lunes, 4 de diciembre de 2017

Estaba metido en un sueño, un estudio fílmico a lo largo de una hondonada. En el set se filmaba no sé qué escena de qué proyecto o locura cinematográfica. El piso y los muros estaban hechos de pequeños filamentos de acetato. El aire era irrespirable. Una sensación contradictoria de encierro y de intemperie. Era parte de una situación, pero solo se dejaba ver una cámara que arrojaba luces al espacio vacío. La niebla comenzaba a cubrirlo todo. Desde el pasillo de una edificación, una mujer corriendo con un equipo detrás suyo en modo travelling. Yo era el invisible, puesto que pasaban a través sin advertirlo. De ahí en más, los recuerdos se hacían irreproducibles. Ninguna otra imagen o fotograma de aquella ensoñación, podían sumar piezas a este puzle aleatorio. Salvo la aparición abrupta de aquella cámara, que simulaba tener una vida propia. Seguía echando luces, abriéndose paso o bien encandilando lo poco de claridad en medio de la bruma. Apuntaba hacia el interior de la edificación. Paso a paso, iba cobrando arquitectura, hasta convertirse en una especie de cité. Uno de los pasillos asomaba una puerta entreabierta, apenas distinguible en la bruma que volvía a crecer. De ella volvía a salir aquella mujer, pero ahora descansada, empuñando en su boca un pucho mientras sostenía en su palma un rollo de acetato. No recuerdo si corría hacia ella o intentaba llamarla, pero desaparecía al entrar en otra puerta. Su reaparición y luego su salida de la escena o del sueño, habían generado un montaje inconsciente. El plano de la mirada llevaba ahora hacia una cámara oscura. En ella se vislumbraba un diminuto promontorio con una lámpara medio encendida. Del otro lado un espejo translucido. La cuestión era si había alguien más observando allí o era el único. De repente se escuchaba una voz. Se sentía a la mujer practicando una especie de monólogo muy cerca del espejo. Cuando paraba para advertir quien escuchaba del otro lado, la luz de la pequeña lámpara se hacía más débil, hasta no quedar nada. En medio de lo oscuro, se abría lentamente la puerta de salida. Volvía la bruma, y al fondo la silueta de quien parecía ser el protagonista. Así en medio de la sombra del lugar, se visualizaron en grande unas palabras incógnitas. Al despertar, esas palabras no eran otras que las de Jim Jarmusch. “Nada es original” había dicho, justo antes de callarse la boca para invocar, a través del lente, el secreto de una nueva cinta de perdedores.
Una mini marcha pro Guillier frente a Ripley. Pasando por entre medio, con ánimo bélico, un cabro de camisa floral le grita a un grupo más adelante con la bandera de Wallmapu: "Eso no va ahí, sacos de wea". Unas señoras detrás de la bandera le miraban impactadas, sin decirle nada. Otro loco más adelante de la fila, se reía y se daba la vuelta, siguiendo a la masa. Se quedó mirando un rato cómo se alejaba la turba, monitoreada por los pacos, a la vez que cruzaba la calle para seguir de lejos la marcha. Luego botó un cigarro y arrugó lo que parecía un flyer amarillo.
Una montonera de termitas voladoras, a lo mejor a raíz del calor, sobrevuelan la ampolleta encendida de la pieza. Vuelan encandiladas con la luz artificial, abriéndose paso a través de la ventana abierta. Dejo que sobrevuelen un momento. Al hacerlo una de ellas toca la ampolleta y cae. Y así sucesivamente van cayendo una a una tal cual si fuesen pequeños ícaros en decadencia. Ya en el piso, un tanto agónicas, botan sus alas y siguen andando a rastras hacia las sombras. ¿No es esta acaso una metáfora de lo sagrado? ¿No era acaso esa ampolleta un ídolo falso que irradiaba luz pero que mataba al tocarlo? ¿No eran acaso esas termitas voladoras simples feligreses encandilados con la luz, dispuestos a sacrificarse ante su dios y caer en picada contra la madera del mundo? Vacilaba sobre eso, al barrer las alas moribundas de las termitas en el suelo, y su brevísimo culto profano en proceso de desintegración.