viernes, 16 de junio de 2023

"En la soledad no se encuentra más que lo que a la soledad se lleva". Juan Ramón Jiménez.

“En su soledad absoluta un escritor intenta explicar lo inexplicable. Y si uno es lo suficientemente consciente como para saber que no será capaz de lograrlo, entonces es que no es un escritor en absoluto. Un buen escritor siempre trabaja con lo imposible”. John Steinbeck
En una calle a dos cuadras del colegio, cuando caminaba de vuelta rumbo a la estación, un alumno me divisó y cruzó la calle para acercarse. Se trataba de uno de los más conflictivos, al punto de anotarlo prácticamente todos los días. "Profe, disculpe, quería pedirle un favor", dijo el cabro, un tanto apresurado. "Hola, estimado, dígame ¿qué favor?", le pregunté, siempre con el trato cordial, pese a todo. "Necesito quinientos pesos. Por fa, profe", pidió el cabro. Su tono era mucho más modesto que el que solía tener en clases, el cual se volvía disruptivo y, muchas veces, irrespetuoso. Yo tenía suficiente plata para pasarle, pero, en su momento, dudé. No quise darle. Recordé todas aquellas veces que el cabro había interrumpido las clases para escuchar música, gritar en la sala, calentar el asiento o arrojar papeles a sus compañeros. De paso, dirigirse a mí de tú a tú, pasando por alto la distancia. Cavilé unos segundos sobre la mala conducta del cabro, y todo lo que representaba, pero luego volví a mirarlo a la cara. Su gesto parecía sincero. No había para qué guardarle tanto rencor. De esa forma, me tragué el orgullo y saqué mi billetera. "Veamos si anda de suerte", le dije, y escarbé entre las monedas guachas que tenía, una de quina. "Ahí está. Es su día de suerte, estimado". El alumno tomó la moneda de quinientos, satisfecho, dijo que gracias, profe, y se fue rápido en dirección contraria. De haberle dicho que no, cuestión también legítima, el cabro sencillamente se habría ido y se habría conseguido la plata por otro lado, pero me reprocharía el haberle negado ese favor solo por un gesto de resentimiento. Caí en la cuenta de que el cabro era de una forma en el aula y de otra fuera de ella, que resultaba contraproducente de mi parte proyectar al mismo cabro conflictivo de la clase con el caminante de la calle. ¿Y yo seguía siendo el mismo, acaso, tanto dentro como fuera del colegio? ¿O era profesor incluso hasta para prestar plata? Qué más da. Esa moneda prestada era, después de todo, la garantía de un encuentro necesario. Había reconocido al cabro más allá de su mala fama, y él me había reconocido, más allá de mi papel disciplinario en la sala de clases. La moneda se había vuelto el emblema simbólico de este reconocimiento. No le exigiré al cabro su devolución. Solo le exigiré lo único que puedo exigirle: dar lo mejor de sí.