viernes, 21 de septiembre de 2018

De anarcoindividualismo o de cómo justificar tu egoísmo solipsista con rollo ideológico.

"Caministas" al desvío

De paseo por el parque Quebrada verde, tanto T como A estaban maravillados. Les hice saber que no había venido al parque desde hace muchísimos años. T me preguntó si algo había cambiado en el sitio desde aquel entonces. Sin ninguna otra cosa que responderle, y durante una breve pausa, acabé diciéndole que solo yo era el que había cambiado. Su extrañeza fue inmediata. Ya dentro del parque, lo primero era encontrar el mirador que daba hacia la espectacular vista de la laguna. En el sitio había una especie de quincho improvisado en donde el humo de las parrillas y el griterío de los niños conformaban el humor dominical. A través de ese ambiente de familia nosotros éramos los patiperros sin otra pretensión que la caminata. Al llegar al mirador, la estructura de una proa hundida en la tierra, y atrás una popa de forma rectangular que se alzaba también de entre el suelo dando la forma de una encalladura surrealista, allende los cerros y mirando frente a frente al océano. T decía que la popa no podía tener esa forma, que la forma que le correspondía por defecto era la de curvatura. Si acaso esa popa disímil era un error de arquitectura o estaba dispuesta allí intencionalmente para dar la impresión de un enclave fuera de lo común. Primera discusión de la caminata. Entre tanto cada quien apreciaba la panorámica del sector. El mirador tenía dos niveles. En el superior estaban T y K, juntas divisando el horizonte sobre el que se cernía la costa de Valparaíso. Mientras abajo, A, luego de un registro audiovisual de la panorámica, pretendía crear una performance, un choque de visionados en el que cada cámara apuntase hacia el otro. Así T y K nos apuntaban desde el mirador superior, a la vez que nosotros las enfocábamos a ellas en un juego de contraluces. Parecía una simple volada fotográfica del momento, pero era el paisaje y su eminencia la que propiciaba la improvisación, figurando invocada en cada plano y secuencia como punto de fuga. 

La próxima ruta era rumbo al segundo mirador. Tomamos el camino de regreso a través de la zona del quincho familiar, para luego derivar hacia los humedales en donde estaba el punto de derivación señalizado con unos letreros viejos. Como indicaba una leyenda, pasamos a través de un camino de tierra que nos decía que el mirador del barco pirata quedaba en sentido contrario al gimnasio al aire libre. K empezó a insinuar, junto con T, que el único camino posible era ese “camino de tierra”, connotando el doble sentido de la expresión, a lo cual no pudimos evitar una carcajada nerviosa, sabiendo que, broma aparte, no era tan descabellado pensar que ese camino era el único deseable y transitable. A medida que andábamos, aludía a la ya clásica frase de Machado reinterpretada por Serrat, tarareando un sonoro y agitado “caminante no hay camino”. T y K repetían, “se hace camino al andar”, ante lo cual K, entusiasta, sugirió que como grupo de excursión había que llamarnos “caministas”. Pioneros del llamado caminismo, merced a la aventura y la ilusión. En tanto pasábamos los humedales, llenos de una superficie opaca, muy parecida a las aguas servidas, con esa misma idea caminista en mente tomamos un desvío contrario al del letrero viejo, hasta que el sendero nos llevaba a una inaudita vuelta en U. El sendero abrigaba una cantidad inusitada de matorrales, cada vez más altos, y zarzas espinosas que nos daban la bienvenida invitándonos a pasar entre medio de ellas mediando un dolor energizante. Caminábamos raudamente a través de los matorrales, pese a que todo indicaba el desliz al cual habíamos accedido de manera voluntaria. K reía de tanto en tanto por el absurdo de nuestra respiración y sentido de la orientación. En tanto más perdidos, nuestro humor se hacía más negro. T y K recordaron los escenarios de La bruja de Blair. A discutía si acaso, pese a su paupérrima calidad, podría ser concebida desde su categoría de docureality o seudo documental. Yo estaba seguro que La bruja de Blair cabía dentro de otra categoría de la que no recordaba a ciencia cierta el nombre. Ya que no cabían tampoco categorías para el momento y para la experiencia a través de los matorrales, seguimos andando porfiadamente en esa miríada vegetal. A medida que lo verde se hacía más denso y abundante, intuíamos que del otro lado encontraríamos el destino del mirador, el supuesto segundo mirador pirata. A mitad de camino, iban apareciendo una suerte de pequeños canaletes. Le comentaba a T que el parque se iba convirtiendo poco a poco en aquella Zona de Stalker, pero sin vigía ni guardián, dentro de la cual nunca existía un camino exactamente idéntico tanto de ida como de vuelta. Y efectivamente así era, cuando errábamos siquiera guiados por una cuestión eminentemente geográfica, mejor dicho, accidentalmente. Cuando con los comensales comenzamos a internarnos a través de los canaletes, entreviendo que en ellos podía estar la clave a nuestras señales, ¡eureka! Se aparece entre las malezas una especie de mirador natural, no señalizado por la administración del parque. Una vista espectacular de la bahía pero desviada y a la sombra del primer mirador transitado. A había concluido, luego de registrar el momento, que en realidad el camino que habíamos tomado, el camino del desvío, nos había llevado a un derrotero más emocionante y contingente que el establecido por la administración, pero nunca comprendido del todo por estos patiperros de provincia. “El camino de la perdición. Ese es nuestro camino”, le había dicho a A, más en broma que otra cosa, cuando íbamos caminando a tientas a un costado de los humedales, pero ahora esta declaración cobraba un significado inusual, uno que nos permitiría seguir una tónica parecida para continuar con el recorrido sin temor a perdernos. 

