viernes, 11 de enero de 2019

Tengo en mi poder el llavero de una desconocida. Me lo entregó ayer la señora del kiosquito. Lo hizo porque el arrendador le había dejado las llaves a ella para que se las entregara a una chica que supuestamente las iba a buscar para entrar al departamento. Como no llegaba y la señora tenía que irse, me terció justo pasando por fuera y me encargó el favor de guardar las llaves para eventualmente entregárselas a quien corresponde. Volví tarde al depa, aún con aquel llavero, creyendo que el arrendador me llamaría extrañando el destino de aquellas llaves. Nada. Nadie las reclama. El llavero de aquella desconocida aún permanece sobre el velador. Supongamos que la sujeto en cuestión haya tenido que entrar al departamento para reunirse con alguien. Puede ser que haya tenido que cancelar la cita, o bien, puede que simplemente haya olvidado cumplir con el compromiso. De la forma que sea, ella persiste en su ausencia. Sus llaves ahora me pertenecen, por lo menos, hasta que alguien se digne a reclamarlas. El solo hecho de tenerlas ahora proyecta una suerte de metáfora. Una visita hipotética que nunca llega a concretarse ni a manifestarse como tal, y el objeto físico que reposa en el interior de la pieza y que funciona como el amuleto de su desaparición.
Acabo de salir de la feria del libro de Viña. Cada año compro menos y sapeo más.