martes, 29 de enero de 2019

Los libreros, entre ellos los de Metales pesados y Qué Leo, alegan contra la librería popular de Jadue por competencia desleal. La socia de Metales pesados sostiene que por qué mejor no refuerza las bibliotecas, y el de Qué Leo argumenta que las ofertas en los precios no deberían ser lo relevante sino que el catálogo más allá del precio general de los libros. En todo momento, el foco de atención está puesto en el libro en cuanto producto comercial. La discusión pasa por un asunto eminentemente financiero y, de soslayo, ideológico. El compañero Yuri en Valpo, por ejemplo, también se jacta de vender sus completos más baratos. Pero no hay ahí ningún otro vendedor de completos parándole el carro. Simplemente se instala, arma su negocio y ya. La cuestión es qué se gana rebajando el precio de los libros. Y, por otro lado, qué tiene que ofrecer el vendedor aparte de esa rebaja. Pienso tal vez en los locos que venden libros viejos en la O Higgins o en alguna que otra feria de antigüedades. De repente los compadres se exceden en los precios de los libros y a la larga no hay mucha diferencia entre comprar un best seller en la Antártica que en la misma calle, pero la gracia está en que en la calle hay más posibilidad de regatear y de encontrar variedad de literatura. Abundan en la calle los gruñones mercaderes de libros que venden los usados como si fuesen palta, pero también los aficionados que te hacen un precio pesando el valor "real" de tal o cual libro según su carácter de culto o su contenido particular. Es cosa de buscar con lupa y de sacar con pinzas.
Vuelve Houellebecq y su ácida ironía autoflagelante en Serotonina: "Los indeseables efectos secundarios producidos más habitualmente por el Captorix son la náusea, la pérdida de la líbido, la impotencia... Nunca antes había sufrido náuseas".