Cuando iba en el trole de vuelta de la pega, se subió un caballero cuentacuentos. Era Don Eduardo Serey, conocido como “Viejo Pancho”. Pasó ofreciendo su pequeño libro llamado “Valparaíso: una historia sin olvido”, no sin antes contar uno de sus relatos. Se trataba sobre el famoso Almendral, el sector del “plan” que abarca desde Aníbal Pinto hasta la Avenida Argentina.
Decía que Don Pedro de Valdivia regalaba tierras a sus soldados más fieles y honrados. Uno de ellos era don Martín de García, quien recibió de parte del conquistador el terreno que contempla, hoy por hoy, el sector llamado Yolanda. El soldado García plantó allí un huerto de almendros que luego fueron vendidos a una acaudalada familia criolla. Fue así que gran parte del plan fue reconocido con aquel nombre para la posteridad.
El “Viejo Pancho” contó luego un segundo y último relato. Se trataba sobre el origen del término Valparaíso. Es algo que se discute hasta el día de hoy, pues no hay un origen definitivo. Don Serey aludió, primero, a la contracción de las palabras “valle” y “paraíso” usada por los navegantes del soldado Juan Bautista Pastene. También se refirió a la versión sobre Juan de Saavedra, quien habría llamado a la rada de Quintil con ese nombre, en recuerdo de su pueblo en España, llamado Valparaíso de Arriba, ayuntamiento de Carrascosa del Campo.
Para rematar la historia, Don Serey se refirió al nombre autóctono de Valparaíso: Alimapu o Aliamapa que, en mapudungun significa “Tierra quemada”, y así era llamado por los picunches que habitaban la zona. Con un estilo muy refinado al hablar, el “Viejo Pancho” aprovechó de pasar por los puestos de los pasajeros para vender su libro. Sin duda, capturó la atención de los allí presentes, caballeros y señoras mayores, en particular, una señora que no paraba de observarlo, sonriente por el despliegue de carisma y estilo, y una joven que grabó atenta la intervención, seguramente para ser compartida o sencillamente para registro personal, como si se tratara de una reliquia en bruto.
Le compré a Don Serey su libro, de nuevo. Tenía un ejemplar suyo que extravíe producto de las constantes mudanzas. Era una edición distinta, aunque con un formato idéntico. En aquella aparecía un ascensor difuminado. En este nuevo ejemplar, figura un retrato dibujado del “Viejo Pancho” sosteniendo una brújula y un dibujo sencillo de la Iglesia de San Francisco, sobre una embarcación en el mar.
Antes de comprarle el libro, recuerdo que tuve que transferirle, porque no tenía efectivo. Luego de realizada la transferencia, le mostré en pantalla el comprobante. No alcanzó a verlo. Sin embargo, no se preocupó. “Confío en usted”, dijo Don Serey, sonriente, mientras le entregaba el ejemplar de su “Historia sin olvido” a la señora que lo observaba con ímpetu y a la joven que lo grabó. Al bajarse, no paró de despedirse, entusiasta, de todo el mundo, con su brazo bien alzado, mirando hacia el conductor.
Pude advertir en la persona detrás del “Viejo Pancho” una serenidad inaudita, en circunstancias de que la ciudad sobre la cual se inspira está gozando de mala fama, y ya no despunta, precisamente, por sus viejas glorias. Acaso la tarea de Don Serey sea la de un caballero de otra época, que viene, como se dice “de vuelta” y que ha logrado ese estado zen de los últimos días, ese algo quijotesco, propiamente porteño. Lo mejor es que nuestro Quijote porteño se mueve solo y, aparentemente, no forma parte de ningún círculo local de escritores. Es solo él y su humilde librito anecdótico, lejos del mundanal ruido literario. Dejemos entonces que el trole -amigable y familiar- sea la ocasión para su lectura.