lunes, 1 de diciembre de 2025

Carmina Burana en la Catedral de Valparaíso

Me enteré del concierto de Carmina Burana gracias a la fortuna. En esta ocasión, sí fue bendita. Nunca averigüé cuándo harían la cantata escénica, sencillamente apareció, sin más. Podría decirse que el algoritmo provocó ese efecto de invocación en la obra para poder ser escuchada en la Catedral de Valparaíso. Entonces recordé esa gloriosa apertura y ese poema medieval en donde se proclama lo monstruosa y vacía que es la suerte humana, tópico tan universal que resuena incluso hoy, casi ocho siglos después, en formato lírico, y casi cien años por medio de su representación en orquesta.

El concierto empezaba a las cinco y media. Nosotros llegamos con mi madre a las cuatro y tanto, así que hicimos la hora porque la catedral seguía cerrada. Bastaron unos cuantos minutos para que comenzara a formarse una fila repleta de gente, bordeando la esquina de Edwards con Pedro Montt. Nos confiamos. Fuimos rápidamente hacia la fila antes que se llenara mucho y no pudiéramos entrar. El hado debía estar del lado nuestro, esta vez. Alcanzamos a calar un buen espacio, mientras la fila continuaba repletándose, a tal punto que la aglomeración colapsó la Catedral por completo. Al ingreso, nos recibieron un par de mujeres y unos sujetos personificados como en la Edad Media. Había uno con esa misteriosa máscara de la peste negra, de la cual sobresalía un pico de cuervo o algo así. Digamos que se trataba de un pájaro negro. Repartía folletos. Me entregó uno. En él, aparecía la rueda de la fortuna del Codex Buranus, sostenida por una mano inmensa, con un fondo rojo y sombrío. ¿Será acaso la metáfora de nuestro puerto o de nuestro Chile? Atrás, el listado completo de los pasajes musicales de la obra, junto a todos los coros, sopranos, tenores, barítonos y músicos que participarán. Todo auguraba un gran espectáculo. La masa de gente seguía llegando por montones, y se veía demasiado dispersa. Afortunadamente, logramos encontrar un asiento a un costado izquierdo del pasillo de la catedral, próximo a una puerta de salida. El calor adentro era temerario. Faltaba aire en la casa del Señor, pero pronto aguardaría el silencio necesario para el recogimiento y para la escucha activa. Había que ponerse a tono con la energía del ambiente. Mudos y estáticos, con los oídos puestos en la presentación, miramos abiertos al asombro.

En un rato, llegó un amigo que alcanzó a recorrer gran parte del pasillo de la catedral antes de ubicarnos. El extravío era, tal vez, el preámbulo necesario para lo que se venía. Lo sublime debía tener esa suerte de iniciación errática. Apenas reinó el silencio, el presentador pidió expresamente que todos guardaran sus celulares. Pese a ello, igualmente hubo quienes tomaron fotos y grabaron parte de la cantata. Recordé la misma medida adoptada por Robert Fripp en aquel mítico concierto de King Crimson, y es que una obra de ese calado debía concebirse con los cinco sentidos puestos en el asunto, con tal de lograr una experiencia orgánica y tridimensional. El goce estético era intransferible para cada uno y debía tener ese carácter catártico colectivo. De todas formas, la atención fue rotunda cuando comenzaron a entrar cada uno de los más de cien coristas provenientes de Valparaíso, Viña, Quilpué, Quintero y Algarrobo. De inmediato, sonaron los aplausos de la gente. Y entonces, ocurrió la magia: sonó la majestuosa apertura del pasaje más clásico de O fortuna. Fue tan envolvente que toda la multitud estaba como poseída por la intriga del interludio, y luego el arranque del coro para rematar con ese clímax estruendoso. Justo en ese momento, comenzó a escucharse una batucada afuera en la Plaza Victoria. Era, sin duda, un ritmo anti climático. “Lo primitivo contra lo docto”, afirmó el amigo, muy atento a lo que estaba pasando. La batucada no paraba de sonar, pero nada parecía perturbar la ejecución de la cantata, cuando ya avanzaba hacia las partes más reposadas y sinfónicas. Concentración suprema, tanta, que la batucada desapareció de golpe, y se dejó de escuchar el ruido improvisado afuera. Valpo tenía, en ese momento, su espacio límite entre lo sacro, catedral adentro, y lo profano, fuera del templo. Ambos mundos coexistieron y sonaron bajo una sola nota discordante, en el plan de la ciudad.

“Ardiendo interiormente/con ira vehemente,/en mi amargura/hablo conmigo mismo./De materia hecho,/mi elemento es la ceniza”, rezaba una parte llamada “Estuans interius”, ardiendo interiormente. Y eso era lo que estaba pasando. Por dentro, ocurría un zafarrancho de notas perdidas y evocaciones, un diálogo interno feroz que, sin embargo, abrigaba una paz momentánea, dentro del trance de la música. A medida que seguía la interpretación, venían otros pasajes mucho menos densos y dramáticos, con temática primaveral incluso, en donde se aludía al amor de una doncella. Esa era una calma aparente, algo así como un abrazo exuberante, una caricia armoniosa, antes de lo inevitable: el correr de la rueda, el regreso de la Fortuna, emperatriz del mundo, y así volvió a sonar aquella imprecación grandiosa: Destino monstruoso/y vacío,/una rueda girando es lo que eres. Los coros y la orquesta retumbaron en toda la catedral. Ya no se escuchaban ruidos profanos. Todo confluía en esa sección final para elevar la experiencia a otro nivel. Digamos, a otro nivel de experiencia estética. “Lloren conmigo por tu villanía”. La villanía de la Fortuna, siempre cambiante. Tal vez hubo algunos llantos de emoción en el público, aunque el verdadero lamento fue reconocer, una vez más, que todo tenía su ciclo, y que Carmina Burana concluía su manifestación en la catedral, porque eso fue lo que ocurrió: la manifestación concreta del espíritu de la obra, más allá del tiempo y de sus avatares, porque la música logró atravesar el siglo XXI, porque la poesía, de hecho, cual noble vampiro, cruzó toda la historia medieval y la historia moderna para hacerse presente en esos instantes, y explotar de júbilo y de aceptación fatal en los oídos de los porteños, aceptación trágica, pero trágica en su sentido más afirmativo.

La salida del templo fue tumultuosa. Hubo fila hasta para volver a la acera de Chacabuco, a pocos pasos de las puertas. La gente volvía con sus familias, algunos más apurados, otros más serenos, con una sensación flotante. Los menos regresaban solos. Mi madre se acordó de aquel cassette de Carl Orff que escuchaba en el equipo de música de la casa, cuando era todavía un niño. Ese cassette lo escuchaba hasta mi padre y era el número 94 de una colección Salvat de Grandes Compositores. Recordé el logo de Philipps y la portada con el dibujo medieval, además del living en el que se escuchaban de fondo esas notas inmortales. Esa imagen siempre estuvo ahí, esperando a ser evocada a futuro. En eso pensé, cuando volvimos a la realidad con un sentimiento renovado. El rito ya estaba cumplido, y la rueda iba a seguir girando, conforme la música siguiera sonando, invicta, porque el canto de la fortuna ya había calado en nuestras conciencias.

Veinticinco años de Nocturno de Chile, y la tormenta de mierda continúa. No es menor. Apropiado título. Gráfico, contundente, en resonancia con nuestro presente y seguramente con nuestro futuro.