martes, 29 de abril de 2025

"Yo no vivo de la literatura, yo vivo para la literatura". Marcelo Simonetti. Y en esa diferencia entre "de" y "para" radica el quid del asunto. Uno encuentra goce y realización en el propio acto de escribir. El resto es un añadido. No se "para la olla" escribiendo literatura, no es que sea algo precisamente rentable, se hace más por una cosa obsesiva, por una vocación recóndita, al punto que cada día se escribe un poco, una línea, un párrafo, una página, lo que sea, se "suelta la mano" a modo de ejercicio o se le da forma a una obra posible. Quien de verdad ame hacer esto siempre encontrará un pretexto, por nimio o superfluo que parezca.

“La palabra que invoca. El silencio que maúlla”. Una lectura posible de El diario de Porfiria Bernal de Silvina Ocampo

"He inventado esta oración: Dios mío, haced que todo lo que yo imagine sea cierto, y lo que no pueda yo imaginar no llegue nunca a serlo. Haced que yo, como los santos, desprecie la realidad."

El diario de Porfiria Bernal, 28 de marzo.

Resuena en mi cabeza la frase de Antonia Fielding: “si llegué al borde del crimen, no fue por mi culpa”. De inmediato, ¿Cuál crimen? ¿Cuál culpa? Esas preguntas funcionan como el motor que me empuja a seguir leyendo. Se indaga en la palabra como quien indaga en un crimen, y como quien expía una culpa recóndita. Un texto escrito para sí misma, un “deber de conciencia”. Tal parece que la propia Antonia sostiene, desde el principio, una poética que aplica para su propio relato y que resulta extensible como imperativo para cualquiera que se empeñe en el tortuoso oficio de escribir, como hubiera pensado Enrique Lihn, aquel célebre “metapoeta”.

A medida que fluye el testimonio de Fielding, la subjetividad envuelve la atmósfera narrada, no un lirismo hermético ni una descripción pragmática, acaso una íntima evocación de sensaciones que recorren la voz de la relatora, y que acompañan la lectura a modo de una iniciación, como si la condujese de la mano y vibrara con ella en ese recorrido vital. La reminiscencia comienza a apoderarse del sentido, toda vez que Fielding recuerda brevemente su infancia, un hermoso vestido y su padre muerto. La reminiscencia le viene con nostalgia emotiva, seguida de un aroma a defunción. Luego, el encuentro con la madre de Porfiria. La advertencia sobre el carácter de la niña nos sumerge al instante en el viaje psicológico. Un umbral con rumbo desconocido, en apariencia, plácido, como todas las cosas que se esconden detrás de una máscara. Me pareció que el cargo de institutriz era el cargo que Antonia debía tomar para comenzar su propio camino de iniciación, conforme conocía a la niña Porfiria y se adentraba en su enigmático mundo, sobre todo, en su ser vacilante e indescifrable.

La literatura entra en juego, cuando Antonia le da la idea a Porfiria de escribir un diario. Nuevamente, el acto de escribir se vuelve la conjuración de la vida interior, la sublimación de los demonios, la proyección de la sombra o la reconstrucción de una posibilidad extinta. La inspiración venida de los ángeles o la creación posesa, embriagadora, inducida por una fuerza daimónica. “Hay que decir la verdad en el diario”, le dijo Antonia a la niña Porfiria. “De lo contrario, no tiene sentido escribirlo”. Y yo me digo a mí mismo que esa verdad es siempre una búsqueda vacilante, una interpelación sin cuartel en la que el sentido se escurre y se vuelve a materializar, tras cada palabra, tras cada relato encadenado y tras cada texto en potencia, ávido de forma y hambriento de sangre cual vampiro en el papel. Quien escribe, se “desangra”, hace de su sangre una experiencia digna de ser contada, esperando no derramarse demasiado. Y a esa sangre se le nutre de un cariño y, a la vez, de un rigor inconfesable. Ese mismo espíritu es el que se recoge del diario de la niña Porfiria. ¿Será que Porfiria inventó, palabra mediante, a su enemiga en Antonia? ¿Será que la Antonia del relato sea esa versión inconfesable de su propia obsesión, una figura limítrofe entre el amor y el odio?

Hay amor y odio en sus palabras, sí; hay un ángel consciente que le detalla el estilo, una voluntad de pensamiento en la expresión, un amor en la vocación de la escritura; y hay también un demonio consciente que le susurra ciertos caprichos y exabruptos peligrosos, dotando a la autora de una voz perturbada y perturbadora. En sí misma, la voz se remece al confesarse, se debate entre lo angélico y lo demoniaco. Sin una inclinación binaria, hace de su escritura el escenario en el que se debaten, sin tregua, sus fuerzas antagónicas. Nuevamente, la poética se va armando. Recuerdo que yo mismo escribí, en su momento, sobre una poética de la oscuridad, en clave junguiana. Eso de hacer consciente la oscuridad, o de enterrar las raíces en el infierno para ascender a los cielos. Algo parecido reverbera en esta lectura, y trasciende el imaginario de la autora.

