domingo, 26 de febrero de 2023

No debemos seguir polarizándonos. Editorial "Aurora de Chile e Hispanoamérica". Número 10

No debiéramos seguir polarizándonos. La tentación del odio es un ticket de entrada al infierno. Es eso, precisamente —arrastrarnos al infierno—, lo que pretenden los “extremistas”, que obtienen réditos en este tipo de situaciones de alta complejidad que usualmente concluyen en baños de sangre.
En tiempos turbulentos como el que nos tocó vivir tenemos que aprender a ver bajo el agua… y, ciertamente, también a través el fuego.
Dicho esto, detengámonos un momento en el tema de los incendios forestales que han estremecido al país este verano. Para todos menos para los sectores más recalcitrantes de la izquierda en el poder es evidente la identidad de los culpables directos de esta catástrofe, ligados a organizaciones de carácter terrorista que utilizan la llamada «causa mapuche» para llevar agua a sus propios molinos. Con todo, si hacemos el esfuerzo de abstraernos de la contingencia tal vez consigamos comprender con mayor profundidad lo que realmente está sucediendo en Chile. Por ejemplo, hacernos cargo de la forma en que, desde principios del siglo XX el Estado chileno hizo la vista gorda frente a la destrucción del bosque nativo por parte de privados interesados en la explotación ganadera y forestal del sur de Chile. Ya entrado el siglo, la estrecha mentalidad extractivista de cierta élite empresarial hizo lo propio en extensas zonas desde el Maule hacia el sur aplastando a todo aquel que osara ponérsele por delante, sembrando así la semilla de un profundo malestar en sectores campesinos e indígenas. Con el correr de los años, este descontento fue explotado hasta la saciedad por la izquierda radical para alimentar el fuego revolucionario que actualmente nos consume. Así las cosas, debemos comprender que la contumaz incapacidad de los sectores de derecha para elaborar una respuesta apropiada al problema que se había suscitado, dejó el camino despejado a los aberrantes desvaríos de la izquierda más dura, en alianza el día de hoy con organizaciones terroristas extranjeras y, por supuesto, con el crimen organizado.
Porque sucede que tradicionalmente la derecha pasa de largo ante el dolor ajeno, a no ser que ese dolor llegue a las pantallas y haga noticia. Como sector, sólo reacciona, organiza teletones y hace discursos, pero no resuelve los problemas de fondo, los omite, sigue adelante, promueve leyes, saca adelante la economía, se mira el ombligo, descartando la importancia de tener un proyecto histórico y de elaborar un discurso, una narrativa que seduzca a la gente más allá de los pasillos en que se mueve la élite. Por eso es que este sector político cojea siempre en el apoyo popular, se queda corto, eternamente impotente ante el avance de los que sólo aspiran a darlo vuelta todo para usurpar sus privilegios.
También sería bueno examinar más de cerca el tema del desarme de la población civil, promovido por la izquierda gobernante. En este punto debemos entender que muchas de las armas incautadas pasarán a formar parte de los arsenales de grupos que amenazan la institucionalidad del país. También podemos estar seguros de que hay gente siniestra que sacará provecho del tráfico de armas. ¡En el fondo, las fuerzas revolucionarias están preparando el asalto final al poder! Mientras tanto, la derecha en pleno se suma a la charada constitucional, que no es más que una operación de distracción montada para encubrir los pasos que, tras bastidores, estas fuerzas están dando para asumir el control total del país.
Lo mismo sucede en otros ámbitos a nivel local y global, como con el tema de las drogas, las crisis sanitarias, las pandemias, las guerras, etc. Tras cada desastre es posible vislumbrar las huellas de un pequeño grupo que saca ventajas. Para esta gente lo ideológico pasa a segundo plano.
La opinión pública será siempre arrastrada como ganado a las posiciones que mejor beneficien a quienes manejan las clavijas del poder. Porque es preciso asumir que, en el presente, la cuestión ideológica que nos divide forma parte de una trama mucho más profunda y compleja. El espacio político es una escenificación, una especie de puesta en escena en la que los actores son arrastrados por corrientes subterráneas de las cuales la mayoría no sabe nada o casi nada. La gente, por su parte, además de ser convocada a las urnas cada cierto tiempo, sólo servirá de barra brava para aplaudir o abuchear según convenga a sus amos, que son los verdaderos protagonistas de la partida, así como para mantener el show con el pago de impuestos.
