sábado, 13 de noviembre de 2021

El ermitaño de Treig

"No vinimos a la tierra para siempre. Me quedaré aquí hasta que lleguen mis últimos días, definitivamente” dijo Ken Smith, el hombre ermitaño que vive hace más de cuarenta años a orillas de un lago remoto en las Tierras Altas de Escocia. Ha sobrevivido todo ese tiempo en una modesta cabaña, sin electricidad ni conexión a Internet, solo a base de leña y practicando la pesca. Una cineasta, Lizzie McKenzie, lo entrevistó para realizar un documental llamado "El ermitaño de Treig". La principal pregunta qué le hizo a Ken fue por qué decidió irse a vivir lejos de todo y de todos. Ken explicó que hubo un episodio en su vida que lo marcó para siempre: a los veintiséis años había sido asaltado por una banda de matones, después de una noche de fiesta. Tras una golpiza, sufrió una hemorragia cerebral y perdió el conocimiento durante varios días. Todos sus conocidos afirmaron que Ken nunca se recuperaría, pero finalmente lo hizo. Fue así que, desde ese momento, tomó la determinación de nunca vivir en los términos de nadie más que en los suyos. Tomó sus cosas, se embarcó en un largo viaje y se adentró en la naturaleza. En el Yukón, territorio limítrofe con Alaska, se preguntó qué pasaría si comenzara a caminar lejos de la carretera, por un desvío y "se fuera a ninguna parte". Entonces, para comprobarlo, se puso a caminar, recorriendo miles de kilómetros. Sin embargo, cuando iba de camino a casa, otro episodio trágico lo volvería a marcar. Sus padres habían muerto, mientras caminaba de vuelta y no se enteraría hasta su llegada. "No sentí nada. Pasó mucho tiempo hasta que me golpeó", relató Ken, sereno.

Muchos se preguntan respecto a las razones que pueda tener un hombre para volverse un ermitaño radical. La verdad es que, bajo esa ley, las razones son solo las excusas de una decisión personalísima que el hombre ya tomó en su fuero interno. Ya sea por una herida profunda sin cicatrizar, ya sea por un aburrimiento con la sociedad, ya sea por un ánimo misantrópico, ya sea por una búsqueda espiritual trascendente, o por una experiencia de desapego con el mundo humano y de reconexión con la naturaleza, el hombre ermitaño continúa su sendero invicto, uno con su soledad, integrado a la inmensidad de lo abierto y reconciliado con la intemperie de la vida al aire libre. Ya no importan las causas. La causa es su propio camino.

Algunos podrán decir que esa es la característica de un alfa, pero yo creo más bien que se trata de la categoría del sigma, un líder solitario que se autogobierna, un hombre lobo estepario que encuentra en su propia supervivencia su realización, porque ya cuenta con todo lo que necesita para vivir: su cuerpo, su mente y el mundo abierto que lo desafía e interpela. A mi juicio, un auténtico anarquista, siguiendo la senda de Henry David Thoreau, con su legendario Walden o La vida en el bosque: «Fui a los bosques porque quería vivir con un propósito; para hacer frente sólo a los hechos esenciales de la vida, por ver si era capaz de aprender lo que aquella tuviera por enseñar, y por no descubrir, cuando llegase mi hora, que no había siquiera vivido».

El ermitaño que lleva 40 años viviendo en un bosque apartado del mundo - BBC News Mundo

Las distopías orwellianas quieren a Papá Estado, las edípicas.
La amiga del taller con la cual jugaríamos a escribir nuestros sueños y a interpretarlos, me dijo que ahora era mi turno para enviarle un relato onírico. Le envié lo siguiente. Se trata de un sueño que escribí hace un par de años. Ciertamente, un sueño, con algunos elementos extra para estilizar la prosa:

El sueño de la otra noche. Se trataba de una joven poeta recitando encima de un piano. Era dentro de una especie de salón de honor. A su lectura asistían académicos y uno que otro aspirante. De repente, durante su presentación, se puso a tocar un fragmento irreproducible de alguna pieza clásica, seguramente Vivaldi, o una mezcla rara de ELP. Conforme la música avanzaba, a tientas, de forma errática, todos en el salón se iban esfumando lentamente, como si con las notas pasasen a un estado sutil. Yo mismo sufría el mismo fenómeno, preso del éxtasis de esa desaparición. Esa parte del sueño a su vez desaparecía. Luego, me encontraba en las afueras de aquel ostentoso edificio donde había sucedido la presentación, y, bajo lo que parecía la pista elevada de Av Argentina, donde se suelen colocar carpas, una chica estaba sentada en el suelo, tapada con un andrajo. No, no era la de la performance, aunque se asemejaba mucho, y la asociación se volvía inevitable. Al verme pasar, se incorporó lentamente y sacó de entre un agujero en una columna un objeto cubierto con una tela. Lo recibí y al sacar la cubierta descubrí que el objeto era una espada, una vieja espada corroída. En ese punto ya no recuerdo si me la llevé o la chica la reclamó de vuelta para guardarla como su tesoro invaluable, pero al dejar el lugar habían escritas unas leyendas con tiza en el suelo. En ellas, figuraba la firma "Infanta".

Luego de leer mi sueño, la amiga me envió su interpretación:

“El sueño que fue soñado por un escritor, ¿se puede omitir eso de la interpretación?

Creo que la mujer es símbolo de la inspiración. Ella está cercana a la música, al arte y todo aquello alrededor suyo se desvanece. Me parece que hay un sentir profundo de que la inspiración puede perderte. Que no te molesta, pero te angustia que sea tan lejana o tan efímera.

Por otro lado, la mujer de la calle es también la inspiración, pero se está sometiendo a una realidad que duele, por eso es y no es la misma; pero aquí, ella propone su propia muerte. Un asesinato de todo aquello de lo que era importante escribir, para convertir al escritor en otra cosa. Un ser nuevo.

El sueño termina en una interrogante profunda: ¿quién tiene la espada?”.

La hermenéutica detrás de estas lecturas de los sueños, más que resolver cuestiones psicológicas o exorcizar demonios internos, nos sirve para resignificar, plantear nuevas interrogantes o avivar la llama del misterio. Los sueños acaban volviéndose creaciones narrativas en sí mismas. Y así seguirán siéndolo.