miércoles, 11 de octubre de 2017

Mike Patton a dt de la Roja. El lema de la selección sería: faith no more.

Blade Runner 2049

Cuando fui a ver Blade Runner 2049 estaba la sala casi completamente vacía. La soledad del visionado hizo que el cine se volviese una suerte de recámara virtual. En ella las imágenes de la película tenían su reflejo en la existencia vicaria de los supuestos espectadores que en ese momento deberían haber llenado la función. ¿Acaso no somos otra cosa que esos reflejos de espectadores? ¿Acaso nuestra vida fue pensada ya por otros? ¿Son nuestros recuerdos algo auténtico, orgánico o producto de la intervención de una lente artificial? La Blade Runner de Villenueve desarrolla sin duda ese mismo tono filosófico de la de Scott con un ritmo cansino y una mirada contemplativa a la distopía tecnológica, pero lo pasa bajo el cedazo del simulacro en una sociedad donde el límite entre lo real y lo ficticio aparece como una maquinación más. Nada más que otra vaga proyección, otra sombra conspirando a tientas bajo la atmósfera opaca y densa del cyberpunk.

En la vieja Blade Runner el cuestionamiento profundo apuntaba a la pregunta más elemental: Pero ¿Quién vive?. ¿Será acaso la conciencia sobre la finitud de las cosas el signo inconfundible de lo humano (incluso en los replicantes)? ¿Será acaso esa conciencia de la muerte su reflexión más señera, y a la vez, su completa desindividuación?. El pequeño unicornio en aquella mítica secuencia no era otra cosa que el sueño de esa conciencia. La aspiración de ser que divaga a través de sus propias ilusiones. La tecnología en la antigua película, entonces, era la forma en que esas ilusiones cobraban vida en la forma de la creación. Por su parte, tenemos que en la nueva Blade Runner se profundiza en la interrogante sobre quién vive, si lo vivido es real o es un implante (un sueño a lo Calderón de la Barca), pero, en cambio, se inclina por la problemática de la simulación virtual, en una distopía donde abundan los personajes aislados bajo las ruinas de un mundo hiperconectado, una maquinaria omnipresente pero, al mismo tiempo, desoladora, enajenante. K o Joe, en un paralelo a Her de Spike Jonze, por ejemplo, lleva siempre consigo una compañera afectiva producto del avance de la virtualidad, vacía de cuerpo, de alma, pero casi tan real como los sentimientos que de ella se desprenden. Y Deckard, por otro lado, lejos de la influencia de la nueva Wallace Corporation, intentando sobrevivir bajo la melancolía de la nostalgia, más allá del páramo del futuro, evoca los recuerdos de su pasado, a gusto con sus fantasmas internos y sus hologramas digitales, haciendo de su aislamiento la forma en que resiste la esquizofrenia de un universo que masacra y olvida a paso de máquina la condición humana, inclusive la condición replicante, la mismísima capacidad de sentir, de zozobrar ante la existencia, el destino.

Sin otra cosa más que agregar al ánimo digresivo que de por sí provoca la propia obra de Philip Dick, esta secuela se dejaba ver en sus momentos de mayor dilatación narrativa y de mayor espectacularidad visual como una ópera de ciencia ficción en la cual el telón de fondo era, antes que nada, la remota soledad del mundo del futuro, con sus personajes fracturados, conflictuados, en busca de una conexión perdida, sus desiertos, sus paisajes radiactivos, sus callejones, sus recovecos oscuros en medio de la masa urbana, de hecho más autómata que cualquiera de los replicantes en cuanto seres clandestinos que hallan en su indeterminación ontológica su leitmotiv, su fuerza y su espíritu, dándose de bruces contra el sistema que los reduce y contra la pérdida de la bendita singularidad. ¿El pensarte a ti mismo te vuelve acaso alguien especial o solo parte de la misma enorme cadena reproductiva? ¿Al pensarse uno necesariamente se aísla o por el contrario se integra? En un visionado ideal, los pocos espectadores de la película, en aquella gran sala semi vacía, hubieran pensado también algo parecido. Saldrían de aquel cine, pálidos, estupefactos, pero también irónicos, preguntándose cuánto de humano o cuánto de replicante queda todavía bajo esos números de serie, esas apariencias mercantiles, esa actitud rutinaria, mecánica, de regreso a la calle como de vuelta a ninguna parte.



El arrendador me acaba de informar que ha muerto un inquilino del departamento. Precisó que su muerte había sido el viernes. La cuestión me tomó por sorpresa. No lo podía creer, pero hablaba en serio. La muerte es así, caprichosa, impredecible. Estamos pa la cagá, mencionó el compadre. Una serenidad aparente, pero por dentro un estupor, una resignación, ante la falta de explicaciones. El compadre se iba rápido al trabajo. Justo al entrar de nuevo a la pieza para barrer lo último, pasa la vecina del depa, doy la vuelta y nos mira con una sonrisa corta al paso, tan tranquila como inquietante. El poco de polvo que quedaba en el borde de la puerta, a su vez, se esfuma junto con el sol que pega en la ventana. Resumen del día. Vil metáfora de la vida.