viernes, 10 de febrero de 2017

Ejercicio erótico narrativo (el trazo secreto)

Recuerdo que, en ciertas ocasiones, cuando el acto estaba a punto de arrancar, la previa se daba por azarosas circunstancias. Era la consecuencia de una conversación demasiado íntima, al compás de un jazz trasnochado, o bien el desliz luego de una voladera inusual, en conjunto con unos cuantos grados etílicos. La cuestión con ella fue más o menos así: Perdíamos noción sobre quien empezaba, entonces ya me veía envuelto en su figura paulatina, en sus curvas peligrosas, y era en ese instante el tacto lo que afloraba, lo que remecía la susceptibilidad. Un leve cosquilleo que desembocaba en carcajada o en un toque más osado, que iba naufragando por todo el cuerpo desde el cuello hasta el pecho, dejándonos atónitos, oscilantes en esa cadencia, incendiando los genitales hasta el punto de su cocción, mientras la conspiración continuaba, y la música ya no se distinguía del ritmo general de esos sentidos, y el saxo de ese entonces (solo de Coltrane) no se distinguía ya del sexo, puro y duro. 

En un momento ella paraba. Su silencio era parte del erotismo de la situación. Creaba un suspenso dulce por demasiado secreto. Parecía susurrarme al oído lo caliente que estaba su entrepierna. Entonces las manos temerarias iban bajando, hurgando a través del monte, dando con la zona próxima a la cérvix, rozando con furia el origen de la vida. A las manos luego se sumaron los labios, sintiendo correr de a poco el fluido de la vertiente. Los gemidos se iban pareciendo al coro de la improvisación, susurros nocturnos, sudorosos. En los cuales ninguno lograba entender realmente lo que decíamos, y no importaba, porque esas palabras no decían, solo tenían un ritmo, un ritmo efusivo, a ratos fragmentario, confundido con la atmósfera de la música, haciendo juego con la luz baja y el humo de marihuana saliendo por la ventana, escapando por el agujero negro de la noche hacia la calle vacía, libre en ese momento de figuras y de sujetos. Libre de guardianes voyeristas.

La cuestión, de ese modo, continuaba, muy a pesar de nuestras intenciones. Sobre la cama en posición de caballito, los miembros seguían consumiéndose, su trasero brillante iluminaba la oscuridad como la luna misma, a medida que mi puñal atravesaba su hendidura profunda, pero en un instante, al erguirme, sus manos delineaban la espalda abriendo un tajo, dibujando un trazo secreto, perverso, que solo sus ojos podían deletrear. En ese roce misterioso zozobraba, el aliento no alcanzaba a emitir la lectura cabal. La expresión, la interpretación fidedigna de lo que sentía. No era más que el cómplice de esa marca sangrienta en la espalda. No pretendía tampoco indagar en ella. No buscaba increparla sobre su pequeño delito, sobre su pequeña huella en la carne. Iría en contra del contrato de fuego que en su tiempo firmamos. Aquella marca como un texto críptico que solo ella podría recordar en toda su ley, al otro día, cuando cada quien regresase a su rutina, desvelado, disipando la memoria de toda aquella locura. También el arañazo todavía fresco cuando veía mi rostro en el espejo sucio de la casa. Quizá solo la evidencia o la ilusión fatal de aquella madrugada, en que creía reconocerla y escucharla más allá de sus asentimientos y confesiones dolorosas. 

Luego del viaje de regreso, su mensaje interno informando que llegó a salvo. Parecía más amable de lo que reflejaba en un principio su ímpetu caluroso. De regreso a la pieza, las cenizas de los cigarros que anoche se fumó, las voy recogiendo como cada una de las palabras que durante la sesión omitimos. En el mensaje, un corazón para coronar la improbable expectativa.