martes, 3 de junio de 2014

Hercólubus o el planeta rojo cayendo a Valparaíso

Día 20 de Mayo, lluvia. Recuerdo que cuando cruzaba a medio camino entre Condell y Plaza Victoria, en una esquina un hombre de edad repartía volantes sobre el llamado Hercólubus o Planeta Rojo. Más que en el contenido esotérico del puestito, de inmediato me fijé en el resto de los ambulantes de la plaza, vendiendo churros, artesanía, incluso libros, bajo la forma de un gran mapa incidental del mercado. Accedí al puesto de Hercólubus por el factor sorpresa. Era el único a quien parecía no importarle la indiferencia de la gente, y precisamente porque en la práctica no tenía nada que ofrecer, excepto el conocimiento gratuito de saber que casi todos los fenómenos -según esa, su filosofía de turno- como el terremoto, el incendio, la lluvia, inclusive el propio hecho de haberme acercado a él, sin otra condición, ridículo y curioso, bajo el árbol sin sombra de la esquina, eran parte del desastre, del arribo precipitado de un planeta rojo sobre el mundo.

Aquella vez me preguntó: ¿Por qué está aquí? No respondí nada, casi por opción, para dejar entrever el misterio de la situación. El viejo señaló con el dedo hacia arriba, mientras seguía lloviendo como premonición de ese despropósito apocalíptico. Luego, él me dijo que el Hercólubus era un planeta rojo que chocaría inevitablemente sobre la faz de la Tierra, implicando a todos, comerciantes y clientes, ricos y pobres, aunque de acuerdo a leyes y motivos misteriosos. Rabolú, el autor del libro, hablaba de un astrónomo británico, John Murray, quien afirmó que ese enorme planeta podría ya estar orbitando los confines de nuestro sistema solar. Se discutía con palabras fugaces y cabeza expuesta, en la esquina de la plaza que ya se asemejaba a un sistema solar de mercancías, frente al gran Sol monopólico del retail, paradigma del comercio del espacio. 

El viejo continuó señalando que eso ya se había predicho en el III Congreso Mundial de Parapsicología, asunto que, por supuesto, por estos confines solo alcanza a percibirse como un destello televisivo, en base a la confrontación de antiguas leyendas, y a la investigación de la NASA para preparar a una humanidad "selecta" dispuesta a enfrentar el impacto. El viejo insistía en que se trataba de la era de Acuario, período de transformación y advenimiento de un nuevo mundo. Al mismo tiempo, dentro de aquel sistema imaginario, la lluvia continuaba azotando las ideas, y alrededor la gente era vista como una horda de satélites extraviados.

Los otros personajes dentro del gran sistema de la plaza seguían su tráfico de alimento y de libros, quizá con mayor éxito pero demostrando que, independiente que lo de Hercólubus resulte ser otra fábula de la nueva erae, el caos del universo continuaba haciendo llover. De este modo, se dispersaron y dejaron a un lado su órbita de lucro, y al volverse la plaza un acuario de anfibios pensantes, se arrastraron hacia la esquina donde no se vende ya nada excepto la promoción de un futuro sin otro valor que su misterio. En eso pensaba, cuando el viejo parecía notar mi prisa y me entregó un papel para investigar sobre lo que él preconizaba. 

Apurado ante la lluvia, crucé hacia Ripley. Inevitable su radio de atracción. Busqué evadirlo cruzando la esquina opuesta, entonces retrocedí para ir por algo de café. Le compré, de todas formas, el par de churros a la señora del frente y vi un par de libros. Hice un verdadero contacto del tercer tipo con aquellos extranjeros, intuyendo, por supuesto, el desastre en cada bocado y en cada página. Cuando ya me di vuelta, el puesto del viejo del Hercólubus ya no estaba. Los otros vendedores también se habían ido deprisa. Mientras tanto, el gran Sol de los mercados, al frente, seguía abierto. Solo se tenía contigencia sobre la inundación de los intereses, peces que desde el fondo aspiraron a volverse cómplices de la superficie.

Al otro día, soleado, seco, en el puesto del Hercólubus había, en su lugar, un puesto de celulares. Llamados desde otros mundos. En el fondo, todo fue solo la ficción que, temiendo volverse negocio, profecía, brotó con la pura lluvia. El viejo aquel era como un pequeño Heráclito, porque nadie se baña dos veces en el mismo río, ningún vendedor venderá dos veces el mismo cuento en la misma esquina y ningún planeta rojo caerá dos veces en nuestro nicho de creación y destrucción.