martes, 21 de febrero de 2023

Octubre negro

Una turba me perseguía. Era una turba no muy distinta a las que se formaban en las manifestaciones del Octubre Rojo o en las contra marchas del otro bando, aquellas en que se dejaban ver carteles con la consigna Patria o Caos. La cosa es que, ante la premura por arrancar de mis perseguidores, nunca conseguí distinguir de cuál de los dos bandos eran. Si no podía saber quiénes eran, tampoco podía saber por qué me perseguían.

Al no poder definirme en medio de la huida, el rostro de la amenaza era difuso, pero su peligro era real. Corrí lo más que pude en medio del anochecer, en una avenida semejante a la Avenida Pedro Montt. Traté de esquivar a mis perseguidores metiéndome por algunos callejones, aunque sin posibilidad de perderlos de vista.

A medida que corría, trataba de recordar qué había pasado: por qué a mí, si había formado parte de ellos y me descubrieron o era del bando enemigo. Hacía un esfuerzo increíble en tratar de recordar mientras arrancaba por mi vida. Nada. Solo urgía apurar el ritmo de mi corazón cada vez más convulso. ¿Cuál era la bandera por la que iba a ser sacrificado? Ninguna respuesta podía salvar mi situación. Seguí corriendo como si ya no quedara calle.

Miraba hacia atrás repetidas veces, y los perseguidores continuaban ahí, interminables. Fue tal mi desesperación que, en un momento, pensé en arrojarme a la calle con el riesgo de ser atropellado. Ni siquiera la policía se había manifestado, en esos frenéticos instantes. Las calles, como nunca, lucían despejadas, aunque repletas de neumáticos, restos de bombines y señaléticas destruidas.

Como pude traté de perder a los perseguidores al llegar a una plaza gigante. Me adentré en ella como quien se adentra en un bosque salvaje. No había focos ni luces. Corrí dentro, sin parar, con la esperanza de hallar una salida o, al menos, una luz encendida.

Al otro lado de la plaza, parecía que ya había recorrido lo peor. Había salido de la oscura plaza y ya no sentía venir a mis perseguidores, pero era demasiado pronto para cantar victoria. Ellos pudieron haber tomado un desvío para pillarme por sorpresa, así que seguí corriendo calle abajo.

Al llegar a la esquina próxima a mano derecha, pude divisarlos. Ninguno de ellos estaba dispuesto a claudicar en su misión, por lo que corrieron con más prisa que antes. Retrocedí sin pensar y me eché a correr calle arriba, prácticamente, al límite, en mis estertores.

Corrí sin mirar atrás, hasta que di a cien metros con un vehículo, el primer vehículo en ese espacio denso y en esa noche que parecía la noche después de una purga. Fui por ese vehículo a buscar ayuda. Una mujer estaba al volante, una mujer entera de negro, con el pelo tan largo que le tapaba el rostro. Me subí a su auto rápido y le dije, alterado, que me llevara, que acelerara, que me perseguían. La mujer, sin respuesta, solo atinó a darle marcha al vehículo y a partir por rumbo desconocido, entre medio de unas calles paralelas.

–Llévame lejos-, le repetí, a la misteriosa mujer al volante.

-Ponte el cinturón-, me dijo, con una voz baja, seria.

Así, el auto avanzó lo suficiente para perder de vista a los matones que buscaban liquidarme. La mujer conducía con una tranquilidad inquietante, pero sin decir mucho.

-Te debo una. Me venían persiguiendo-, le dije a la mujer.

-Es tu día de suerte-, repitió ella, mirándome levemente, con tal de no dejar ver su rostro. Luego, volvió a concentrar su mirada en el camino.

-Así que te perseguían ¿Ladrones? ¿Pacos?-, preguntó ella, mientras conducía.

-No lo sé, eran unos tipos extraños.

-¿Pero venías de alguna parte?

