jueves, 3 de abril de 2014

Sismos

Todos saben en el fondo que se trata de un país sísmico, incluso que la naturaleza seguirá agitándose indiferente, pero este saber se usa como excusa para dar explicación científica a nuestros miedos, no importa cuando las papas queman, se teme más que nada que se sacuda el mundo de todos los días, que se rompa la calma de la sensación de normalidad. Me remito de nuevo de manera redundante a los griegos para hablar de desastres y de oráculos. El concepto de libertad no era sino el estilo con que los hombres, trágicos, movían las cuerdas de su destino. No se huía del desastre, se comprendía como una señal o significado (no en el tono apocalíptico) de que algo debe cambiar en ellos, que una réplica debe poder mover el espíritu y arrojarlo fuera de su nicho de origen, para enfrentar lo extraordinario como un camino alternativo a la cotidianeidad. 

El campo de las emociones humanas desde la revolución moderna hasta las guerras permite esa suerte de desastre como implicación ética, el ver reflejada la miseria propia en la del otro, que yo también puedo temblar y sentir la réplica en el otro, que así como yo tiemblo, el otro existe. Por lo tanto, se procura el culto a la voluntad, ya no cree en designios ni en pruebas divinas, sino que simplemente sigue el pánico al calor de la moda colectiva. La naturaleza muda, no toma lugar en ese juego, son los síntomas del desastre y su combustible mediático, los que hacen andar esa gran rueda de abismos y de salvaciones. 

Se ha pasado del oráculo al prevencionista de riesgos, éste, hijo de su tiempo, solo procura las condiciones necesarias para que el edificio humano resista, no evita que algún día se venga abajo, solo quiere mantenerlo el mayor tiempo posible, en el fondo procrastina el desastre, es burocrático. No puede decir nada sobre el desastre, de origen místico y natural, sobre su origen o sobre su sentido, solo puede calcular el riesgo, racional, técnico, frío, pero por lo mismo, libre, moderno. Se vive bajo la dictadura del cálculo, el propio caos quiere ser calculado y no enfrentado. No había forma de evitar el 2010 o el terremoto de Valdivia, nos aferramos al desastre con ojos de abismo, nos dirige la mirada, no tanto por un qué hacer, qué traje social o sentimental vestir para la ocasión desastrosa, sino que por un cómo reinterpretar la vida a través de ese temblor interior. ¿existirían los prevencionistas de riesgos en la época de los héroes y de los designios? su manía de evitar lo inevitable desentonaría con la tragedia, no habría edipos exiliados, no habría guerra, no habría honor, habría la normalidad sacralizada como botín de una guerra que nunca se ganó, la paz mecánica que agradecemos a nuestros genios calculadores. Es de hecho una premisa samurai anterior a cualquier práctica existencialista: la muerte no es lo que importa, sino que la existencia esté a la altura de las circunstancias. El moderno, libre pero sin el arrojo ciego y divino del trágico, no entiende esos códigos, no teme tanto el anonimato, como lisa y llanamente perder la vida y más que la vida, su más celosa posesión. Con esa mentalidad libre de profetas, de gritos sordos a dioses ya inexistentes, solo puede soportar su inclinación al fin sacándole el jugo a la existencia, usando el arte y la belleza como píldoras, como aquellos músicos que durante el hundimiento del titanic igual seguían tocando para subirle el ánimo y la dignidad a la gente, son músicos que leyeron a schopenhauer, su resignación, o haciendo de la moral la colchoneta en que todos quieren lanzarse, y claro está, que esa es la política de los entes de turno: observar, mandar y actuar en la medida de lo posible, en lo que dure su caída, su melodrama y su beneficio. Todo lo quieren evitar, deben al riesgo su cabeza, pero en el fondo solo desean usufructuar de la entropía, el shoa y la democracia se alimentan de ella. Somos hijos de la entropía, el riesgo es solo la paranoia del futuro.