Sin importar las banderas que los dueños del juego enarbolen desde sus tribunas, sea cual sea su trinchera, sacarán provecho de las cuotas de poder que hayan logrado alcanzar en sus juegos de fuerza. En ese sentido, organizar un partido político, a izquierda y derecha, equivale a poner un negocio muy, muy rentable.
En suma, hasta que «despertamos», todos somos comparsas, mera utilería de este espectáculo, nada más.
Así que, debemos preguntarnos: ¿qué está sucediendo en Chile, en realidad, más allá del show de la política, cambio de Constitución incluido?
Pues, entre otras cosas, que se están desplegando sobre alma de esta nación los tentáculos de poderes muy oscuros. Porque hay un tema espiritual de fondo, un tema del que se podrían decir muchas cosas [entre otras, que convirtieron la Plaza Baquedano en un altar satánico…], pero lo dejaremos pasar por ahora para detenernos un poco en el avance del crimen organizado y de los carteles de la droga, grupos que han hecho metástasis en el territorio nacional.
¿Quién gana con eso? Cierta élite oscura, desde luego, incluidos políticos y gente vinculada a agencias de inteligencia extranjeras. El tráfico de armas, personas y drogas es un ingente negocio del que saca rédito gente a la cual el poder se le fue a la cabeza, petrificando su corazón y ennegreciendo su alma.
El así llamado «Deep State» es una realidad de nuestro tiempo. Se trata de un poder funesto y sombrío que está detrás, entre otras cosas, de la enorme cantidad de operaciones de falsa bandera que han afectado al mundo desde los albo-res de este siglo, partiendo, por supuesto, por los ataques del 11-S, hasta a la guerra de Ucrania [Nota del Editor: ¿Qué otra cosa son los incendios del sur de Chile?]. Este poder está íntimamente conectado con la «Iglesia profunda» de la que suele hablar monseñor Viganò.
Gracias a Dios, no se trata de una sola entidad sino de muchas que se reparten el botín en los distintos niveles de la pirámide del poder mundial. Lo que debemos entender es que no se trata de individuos intrínsecamente perversos, sino de una dinámica que se manifiesta en las relaciones personales a todo nivel. Cualquier individuo, llegado al grado pertinente, sin importar la predisposición ética y moral de su espíritu, no hace más que dejarse asimilar por una dinámica relacional preexistente. Una dinámica en la que todos se comportan como si transitaran por una selva oscura y tenebrosa. Así, cada quien, al sacar provecho de su posición, ya sea en las altas esferas o en los bajos fondos, no está haciendo otra cosa que asegurar su propia supervivencia y la de los suyos.
¿Se entiende? La tendencia a la perversión no está, necesariamente, anclada en el alma de las personas —por lo menos, no en la generalidad de las personas—, sino en los patrones conductuales adquiridos en el contexto de una dinámica social enfermiza en la que el papel protagónico lo tienen emociones como el miedo, la ira o la simple ansiedad existencial. En suma, convencidos de que vivimos en una selva, percibimos a los otros como posibles depredadores. En consecuencia, para no sucumbir en el fragor de la «dura batalla por la vida», la mayoría decide actuar precisamente como tal. He ahí la raíz del odio, de la intolerancia, que luego disfrazamos de ideología haciendo uso de la razón para justificar lo injustificable.
De modo que resulta crucial despertar de una vez por todas y dejar de alimentar el odio que nos consumirá vivos en caso de que no podamos detener esta locura a tiempo. En el fondo, el verdadero enemigo está ahora mismo clavando sus banderas en el corazón de todos aquellos que se dejan arrastrar por el miedo, por el odio, por la intolerancia, por la ira.
Hay que oponerse al adversario, por supuesto, combatirlo en el campo de batalla de ser necesario, pero dejar de lado el odio que nubla la mente a objeto de combatir la oscuridad con el único medio ante el cual ésta es SIEMPRE impotente: la LUZ.
Porque no es lo mismo aborrecer una idea nefasta, que odiar a la persona porta-dora de esa idea. El odio personalizado —dirigido a la persona— siempre rebota.