viernes, 21 de noviembre de 2025

Nosferatu, Drácula y Frankenstein: el resurgir de los monstruos románticos

Si hay algo que destaco de Nosferatu, de Robert Eggers; Drácula, de Luc Besson; y Frankenstein de Guillermo del Toro, es precisamente su renuencia a adecuarse a obras anteriores y su apuesta decidida por una mirada de autor sobre tres de las criaturas más icónicas del cine. Tal parece que el 2025 es el año en que el cine quiso sacar del abismo sus viejos terrores y los hizo resurgir en monstruos románticos, mediante un ejercicio tan nostálgico como perverso. Encontramos en cada película la representación genuina de un imaginario propio, en lugar de una mera adaptación que reproduzca los códigos de un molde ya establecido. Así, en el nuevo Nosferatu, interpretado por un soberbio Bill Skarsgård, hasta la figura del Conde Orlok luce muy distinta a la del clásico de Murnau o incluso la de Herzog, interpretada por Klaus Kinski. Este Nosferatu se parece más a un monstruoso noble transilvano, usando un bigote que recuerda a Vlad el Empalador. Eggers nos sumerge de inmediato en una atmósfera gótica, con los tonos oscuros y densos predominantes en la estética de su cine.

El personaje de Nosferatu, que ya de por sí es una reinterpretación del Drácula de Bram Stoker, simboliza la tragedia y asola las inmediaciones humanas cual vampiro apocalíptico, trayendo la peste allí donde deja su estela de sombra. Solo una persona podría liberar al mundo de su maldición: una mujer, una mujer con la cual el oscuro Conde está obsesionado: Ellen Hutter, interpretada por Lily Rose Depp, la hija de Johnny Depp, en una actuación que resalta su versatilidad y, al mismo tiempo, su fragilidad frente a la pasión enfermiza. El corazón de la historia recae sobre Nosferatu y Ellen, y ese tópico se desarrolla también, bajo otro relato, en Drácula y Frankenstein, solo que acá se trata de una pretensión romántica y un irrefrenable deseo sexual ante el cual Ellen sucumbe, en la escena final, dejando que el Conde caiga rendido a sus brazos, consumado el acto, y espere el amanecer para morir con los primeros rayos del Sol. Desenlace fatal en el que Ellen muere desangrada (¿acabada?) y Nosferatu es pulverizado con la luz de un amor demasiado intenso. Bellísima y grotesca imagen.

Algo distinto ocurre en el caso del nuevo Drácula. La representación de Luc Besson profundiza mucho más en el romanticismo entre Vladimir de Valaquia y Elisabeta, en un amor que trasciende el destino histórico de sus implicados (¿el “quinto elemento”?) para desafiar los propios designios del creador y los límites entre la vida y la muerte, haciendo del tiempo una penitencia eterna y de la amante una figura devocional, al punto del exceso y la locura. El propio Luc Besson, seguramente, al prever la respuesta crítica que tendría su obra, la subtituló con la leyenda: A love tale, “una historia de amor”, como dejando en claro que se trata de su propia interpretación en clave romántica de la obra de Stoker y, dicho sea de paso, para anticiparse a cualquier acusación de cursilería y a una comparación inevitable con la legendaria película de Francis Ford Coppola.

El resultado fue una película que explota al máximo el melodrama amoroso: un antiguo príncipe del siglo XV que jura vengarse de Dios por arrebatarle al amor de su vida, Elisabeta, en el campo de batalla. Entonces, urde un plan maligno para desafiar a la propia muerte, mantenerse en estado vampírico y encontrar la forma de poder cautivar a la reencarnación de su prometida. Es así que Vladimir se convierte, con el paso de los siglos (cuatro, para ser exactos), en el Conde Drácula, y espera poder cumplir su tan anhelado propósito, aunque para eso se haya convertido en una criatura blasfema, plena de una oscuridad tan barroca como inquietante. Y es que el Drácula interpretado por Caleb Landry Jones se manifiesta como un auténtico ser gobernado por las tinieblas. No hay en él nada que recuerde al Drácula elegante de Lugosi, al imponente de Christopher Lee ni al sofisticado de Gary Oldman, todo lo contrario. Estamos ante un Drácula maldito, caído, vuelto un ser oscuro como por castigo divino, sometido a sus pasiones, siempre al borde de la locura, exponiendo su profundo dolor como herida de guerra. Se trata de un patetismo perpetuo que el actor supo representar con total desparpajo y desenfreno.

