la pantalla y para el pasado. Y, por otro lado, el debut para el bronce de Gepe, que, siendo notable en ejecución, quizá demasiado estrafalario y amigable en propuesta, lo cual no deja de ser en todo caso, sintomático de la nueva ola de cantautores que tranzan a la primera, cuando se trata de conducirse de manera subterránea y luego asaltar a los ídolos.

Faltan bandas de rock sin miedo al futuro, con las llagas de la historia en la garganta, con escándalo, violando las reglas, electrocutando los conceptos. El festival, conociendo ese escenario, no quisiera simplemente televisar el hervidero de ese sonido, por opaco y por demasiado arriesgado. Al menos que a sus agentes se les suba los humos a la cabeza y apueste por la gaviota del éxito, que no asegura nada excepto unos cuantos placeres y opios.