domingo, 1 de junio de 2014

Doble film

Cuando salía del cine anoche, se sucedieron algunos encuentros que derivaron en conversaciones pendientes, pero que esta vez, quizá por el frío, la falta de sueño, la oscuridad, remecieron dentro de mí como una resonancia incómoda pero reveladora. Con un amigo discutíamos sobre la legitimidad de la labor artística, si por ejemplo vale la pena llamarse a sí mismo, de esa forma, “artista”, desde el puro resentimiento social, condenando a los que se venden simplemente desde la frustración y no dejando ver en la ceguera el impulso creativo. Mi amigo decía que la labor intelectual está presente en todo ser humano. Desde el analfabeto explotado (que se abstrae para comer, alcoholizarse y tener sexo) hasta el físico teórico que estudia la antimateria. Todos pueden "crear" razonamiento y, en algún grado, realidades. El enfrentamiento burdo de intereses y de circunstancias materiales no empañaría su espíritu. Era una especie de pensamiento gramsciano, "todos somos intelectuales o nadie lo es", pero en clave mística. Solo atiné a permanecer vibrante ante el argumento. El ego a esa altura se congelaba, no respondía a otro punto de vista, no sabía si por la credibilidad de lo dicho o por el estupor en el contexto que me encontraba.

Después de terminada la conversación, el amigo se iba, y me encontraba con una compañera de básica, con la cual extrañamente había tenido algo más. Fui un momento a saludarla, se encontraba rodeada de amistades. De pronto se paró para conversar rápidamente, en medio del bullicio y la agitación interna, esta vez hablando sobre todos los viajes que había hecho, después de la última vez de vernos y de terminar la licenciatura en ciencias políticas. Me pregunto qué había sido mi vida, le dije que ahora me dedicaba a la cátedra y a las letras, que lo político me circunda pero no lo abrazo, y que el corazón sigue allí latiendo, libre, sin ataduras todavía. Ella me contaba que tampoco. Su predisposición al viaje, al ámbito de lo público, su sonrisa extrovertida me sugería que era inclinada a la aventura, como siempre, más que nunca, y que, en el fondo, a pesar de la distancia y la diferencia de ideas y de carácter, se sentía tan expectante como yo en ese sentido. Antes de visualizarla, el ego había querido expulsar todo su veneno absurdo, acumulado quizá por la ignorancia y el resentimiento ingenuo de no haber concretado nada con ella y haberle perdido la vista luego de su viaje legendario. Pero algo en la jovialidad, en el calor humano, en la pugna frente al frío y la desazón de afuera (y luego de ver una película que me perturbó), hundió esos demonios y reseteó la memoria -o mejor dicho, la desinfectó, como el exterminador de plagas en aquella película-. Me vi sumado en un eterno retorno que ella, con su encuentro, supo volver carne en el instante. Nos vimos nuevamente como niños de básica, pero con un tramo de vida a cuestas, con el espíritu dispuesto a recomenzar a pesar del desastre de nuestras determinaciones. "No te traiciones a ti mismo", me decía. Otra frase que vibró en mí, otra impostura psicológica y musical que sacudió mi mente. Sumada al argumento del amigo, se volvía el clímax de alguna obra que conformaba ese campo de relaciones humanas.

Quedamos como amigos. Ella se despidió porque tenía que volver para mañana despertar temprano. Más que la sensación de quedar expuesto, frente al resentimiento social en la discusión sobre la labor intelectual con el amigo, esta vez fue una especie de purga. La chica te hacía ver que el resentimiento amoroso no era sino una burla del tiempo, una úlcera innecesaria; que la justa y necesaria distancia entre ambos permitió el afloramiento de una tregua, claro está, con varios tragos de cerveza encima, ella, por el placer de entonar con el ambiente, yo, por el placer de escapar de aquella experiencia de desazón. Un beso en la mejilla sellaba la amistad. El tiempo también tenía corazón. Con esa lección volvía a las pistas. Veía al amigo y a ella en una sugestión continua. Eran parte de una proyección privada, un incipiente cine de las emociones. Volvía a casa con este sentimiento, a solas, frío, pero con la pequeña película interior manteniéndome ocupado. Pensar que gracias a cada una de esas sugestiones se pueden hacer escenas de la vida. El cine como mirada, percepción e intemperie. Se debiera crear a riesgo de matar el yo, de quedar expuesto ante la inteligencia de un amigo, de quedar perplejo ante la sabiduría de una mujer. Será que, como decía Lou Reed, todos los pensamientos se tornan asesinos de noche, toda palabra y sonrisa te mantiene caliente pero a la vez te sacude. Todo lo que pensamos y sentimos, como compañeros de ideas y de miseria, adquirió el tono de la noche.

Al otro día, ya despejado, la luz entrando por la ventana me recordaba lo de la noche anterior, me hacía sentir miserable por haber querido resistirlos, y, sin embargo, parecía que el amanecer despejaba la intensidad de lo que él y ella interpelaban. Ahora, ella, la que huyó por siempre, continúa en mi mente a pesar de que se fue el frío. No era el frío, la oscuridad, ni la falta de compañía, era la vergüenza frente a tales impresiones. “No te traiciones", me dejaba repetir como un mantra. La idea ya estaba incubada, mientras quedaba sonando A day in the life de los Beatles. Me levanté, abrí la ventana, y me sumergí nuevamente en la red, sin la expectativa de seguir a nadie, sin querer forzar nada, solo queriendo que aquella escena en la noche se repitiera alguna vez, quizá para acabar, quizá para seguir, como en una película que alguien deja olvidada y se proyecta sola.