Durante la película, el encuentro entre Drácula y Mina, la reencarnación de su amada, interpretada por Zoe Blue, se desenvuelve de forma seductora. El Conde recurre a un encanto irresistible para cortejar a Mina y “recordarle”, en el fondo, su antigua encarnación y, al mismo tiempo, aquella pasión que sobrevivió a siglos de infamia y angustia. Mina acaba siendo seducida sin demasiada resistencia. Casi parece que hubiese invocada, en su lugar, una antigua versión de ella misma que el Conde logró traer de vuelta. De tal forma, el rol de Mina en la trama se limita al de servir de musa deseada. Resulta creíble la pasión entre ambos, pero faltó quizá mayor desarrollo dramático para darle a la historia una sustancia algo más compleja y verosímil. En suma: el Drácula de Luc Besson se siente virtuoso en su arrebato enfermo, más amante enfurecido que maestro de la noche. Solo recordar el final, cuando él mismo se sacrifica a manos del sacerdote, con tal de salvar a su doncella y redimirla de la maldición divina que él personificaba por entero.

Falta el monstruo de Frankenstein en la ecuación, aquel Moderno Prometeo de Mary Shelley que siempre fue el proyecto soñado de Guillermo del Toro. Hoy, emulando al doctor Victor, el director mexicano por fin le dio un corazón y una descarga eléctrica a su nuevo vástago. De esa manera, el nuevo monstruo de Frankenstein, interpretado por Jacob Elordi, tiene mucho de sello personal, humanizante, aunque, si se indaga mejor, esta creación intenta parecerse más a la novela de Shelley que a las representaciones clásicas de Hollywood, como la mítica de Boris Karloff, en el año 1931. ¿Cómo así? Es cosa de remitirnos al monstruo más conocido: aquella criatura imponente, torpe en sus movimientos, hecha de cadáveres humanos, de piel verde podrida y con tornillos en el cuello. El monstruo creado por el director mexicano tiene un aspecto igual de poderoso, pero con un perfil completamente diferente, mucho más estilizado y hasta con un dejo de ternura y atracción misteriosa. Algunos han llegado a pensar que se trata de una versión descafeinada de la criatura, una adaptable para jovencitas lectoras de Wattpad o viudas de la saga Crepúsculo. Creen ver en el monstruo sencillamente lo que otras versiones cinematográficas han ido calando en el imaginario: algo irracional, repleto de fuerza bruta, un error andante. Sin embargo, quienes sostienen este argumento no caen en cuenta de la verdadera naturaleza romántica del monstruo original. Se trataba, de hecho, de un ser profundamente sensible, elocuente, aficionado al estudio y a la lectura, una especie de poeta decimonónico maldecido por su condición apócrifa. En la película, la criatura interpretada por Elordi es, ante todo, un ser incomprendido, despreciado por su propio creador, relegado al olvido y a la repulsión, circunstancias que solo alimentan sus emociones más profundas. Cabe recordar que son las dimensiones emocionales aquellas que configuraron el espíritu del Romanticismo, junto con la idea de la subjetividad y la libertad humana. Acá, la criatura asume completamente cada una de estas cosas como parte de su propio derrotero existencial.

Hay una parte memorable en la que el monstruo lee Ozymandias de Percy Shelley, el esposo de Mary Shelley. Se dejan leer las siguientes líneas: “Soy Ozymandias, el gran rey. ¡Mirad mi obra, poderosos! ¡Desesperad! La ruina es de un naufragio colosal. A su lado, infinita y legendaria solo queda la arena solitaria”. Se trata de una imprecación lírica contra la ambición fáustica de su creador. En efecto, Victor Frankenstein termina siendo atacado por su propia creación, luego de traicionarlo y dejarlo a su suerte. La ambición por emular a Dios y conseguir la perfección lo vuelve alguien peligroso, ¡una bestia! En el fondo, replica el ciclo de abandono y de violencia que ya había vivido con su severo padre. La creación científica sublima el trauma, la herida que pesa sobre su linaje y sobre su conciencia, pero a costa de deshumanizarla, de proyectar en ella las propias miserias de alguien consumido por el vacío de un poder sin límites. Ese es Victor en la película de Guillermo del Toro. Por este mismo motivo, Elizabeth, interpretada por la fantástica Mia Goth, lo rechaza y luego se siente atraída por la figura del monstruo, quien desprende un misterio, un dolor y una energía tan humana como romántica.

