miércoles, 2 de noviembre de 2016

San Pedro


En el departamento un vecino cocinaba un cactus de San Pedro. El otro le preguntaba sobre el efecto del menjunje pachamámico. "Solo lo sabrás si lo tomas", replicó el vecino cocinero. Recuerdo hace más de tres años pegarme un viaje de San Pedro en Peñablanca. La dosis fue baja, en todo caso. No fue nada del otro mundo al principio, solo un creciente estado de euforia. Luego en la caminata, la cuestión se fue volviendo psicológica. El viaje atravesó momentos de asociación descontrolada. La virgen de una capilla representaba la pureza. Perros que nos seguían se multiplicaban. Un flaite que iba a Valparaíso parecía guardar un secreto. En la plaza de Villa Alemana se divagó sobre el centro del espacio. Luego, el viaje desembocó en un enfrentamiento con el miedo. Ese miedo se vio representado en el bosque de Los Pinos. Oscuridad absoluta. La noche parece que lo envolvía todo. Regreso por otra ruta. Conversación excéntrica sobre la política en un callejón. Vecinos molestos. Retirada de vuelta. De a poco el efecto se volvía introspectivo. La música y la luz se sentían fuerte. Fue derivando todo en un pensamiento sobre la reputación. El compañero de viaje se volvía desafiante. Rebatía cada punto. Después de eso, aunque no como causa inmediata de la experiencia, volví a replantear mi perspectiva vocacional. Ya que la psicología no era algo para tomar a la ligera. Una difusa discusión sobre la ética y la libertad se desarrollaba, con creciente ánimo hostil. En una la discusión se hizo tan intensa que pensé en golpear al compañero. Preferí volver a casa y cerrar la experiencia con ese aprendizaje en la cabeza. En el camino de vuelta todo se asociaba con la discusión. La gente parecía intuir lo que pensaba. Lo más extraño de todo es que pese a toda esta divagación no se sentía ninguna otra clase de efecto, excepto quizá una débil sinestesia. No había nada demasiado alucinógeno. Solo se trataba de otra frecuencia o percepción de la realidad, o mejor dicho, de los propios pensamientos. No hubo nada que detuviese el flujo de esa asociación. El efecto decaía o simplemente se integraba. Salía de la casa para ir al Litre. El cemento de la calle dispersaba la mente. Un poco de soledad y de verde aplacaba las voces.

Escribo esto después de haber visto el cactus servido en un par de botellas en la cocina. Una ya vacía, señal de haber sido ingerida. Al terminar, el living oscuro. Nadie de los presentes se encuentra adentro. A excepción de una vecina. Le hice saber al vecino cocinero que quedarían tripeados. Sonreía irónicamente, como adivinando lo que pienso, o simplemente asintiendo lo que ya sabe de sobra: el efecto personalísimo del cactus misterioso. Busco a Burroughs y sus cartas del yagé. Mientras, un calor seco envuelve la pieza. Y la noche nítida se deja observar a través de la ventana.
Últimos días con los del segundo ciclo. ¿Qué harán una vez que salgan del instituto? La típica pregunta de despedida. La respuesta de un cabro me sorprende: "Lo verdaderamente importante". A otra chica una compañera le pregunta qué es lo que quiere después de salir de clases: "No regresar nunca". Lejos de moralizar la importancia de ellas, los felicité. Felicité su cruda honestidad. Porque, fuera de broma, han entendido que la escuela y su seguidilla de reglas y convenciones no son sino una efímera etapa, algunas veces indeseable, otras veces memorable. Qué bueno que no quieran volver. Yo también en su momento no quise, pero aquí me tienen, haciendo el papel de cabecilla. Qué bueno que piensen así, les hice saber. Afuera del aula está la realidad. La escuela que no admite graduados. Solo un necio puede volverle la cara.