martes, 12 de noviembre de 2013

A toda velocidad

En la micro que venía de Viña, uno de los tipos que iba de sapo comenzó a hablar algo sobre un ojo biónico, luego de que uno de los pasajeros de atrás le gritó que si acaso no lo veía. Miré afuera de la ventana y la idea de ese ojo tuvo otro alcance: desautomatizar la visión en un leve choque de cuerpos en la calle, en las palabras que se posan como mariposas, sin ahuyentarlas, e inclusive en el bocinazo de la micro que te despabila. 

Tanto en aquella suavidad imperceptible como en el ruido urgente del taco pueden salir despedidas las ideas en un juego de gravedad. Por ejemplo: la mujer que se sube y la mirada lasciva del copiloto, ambos se vuelven cómplices de la congestión, aunque la mujer tiene el derecho que le otorga el pasaje y la necesidad de la visión solo en lo que respecta al ego, y el copiloto solamente tiene una mirada perdida, como muchas otras en la micro llena. 

Por otro lado, un sujeto grita que esta huevada parece Transantiago. La gente comienza a darle la razón.  Al chofer, al fondo, solo se le oye decir que hagan espacio. Parece una voz en off, alguna especie de escritor que sí dirige algo, escritor con, al menos, un tipo de volante. Entonces resulta injusto juzgar a ese sujeto apenas visible detrás del mar humano a bordo. 

Ya no se trata del mito, no caben lecturas bíblicas en esa arca, somos más bien animales, pero ningún diluvio ya nos asola, sino que solamente la angustia del retorno al hogar o a la máquina que, para el caso,es igual de angustioso. Uno podría argüir que el chofer es Sísifo y nosotros su piedra. Si fuera ese el caso, más valdría que la micro cayese de una vez antes que quedar en pana justo en Avenida España, en el intersticio entre la ciudad de las flores y la ciudad de los perros.

Espero pacientemente, haciendo mía la ficción, lubricando la visión, plácido en ese calor en movimiento, sin considerar que la ley de la inercia pueda en cualquier momento empujarme hacia la mujer del principio (como diciendo, piensas mucho, pero, mientras seas pasajero, no me tendrás) o bien empujarme derechamente hacia la puerta, sin desear la salida y sin desear tampoco que se cierre. Extrañamente se bajan casi todos en la plaza, y el chofer voltea el cartel de destino como si se tratase del eterno retorno. 

En ese vaivén se hace visible paradójicamente, y yo el último en bajar, mientras veo también cómo el copiloto lo abandona, y la mina aquella, acarreando la bella indiferencia del universo, baja sin otro propósito que distanciarse (mientras más se alejaba, adquiría proporciones épicas). Todos, sin duda, abandonan el arca rodante. El chofer gana espacio, pero pierde el peso que lo llevó a conducirse. Parecía que mientras más gente subía, él aceleraba más rápido, en un supremo acto absurdo, para huir del taco aquel como de una especie de pecado sin dios.

Entonces las visiones en aquel viaje de velocidad y comedia humana vuelven al reflejo de quien se desplazó sin mover un dedo, el tipo que recreó en su retina el taco, el joteo y el hacinamiento, atajos al movimiento de la micro como si fuera la roca del devenir. Siempre, entonces, con qué estilo la basura de la vereda acaba siendo aplastada por los pies de aquella mina, de qué forma el sapo divisa el centro de la ciudad tal como el África, y con qué maravilla la escritura se deja precipitar sola, lejos del chofer que la empujó y del ojo miope que la leyó, un solo gran camote que rueda desde lejos, arrastrando consigo tanto a las flores como al polvo, en un solo movimiento para todos y para nadie.