viernes, 10 de mayo de 2019

Día del alumno. Poca concurrencia a clases. Fue tanto que ya llegado el final del tercer bloque los pocos que quedaban comenzaron a irse. Los tres pelagatos que restaban se sumaron a la moción. Les di las guías de la siguiente clase para que las revisáramos la próxima semana. Así, el cuarto y último bloque de la jornada se declaraba desierto. Qué mejor forma de celebrarles el día a estos jetones que despachándolos antes, dije entre mí, autoconvencido de esta inaudita circunstancia, dejando el instituto como corresponde, sin cerrarlo como un vil portero, y caminando tranquilamente al terminal a mis anchas, por fin a una hora prudente.
Pasar por fuera del colegio de la cuadra y escuchar el sonido de las banditas militares. Pensar que en mi época de escolar sobornaban a los cabros con sietes para que participaran. Nunca lo entendí como estudiante, tampoco ahora como profe.
Había una moneda de diez guacha en el suelo de la sala de clases. Como nadie la reclamó ni se dio por aludido, la recogí. Pregunté a un cabro de más al fondo si le pertenecía. El cabro en cuestión dijo que no, que tampoco la necesitaba, que la hiciera piola y me la quedara, ya que es preciso "abrazar la buena suerte". De ese modo, la guardé en la chauchera, dándole vuelta a los dichos del cabro sobre la moneda ¿qué habrá querido decir? Según parece, el hecho fortuito de encontrar una moneda de diez tirada en la sala de clases implicaba para el cabro alguna suerte de augurio; de lo contrario, no se habría molestado en advertirla. Cabe señalar que si él hubiese sido el que la recogiera, quizá nunca habría llegado a tan señera conclusión y su hallazgo hubiese sido de lo más furtivo. Pero entonces ¿a quién le pertenecía esa moneda? ¿a algún compañero descuidado? ¿tal vez a otro profe? puesto que la moneda permanecía botada, acaso padeciendo la propia insignificancia de su precio simbólico, la discusión sobre quién la poseía en principio ya no importaba más. Le pertenecía a quien la encontrase, así de simple. Y eso era lo que el cabro quería subrayar, en el fondo. Una moneda guacha que completara la gamba para el pasaje, o bien, que reuniera el molido suficiente para deducir el sencillo del día. 

De vuelta en la Sol del Pacífico, parte del sencillo que requería para la locomoción de mañana fue posible reunirlo gracias a esa monedita. La guardé celosamente. En una de esas le pagué al chofer con un billete de veinte. Como el chofer iba contando un fajo de efectivo mientras conducía presurosamente por Errázuriz, puede que no se haya dado cuenta. Entre medio de ese conteo frenético, esa prestidigitación sobre ruedas, el chofer de pronto sacó el vuelto y agregó un billete de más a la suma. Un billete de cinco lucas. Lo supe de inmediato, y esperé a que el chofer reclamara el billete, advirtiendo el descuido, cosa que nunca sucedió. Ya que el chofer nunca reclamó aquel billete de cinco, opté por quedarme piola (recordando el consejo del cabro) y lo guardé rápidamente junto al resto del vuelto. Un maestro también puede aprender de sus alumnos. Había que abrazar la buena suerte, aunque no tuviese otro precio que el extravío ni otro valor que lo ajeno.