sábado, 6 de agosto de 2016

Principio del formulario
Ella entró al mismo restorán que yo después de pasada la hora de almuerzo. Se le ve hablar a solas, pero no llevaba ningún audífono que desmintiera su soliloquio. Cuando se dispone a sentarse y pedir la carta, curiosamente lo hace en una mesa cercana. Acto seguido, señala de manera fortuita que ambos íbamos al mismo lugar. Llega su pedido. El mío tarda un poco más de lo habitual. Para romper el hielo, pregunta: “Oye, disculpa ¿eres un rati (detective)?”. Le digo que no, y le pregunto si acaso era por la chaqueta. Ella replica que no, que era porque lucía semi formal y, a simple vista, serio. Sucede de ahí la charla típica protocolar: de dónde eres, qué haces, en qué trabajas. Pronto le confieso que en realidad soy profesor. Que por eso quizá me ve serio. Se ríe un poco y continúa comiendo. Llega el pedido y disimulo estar atento a la comida. Después de un largo silencio, ella va al grano. Dice que es reponedora en un supermercado, que tiene un hijo con el cual vive a solas. Que, aprovechando que era profesor, necesitaba de algún contacto para terminar la enseñanza media pero sin tener que pagar por estudiar. “Algo rápido, me carga estudiar”, repetía. Extrañado, le dije que no sabía de nada para acabar con la media de forma clandestina. Que solo conocía la vía institucional. Pero que si sabía de algo podía llamarla sin problemas. Enseguida guardamos nuestros contactos. Un whatsapp de reconocimiento, para acabar con la colación. Se fija en el nombre Gabriel. Dice que le encanta porque suena a ángel malo. Río un poco. Ya agotada la charla, ella pide un postre. Yo pido la cuenta para retirarme. Luego de dejar la propina, ella se dispone a acabar lo suyo. Nada más que hacer. Solo resta despedirse, con número en mano, y una casualidad insólita. Se pasa a veces de ser un desconocido, para luego resultar misterioso, hasta finalmente dar con un calificativo fantástico, y con la promesa de continuar conociéndose. Aunque francamente la chica me daba mala espina, por lo fortuito de la situación y de su acercamiento, cuestión que no se da todos los días y, sobretodo, de forma tan gratuita. Estoy seguro que también a ella yo le daba mala espina, por su mirada interrogadora, y por el hecho de caminar hacia el mismo sitio casi de forma sincopada. Pero nunca sabremos qué es lo que en el fondo quería cada uno. Solo ese montón de palabras dichas a propósito de nada (o con un propósito secreto) durante ese almuerzo fugaz. Guardo entonces el número sin expectativa alguna, solo por la satisfacción de sumar otro contacto femenino en estos días de rutina y de sequía social, aunque solo fuese motivado por una sospechosa coincidencia.Principio del formulario
Saco la basura de la noche anterior en las bolsas de aseo de la cocina. Aprovecho de deshacerme de cuestiones a mi criterio inútiles. Boletas arrugadas, una caja de cereales vacía y una toalla que saca demasiadas pelusas. Voy como es habitual al contenedor de la esquina del paseo de los sueños. Justo antes de lanzar la bolsa, un hombre de barba y de chaqueta oscura, con un atado de cachureos a su lado, urgando entre la basura. Al ver que iba a arrojar lo que tenía en la mano, dijo que podía lanzarlo sin problemas, haciéndose a un lado. Al lanzar la toalla el hombre lo advirtió casi con instinto felino y la atajó él mismo. Dijo que estaba bonita. Agradeció sin más y siguió urgando. Lo más extraño de todo fue que el acto de arrojar la toalla como basura terminó volviéndose un regalo involuntario para el hombre. Lo que uno cree no necesitar, para el otro se ha vuelto una suerte de dádiva. El hombre no parecía acongojado, parecía que lo que hacía -urgar entre la basura- era parte de su rutina, de su estoicismo personal. Miraba hacia arriba como agradeciendo que esa toalla hubiese caído -literalmente- del cielo. La creencia, siempre un vehículo, a veces frágil, a veces necesario, para poder sobrellevar la existencia. El desprendimiento de ya no creer en (la utilidad de) algo, sea ese algo un objeto o una visión de mundo. La filosofía del perro de Diógenes. En realidad uno mismo fue el cínico, arrojando lo que cree que ya no sirve. El hombre solo seguía su instinto dentro de un itinerario de sobrevivencia. Demuestra que, desde el grito de la necesidad, lo deshecho puede convertirse en lo absoluto.