miércoles, 15 de febrero de 2017

Bruno Bernal, atleta y poeta

“Me llamo Bruno Bernal, vivo feliz con mi soledad y con mis costumbres ermitañas, soy como un álamo güacho, o como un tamarugo en el desierto, soy como un pájaro de largo vuelo que despliega sus alas en busca de libertad”. ¿Palabras de un poeta? Más bien son las palabras del corredor porteño Bruno Bernal, a estas alturas ya considerado una leyenda. Según cuenta en una entrevista, comenzó a correr motivado por la Naturaleza, a los 35 años en Lonquimay. Luego de su trabajo de aduanero, se internaba a través de la soledad de los bosques y los bordes de los riachuelos. Al llegar a Valparaíso continuó como funcionario de la aduana, y fue allí que consolidó de a poco su figura de corredor inmortal. Se dice que corrió en la gran maratón del año 2001, alcanzando una marca histórica. Escuchar sus consejos deportivos era como escuchar los resabios de algún monje zen, que de pronto encuentra en la actividad atlética una filosofía de vida. Un justo medio. Un haikú cinético. Recuerdo haberlo visto pasar por Barón, y en otra oportunidad cerca de la Altamirano. Cada vez que pasaba por ahí, otros corredores anónimos lo saludaban con una suerte de simpatía pero a la vez con un respeto como milenario, más allá de lo mediático. No se le conoció familia ni descendencia. Tampoco se sabe mucho de su vida personal antes de su etapa de atleta, y eso es lo más esencial de todo. Tampoco se sabe mucho sobre su desarrollo profesional. Solo se conoce su obra, su espíritu incansable proyectado hacia un destino. Bernal era además un lector y un poeta. En su pequeña casa coleccionaba diarios con las últimas efemérides del mundo en más de veinte años. Era prácticamente tan hábil lector como corredor. Hablaba de la historia del chile decimonónico tan bien como hablaba de sus aventuras y desventuras maratónicas. Escribía, en sus entretiempos, de vez en cuando algunos poemas, a modo de calentamiento mental. Escribir versos era también a su manera una forma de correr, a través de una pista imaginaria: la hoja en blanco. Desplegando un trayecto sobre la marcha. Escribir y correr eran para Bernal, a fin de cuentas, una misma cosa. 

Conversábamos con un amigo a propósito de su partida. Su figura recuerda a ratos a los poetas beat. Aunque sin los excesos de estos últimos. Solo quizá su carácter subterráneo, de culto, de devoción a la vida y a la energía que en ella imprimía por cada gota de sudor y por cada letra sobre el papel. Al escribir sobre este literal caballero andante, pensé en Robert Walser y su clásica novela El paseo. En aquella novela los acontecimientos se le iban presentando al protagonista a medida que iba paseando sin un motivo demasiado sólido. El paseo era en cierta medida una escritura de su vida sobre la cual reflexionaba su condición mendaz. En Bernal se podría hacer el símil con su ejercicio atlético. Cuántas experiencias fue capaz de conjurar en ese límite cinético de la vida con su disciplina. Eso solo él lo podía saber, en ese su movimiento indomable, pero también riguroso. Podríamos decir que Bernal fue un poeta del atletismo. Y estaríamos haciéndole justicia. Pero también podría llamársele un atleta de la poesía, puesto que su verdadera obra era indistinguible de su pasión. En fin, uno de aquellos personajes entrañables del puerto, que parten con él y en él acaban habitando, recorriendo cada espacio como si fuese el último, pero también el primero. Nuestro propio bartleby del atletismo. Nuestro maratonista de la poesía.