viernes, 18 de diciembre de 2015

La nieta de Miguel Serrano


Ayer conociendo a la nieta de Miguel Serrano. Su belleza tan fina como sereno su carácter. Tenía apariencia de artista, si se quiere, algo de poeta, pero nada de vanidad. Ella reconocía la influencia de su abuelo aunque sin hacer demasiado aspaviento. Tenía esa elegancia y tranquilidad de aquellas chicas que vivieron al amparo de cierta fortuna o renombre familiar. No la prepotencia ni la vanidad grosera de las que de repente se encuentran con una pizca de belleza o de poder, y desean mostrarla al mundo simplemente para elevar su ego. Ella no. Definitivamente era distinta. Le dije que había estado leyendo La serpiente del paraíso, sin haberla terminado. Terminó de deletrear el título del libro de su abuelo como si se tratase de alguna clase de rito o libro suyo. Antes que ella se pusiese a leer en público, buscó con cierto entusiasmo un poema de Robert Frost. Yo pensé que buscaría el clásico poema sobre el camino no elegido. Sin embargo, se trataba del poema que versaba sobre el oro del verde de la naturaleza. Luego de la lectura, discutíamos brevemente, junto a un amigo, sobre los escritores de Chile. Las diferencias entre Serrano y Neruda. Ella decía no gustarle el Nobel, simplemente porque su poesía, según su visión, era demasiado mundanal. Cuestionable pero elegante. Sin caer en la visión de la diferencia ideológica. En lugar de una cerveza, quiso un jugo de naranja. Parecía importante pero con un aire de perdida. Esa sola mezcla maravilló la noche. Nosotros, el amigo y yo, a su lado, únicamente parecíamos cuervos, tratando de estar a la altura de su encanto natural. A veces escribir no basta. La belleza dista mucho de las palabras para expresarse. Ella se llevó un brazalete del amigo, en una especie de irrisorio pacto de confianza, que ella tomó con humor, adorablemente, y de parte mía una colección de poesía de Gabriela Mistral a propósito de los 70 años del Nobel. Dijo que le gustaba más Gabriela que Pablo. No dio otra razón que la poesía misma. Acaso por eso mismo su mayor elegancia. La sigo recordando como la chica del poema de Robert Frost. Pareciera que hubiese sido invitada para iluminar otro poco nuestras almas despechadas, miserables, mendicantes de afecto, con algo de frescura intelectual y belleza de joyería. Para volver regocijado a otra noche de soledad, con una sonrisa clavada contra el anochecer. La figura de su abuelo, una anécdota mística, ya casi aparece como otro astro lejano, otro ídolo en la sagrada lista de los célebres, otro nombre rimbombante en medio de la oscuridad de Valparaíso. Imponente por demasiado esotérico. Ella, su nieta, en cambio, con una apariencia inocente que mata, no daba otra excusa que la poesía misma para su presencia. Quizá, cuando todo acabe, al fin y al cabo no reste otra excusa que esa.