En este punto, la película desenvuelve una efímera relación que se vuelve el eco de otros tantos romances prototípicos, tales como el de “La mujer y el monstruo” de Jack Arnold, igualmente “Romeo y Julieta” de Shakespeare. En todo momento, queda patente la reinvención del tópico del amor imposible o del amor prohibido, solo posible en la muerte y la tragedia de uno o ambos amantes. “Si no vas a ofrecerme amor… entonces me entregaré a la ira, y la mía es infinita”, le grita el monstruo a Victor, su padre, en la película, al negarse a construir para él una criatura con la cual pudiera realmente vivir el amor. Tras la muerte de Elizabeth, el monstruo pierde el sentido. Asimismo, Victor, ciego de odio contra su “vástago”, lo persigue hasta el Ártico, donde es encontrado por la tripulación del capitán Robert Walton. A diferencia de la novela, en la película la criatura logra dar con el paradero de su creador y le cuenta su historia. Hay una redención entre “padre e hijo”, una escapada del monstruo hacia un horizonte luminoso y un guiño de esperanza tras la sublimación, cosa que no ocurre en el libro. Allí, de hecho, Victor muere sin lograr ese momento de reencuentro y de perdón, lo que desata la frustración de la criatura y su deriva en el hielo eterno. Un final mucho más devastador y, si se quiere, propiamente romántico, en su sentido originario. No cabía ningún ápice de salvación ni de redención propia. No se cerraba el círculo con el perdón, ni con la transposición del nombre, se abría la lectura hacia una realidad trágica, sin explicaciones. El monstruo podría haber sido condenado a su deriva, a vivir con la angustia de saberse incomprendido hasta el fin o morir de manera irremediable, huérfano, guacho hasta la médula, incompleto. Guillermo del Toro se resistió a esa idea, a esa lúgubre idea. Su cariño por los monstruos es tan inmenso que quiso darles una oportunidad, incluso si eso implica transgredir el sentido original de la obra de Shelley, su sentido acorde al espíritu de la época y a su propia sensibilidad.

Finalmente, ¿qué es lo romántico en el monstruo? ¿Cuánto de nosotros hay en ellos? ¿Cuánto de esos monstruos hay en nosotros? Cada uno tiene sus propias respuestas. En Nosferatu, lo romántico encarna la monstruosidad de un deseo sexual que vence el instinto de muerte o que resulta ser su máxima expresión. Eros y thanatos unidos bajo una orgía final. Recuerda al cuadro La pesadilla de Henry Fuseli: la doncella lánguida a merced de la criatura en la sombra. Ella es poseída por dicha sombra, ¿o el monstruo es la manifestación grotesca de su propio deseo sexual reprimido? En Drácula, lo romántico es dramatizado y teatralizado hasta su punto de saturación, volviéndolo todo un espectáculo de sangre, corrupción y muerte a borbotones. A riesgo de convertirse en kitsch, lo romántico chupa la energía vital de sus huéspedes, los vuelve agentes enfermos de un amor incomprensible que desafía las propias leyes de la naturaleza, que desafía la dictadura del tiempo y los patrones de Dios, un amor apóstata, inmoral, sacrílego. Y en Frankenstein, lo romántico es el propio mito del científico herido, que intenta, en un pacto mefistofélico, desafiar al Creador mediante la creación de un monstruo hecho de partes humanas.

El costo de la soberbia es la de la proyección de la sombra en la criatura: el abandono y el orgullo, que redunda en ira y sufrimiento. El costo es la pérdida del amor y su búsqueda desesperada por parte del monstruo. El costo es el olvido de Dios y la entronización de la tecnología como sentido último, con todas sus trágicas consecuencias. El romanticismo se expresa en esa misma disyuntiva ya planteada desde la ciencia ficción en el siglo XIX, y que cobra vida, hoy más que nunca, en medio del auge del transhumanismo y su último vástago: la Inteligencia Artificial. ¿Será la IA capaz de sentir como sintió aquella tierna criatura humanizada? ¿Será el dolor parte de una eventual conciencia transhumana? ¿Seguirá siendo, en definitiva, lo romántico un atributo exclusivo de lo humano, en un futuro? Todo indica que los viejos monstruos volverán a invadir nuestro imaginario, bajo una nueva forma, puede que hasta bajo una nueva conciencia, porque, allí donde haya un atisbo de conciencia, habrá también un padecimiento infinito, un terror ante lo absoluto.