martes, 10 de febrero de 2015

Sobre Birdman



La figura de Raymond Carver en Birdman es la contraparte de ese mundo exitista, plástico, que encarna Michael Keaton. Otras películas ya han explotado esa veta un tanto desconocida del “meta cine” del último milenio, pero no solo un cine que habla de si mismo, sino que un cine contra sus propios vicios. Lo podemos ver por ejemplo en Lynch con Mulholland Drive o en la última de Cronenberg, Maps to the Stars, ambas películas en que el estrellato empieza a mostrar sus propias fisuras y sombras. En Birdman el actor hace de si mismo una leyenda, al ponerse en conflicto ambas voces, la de Carver en una adaptación teatral de su obra De qué hablamos cuando hablamos de amor y la del personaje del hombre pájaro, como si fuesen respectivamente el guardián y el demonio de su conciencia, la conciencia sobre la ficción en que se ha convertido la vida del actor, una danza de espejos en que finalmente aparece el propio Keaton confrontado con la comedia de si mismo.

En la película Carver es el segundo protagonista. La crudeza esencial de sus personajes patea cualquier clase de trasero, cualquier atisbo de ego. El propio Keaton aprende la lección en su transformación carveriana. Qué importa ese mundo de luces, de causas y efectos baratos, si en el fondo de esa parafernalia no se puede ser auténtico, si no se puede enfrentar la realidad amando lo que se ama. Hay un guiño a Shakespeare notable, en el momento en que Keaton cae al frasco, al verse sobrepasado por el fantasma del hombre pájaro, por el fantasma del éxito que ahora lo sigue como un cuervo que quiere chuparle lo que le queda de sangre. La sátira adquiere un tono grave, legendario, hasta cierto punto cotidiano. Es la mofa sobre la máquina cinematográfica que produce sueños y deseos en serie, de volar tan alto como sus estrellas aun a riesgo de precipitarse contra el asfalto de las emociones, en cada paso de la acera, en cualquier momento tras bambalinas. El objeto de burla es la gran máquina que tanto críticos, fanáticos y actores empujan con la esperanza de un gesto ridículo que los catapulte a la posteridad. Ahí el disfraz acecha, queriendo que desafíes la gravedad, pero todos regresamos de ese espectáculo, de esa mentira irrisoria, como personajes de Carver, buscando lo que realmente importa: el placer de la contradicción y el coraje de saberse amado a pesar de toda la hipocresía. (Punto aparte de todo esto es el indudable guiño a Hitchcock con su apuesta de conjugar cine y teatro como queda demostrado magistralmente en la película La Soga. Los que no la han visto, por favor, por el futuro de la humanidad, véanla ya.)