El discípulo vence al maestro, dice el dicho. ¿Será que Porfiria intentó vencer a la señorita Fielding, mediante el poder evocador de su diario, transformándola en una criatura de su imaginación? Me pregunto, a medida que el tren avanza, y continuó estático en mi cuarto de soltero, transcribiendo las palabras precisas antes de que pierdan el rumbo. El diario de Porfiria amenaza con volverse una especie de Necronomicón, un conjuro prohibido, fantástico y potencialmente peligroso para quien se sumerja en sus páginas, como en una acumulación de monstruosa fuerza interpretativa. Vuelve la magia, la amenaza, el destino infligido, la posesión. El terreno de lo real se abandona en el momento en que comienza el estremecimiento. Clave para el diario, clave para la literatura y clave para la propia vida.

Quien escribe ha hecho de sus palabras un sigilo. La confidencia se vuelve un código, un enigma. Quien se propone escribir un texto, sobre todo, un texto limítrofe entre la confesión y la invención, comienza a armar un grimorio, un conjunto de hechizos verbales y prácticas mágicas de significado. No importa la inocencia de nadie; la propia imaginación, devenida en ficción, posee a su huésped y le sirve de médium, para expresarse en el terreno material de las palabras y conseguir cuerpo en las visiones y en los deseos. Antonia cierra la lectura del diario por unos días. Pretende ignorarlo, pero no puede. Sigue ahí. La obra está intacta. La magia ha sido consumada. La aparición de la sombra de un gato es clave. El gato, como el gato negro de Poe, se presenta cual maldición y expresión de la propia animalidad, emanación de la sombra junguiana. El silencio maúlla. Yo también dejé de leer y escuché a la gata negra de la casa, llamada Luna, maullar en el living. Fui a verla y estaba viendo fijamente hacia el exterior. Miraba a las gaviotas invadir el techo de la casa. Parecía una escena sacada de Los pájaros de Hitchcock, y he aquí que el misterio vuelve a ser evocado. Gatos y pájaros se enfrentan en una disputa imaginaria, así como Porfiria con Antonia, así como el propio escritor con sus demonios, con sus monstruos, con sus bestias, con sus muertos.

Hay en la mente de quien escribe una azotea o un sótano que conspira para ser abierto o que pugna por cerrarse para no contaminarlo todo. ¿Quién arrojó a quién? ¿Quién cayó? ¿Es la caída un accidente o la consecuencia de un acto criminal? Esa puede ser la pregunta que recaiga sobre el propio acto de escribir ¿es el acto de escribir un acto involuntario, dictado por una voz implacable, o es la consecuencia de una premeditación, un crimen cometido contra la realidad en nombre de las más afiladas palabras? Le toca al investigador, le toca al lector desafiar sus prejuicios y abrirse paso a través de la maraña semántica, narrativa y simbólica, como quien se adentra en el laberinto del imaginario para encontrar un poco de luz y reencantarse con su propia verdad, no sin antes combatir al animal de la inconsciencia. Ese animal no dejará de anhelar el cielo, como la gata Luna. Intentará, por todos los medios, salir de la casa, así como la Antonia felina, transmutada por Porfiria. Se trata de superar la hipocresía del resto, se trata de ser descarnado en la palabra y en la ficción, de echarle fuego a los secretos y de ir desvelando las cuestiones incómodas, merced a la escritura, merced a su potencia ficcional, merced a su existencia orgánica.
No hay caso. Nunca me ha enganchado el punk rock, salvo algunas bandas y ciertos temas. Misfits, por ejemplo. The Ramones, Sex Pistols, The Clash, The Damned, The adicts, Dead Kennedys con Jello Biafra, Black Flag en la onda hardcore, una que otra de Machuca, los Miserables y los propios The Exploited. Me di el tiempo de escuchar punk en su momento, durante la adolescencia, y vacilé algo de los grupos citados, pero nunca me convenció la filosofía, la onda. Eso de andar de pogo en pogo, de ir a las casas okupa y tomar Baltica para luego andar macheteando y dando jugo, nunca fue lo mío. Encontré mucha pobreza musical (bueno, de eso se trata, en el fondo, de ser minimalista, visceral y ruidoso) y una alienación moral y vital travestida de proclama antisistema. Sin embargo, luego de leer la reseña de esta cabra sobre el show de The Exploited ayer en el Caupolicán, logré contagiarme de esa energía disruptiva, de esa propuesta transgresora. Méritos a la reseñista, a su escritura bien pulida, mas no al desenfreno gratuito de los punkis frente al escenario del caos. La escritura puede que sea el verdadero punk si se lo propone, a riesgo de volverse nihilista. Se trata, en cambio, de darle orden al caos, de resistir la debacle del espíritu.