jueves, 25 de mayo de 2017

Perdida

La alumna de la esquina en el fondo, la más callada del curso, aparentemente, la más aislada, sigue leyendo la novela que en todas las clases de lenguaje lee. Una novela que nada tiene que ver con el plan lector. Una novela de su propio catálogo. Hasta el momento, no le había prestado mayor atención, estando demasiado ocupado con los "bandidos" de más al frente. Pero nunca la perdí de vista. A lo largo de dos semanas, ya ha avanzado por lo menos unas 50 páginas. Esta vez, durante la prueba de narrativa, fue la única vez que dejó su atenta y estoica lectura. Se le veía tan inmersa que la clase no era sino el telón de fondo para su placer autista. Una vez terminada la prueba, prosiguió en la página en la cual había quedado. Sacaba la novela y encontraba la página con un método tan milimétrico como misterioso. Había algo en ese silencio y en esa persistencia que se desmarcaba de la realidad impostada de la clase. Estaba presente, pero al mismo tiempo, no estaba precisamente ahí. En un momento de vacío, acudí a averiguar qué pasaba con ella, mientras el resto de los cabros se incorporaba para salir de clases. Le pregunté qué estaba leyendo. Dijo que era la novela Perdido de Maggie Stievfater, la cuarta de una saga de libros llamada Temblor, que mezcla elementos de fantasía, imaginario licántropo y romanticismo. "¿Algo así como Crepúsculo pero con hombres y mujeres lobo?", le pregunté, no sin cierta ironía. "No, para nada. Esto es mucho mejor. No me gusta Crepúsculo. Prefiero esta: Temblor. Léala". Seguí de cerca su recomendación. Aunque no lo parezca, hay algo estimulante en esa clase de literatura juvenil. Cierto dominio genérico. Cierta sencillez y frescura dramática. Un entremés, digamos, una antesala a la llamada "literatura de autor". La chica entonces dejó pendiente la novela, con un marcador de página del propio libro. Su mirada se veía perdida después de haber pausado su anterior lectura vertiginosa. Me inquieté por eso y le pregunté qué le pasaba. Dijo que no pensara mal. Que no era la lectura lo que la tenía así, sino que el Ravotril. Recuerdo que ella, cuando no estaba leyendo, lo único que hacía era cruzarse de brazos y dormir en clases de manera muy evidente. Al parecer la lectura de la saga de Stievfater la volvía en sí pero a la vez la hacía abstraerse del mundo. La escuela era esa abstracción; su novela, el portal hacia si misma, hacia su ejercicio que la mantenía en el limbo. "Estoy medicada, profesor. Por eso me quedo dormida. La lectura me mantiene despierta". Fue la única explicación que me dio a su estado y a sus constantes introspecciones. De ese modo, se incorporó de la nada y salió luego con una compañera a comprar. Los otros chicos, en su habitual desorden, salían a recreo, volvían a su estado natural de indisciplina. La novela de nuestra lectora permanecía ahí, en la mochila, semi abierta. Su propio ansiolítico hecho de palabras, de mutantes y de idilios.