miércoles, 23 de diciembre de 2015

Increíble constatar el cambio mismo de las cosas. Muy a grosso modo. Uno no se da cuenta hasta que ya ha ocurrido, entonces lo celebras o lo maldices, o eres simplemente indiferente (como mecanismo de defensa) Crees que así vas a aliviar tu necio sentido de permanencia, oculto en cada reflexión. Lo puedo ver reflejado, por ejemplo, en la ex que antiguamente desapareció de improviso y de repente reaparece en un perfil sin agregar, como por una broma de la red virtual o el destino, y curiosamente se observa, en gran parte de su historial, que ya ha tenido un hijo y una pareja a simple vista pudiente (Cuestión que por estos lados no cambia ni un poco). También en el clima vacilante del puerto del cual ya no se alcanza a prevenir si amanecerá fresco, nublado o abrasadoramente caluroso como ahora. Incluso en ese helado derritiéndose afuera de la puerta de mi departamento. Aquel o aquella que se lo comía ya lo dejó atrás, fue partícipe de ese cambio por ausencia, mientras el sol y el suelo hacen lo suyo, y uno solo puede evocar cómo era antes de ser derretido, cómo acaso se alcanzaba a escurrir por el esófago cumpliendo su precio y su cometido, siendo la víctima, el cómplice y a la vez el producto de una invitación galante o simplemente de la sed veraniega. Ahora, en el suelo bajo el sol el helado se ha vuelto metáfora de esta digresión, de que algo cambió justo ahora, en el momento en que lees esto y yo escribo esto, y justo después de sentarme a hacerlo minutos antes de entrar por aquella puerta y contemplarlo. En ese helado se están convirtiendo nuestros días desempleados, nuestra vanidad profesional, nuestra nostalgia sentimental, nuestra renuencia al tiempo, nuestro corazón....
Con el tiempo libre no solo las ideas se dispersan, sino que los recuerdos también. Pareciera que así está establecido: te tomas unas vacaciones y entonces pasas al imperio de la insignificancia, guardas el intelecto productivo en cuatro llaves para abrirlo nuevamente en Marzo, y sacas en cambio la prenda a la mejor moda del verano, te pones en sintonía con la hormona del presente, y diluyes en un balde la experiencia del resto del año como si fuese el aceite de una máquina que ya estancó su funcionamiento hasta nuevo aviso. Es así como funciona. En el ocio debería recién comenzarse a vivir, cuando en realidad funciona como una postal paradisiaca para olvidar el trauma laboral y pretender un status de vida demasiado elevado, con la pareja ideal, con la casa propia, con el sueño de la realización a cuestas, y a costa tuya, de tu interior, de tu irrealidad. El ocio visto como un lapsus deseable dentro de una vida funcional, no el trabajo obligado visto como el paréntesis de la vida misma. Como sea, para muchos aún no acaban los días hábiles. Para otros aún continúa el ocio infinito (del que todos, sin duda, somos capaces).