-Ya no recuerdo. Solo sé que me perseguían, y temí por mi vida.

-¿Y adónde vas?

-Supongo que donde vas tú-.

Silencio por unos segundos. No dejé de mirar a la mujer. Ella siguió concentrada en el camino.

-Hay un montón de pacos en la próxima avenida-, dijo. –Dicen que un hombre escapó de prisión, no muy lejos de aquí-.

Su afirmación me tomó por sorpresa. Miré, esta vez, hacia afuera. Comenzaba a llover. Traté de recordar de nuevo qué había pasado antes de mi persecución. Cualquier intento por recordar era inútil.

-No sabía que había una prisión por acá cerca-, le contesté a la mujer.

-Pues sí. Es muy peligroso allá afuera-, dijo ella. –Ya no puedes confiar en nadie.

La mujer despegó su mirada del camino y la dirigió hacia mí. Algo en ella me produjo escalofríos. No despegaba su mirada de la mía. Yo miraba al volante, temiendo que perdiera el control del auto. De pronto, se abrió lentamente parte de su chaqueta de cuero para dejar ver un tatuaje encima de su seno derecho. Ese tatuaje era una bandera chilena negra. Fue cuando vi ese símbolo en su tatuaje que comencé a recordarlo todo. La insurrección, la quema, la conspiración y, luego, el golpe.

El rostro de la mujer se desencajó. Su mirada fría se volvió amenazante. En la medida que recordaba cada episodio de aquel tiempo, mi miedo crecía. En un instante, sin que me diera cuenta, sacó una pistola y la apuntó hacia mí, sin perder de vista el volante.

-Te pillé, maldito-, dijo ella. –Por fin, te pillé-.

Con un arma apuntando a mi cabeza, totalmente paralizado, no podía creerlo. Ella dejó ver su rostro, oscurecido por la noche y por la historia. Mi corazón latió como nunca.

-Lo tengo. Aquí está-, repitió la mujer. Había activado un sistema de voz en línea. Fue ahí cuando supe que ella estuvo siempre en contacto con mis perseguidores. Ellos eran los que usaban la bandera chilena negra. Iba a ser sacrificado en su nombre. Seguramente, ese era el objetivo.

Advertí realmente lo que estaba pasando. Ella estaba decidida a vengarse. Así, recordé de golpe lo que había ocurrido después de aquel octubre.

El vehículo siguió su camino a través de una carretera que parecía eterna, mientras que ella me seguía apuntando, sin perderme de vista.

-Más vale que te prepares ¿oíste?-, dijo, con enfado. –De esta no te salvas-.

-Esta no es la forma-, le respondí, -Irás detenida, al igual que los otros-.

-¿Que voy detenida? Jajaja, las patitas del hueón. Siempre tan careraja. Las cagaste. Tú eres el único prófugo acá-.

-Estás completamente loca. Esto se tiene que acabar, ahora. No puede seguir-.

-Te equivocas, esto acaba de comenzar-, dijo ella, con voz fuerte. –Pagarás cara tu traición-.

Tan pronto como ella volvió su mirada al volante, unas luces se divisaron a lo lejos, unas luces que apuntaron hacia nosotros. Eran tan fuertes que no alcanzaba a distinguir si era la policía o si se trataba de otros agentes desconocidos. Cegada por las luces, ella perdió el control del volante. Aproveché para zafarme. Forcejeamos. Le traté de quitar el arma para poder escapar, pero, en medio del forcejeo, el vehículo se fue a la deriva, saliendo disparado fuera de la carretera.

Malherido, desangrado, volví a mirar su rostro, también ensangrentado, lleno de lágrimas. Mi corazón perdía su ritmo, a medida que aquellas luces bélicas se acercaron a nosotros, en medio de la salvaje oscuridad del bosque. Comencé a perder la consciencia. Comprendí, entonces, que la memoria quema y el fuego no tiene otro rostro que la disolución.