La vía de regreso, nuevamente enrielados conforme a lo que establecían las señaléticas, nos transportaba más allá de los humedales, hacia la llamada “granja educativa. Pero antes de derivar hacia ese otro norte, seguíamos insistiendo en buscar por nuestra cuenta aquel ya mítico segundo mirador. La recurrencia del sitio al que estábamos accediendo había llevado a T a asociarlo con alguna suerte de deja vu cinematográfico. K llegó a aseverar que estábamos comenzando a visualizar la “matrix” en esos vericuetos circulares. Pero no se sabía en qué momento había ocurrido esa psicodélica iniciación. Si acaso al momento del desvío del camino señalizado, si al tocar la zona similar a la de la peli de Tarkovski o al encontrar aquel diminuto pero magnífico mirador natural. Por mi parte, expresaba que de hecho nuestra percepción podía estar equivocada y que podía existir la posibilidad de que hubiésemos viajado en el tiempo bosque adentro, y que ese sitio y, por extensión, la realidad completa (en sentido opuesto a como había expresado al entrar al parque) era la que había cambiado por completo, y no nosotros. T, agitada por la caminata y confundida por tan rebuscada idea, comenzó a decir que le daba miedo, agregándole dramatismo a un asunto de por sí tan irrespirable. No había una causa espacial para nuestra sensación, excepto la de nuestro delirio nómade, la de nuestra geografía mental palpitando paso a paso, codo a codo con lo desconocido abriéndose de tajo. A sugería, al llegar a una ruta divida en izquierda y derecha, que camináramos hacia la izquierda, sendero que luego nos llevó hacia otro pasadizo de arboledas, hasta llegar a un portal custodiado por dos estatuas de serpientes. T nos preguntaba si recordábamos qué simbolizaban las serpientes en la cultura hebrea. La serpiente era el animal que tentó a Eva a comerse la manzana del árbol del conocimiento. Era el animal cómplice de Satán, culpable del destierro del paraíso. En cierta medida, internarnos en ese barranco custodiado por dos serpientes implicaba adentrarnos en el terreno del destierro, hacia una cierta zona prohibida por su pecaminoso misterio. La ansiedad del camino, la delicia de lo desconocido nos traía sin cuidado. A planteó que si ya habíamos decidido cursar el camino del desvío, no veía inconveniente en seguir cerro abajo a través de ese portal bífido. La cosa era ver qué nos deparaba la naturaleza y sus relieves, como buenos caministas que juramos ser. Solo tuvimos que bajar unos cuantos metros a través del camino de tierra descendente para encontrarnos con un Moai solitario puesto entre medio de unas ramas, piedras y columnas pintadas que simulaban las reminiscencias de alguna clase de ritual. Advertía a los demás sobre la particular disposición de las ramas en el suelo que simulaban unas trampas. La paranoia detonaba nuestra imaginación a raudales, recordando que todo iba asociado a los instrumentos de cacería de ciertos pueblos nativos, enemigos del huinca. Cuando rodeábamos unos árboles pintados con manchas azules, temía que salieran algunos aborígenes de la nada arrojando cerbatanas y tumbándonos a nuestra suerte. T y K reían, impulsadas por el humor adrenalínico pero no sin cierta expectación por el camino que se abría a nuestras anchas. A se preguntaba sobre la razón de ser de aquel Moai solitario. No hubo otra explicación, ficción aparte, que la dispuesta por la logística de la administración, su enrevesada logística cultural. Miramos sendero abajo y el campo se encontraba llano hacia el horizonte marino. Sin embargo, ese no era nuestro mirador. Lo atestiguaba una oscura y amenazante arboleda al fondo, que servía de gran muro natural hacia nuestra, a esas alturas, terca ilusión. No tuvimos otra que devolvernos, y salir de aquel portal custodiado por serpientes. Salíamos del territorio del destierro, de aquel imaginario biblíco aprendido a la rápida merced a la agitación del instante, y volvíamos por la ruta dilemática, todavía en pos del segundo mirador, pero ya asumiendo que ninguno de nuestros pasos, cuál de todos más errático, nos dirigía hacia el destino que nos habíamos propuesto y que vacilaba ante nuestros ojos embargados de ensoñación y de persistencia en el andar. Tomamos así el camino más cercano hacia la ya nombrada granja educativa. Un nuevo destino más amigable que nos impelía a descansar de la ya laberíntica inventiva de nuestra itinerancia. A esperaba que en aquella senda sí que no sacáramos la vuelta como habíamos estado haciendo hasta ese momento de manera tan vehemente. Estábamos todos de acuerdo en que ya no era hora de seguir sacando la vuelta. 

Descansábamos bajo la sombra, al alero de un viejo árbol, antes de adentrarnos en la granja. Los animales allí miraban a sus visitas humanas con un gesto perdido, con una naturalidad sospechosa, signo de cautiverio absoluto. La ternura que rebosaba el ternero se reflejaba en el lente de la cámara. La belleza de un cervatillo blanco se lucía como queriendo acaparar la atención de los humanos. Cuando dimos con una hembra de Llama, esta se acercó sigilosamente, hasta que salió de atrás el macho en un ademán un tanto intimidante, como buscando rayarnos la cancha. A decía que el macho nos había “echado la choriada”, y, fuera de hueveo, era algo que realmente el animal estaba sintiendo en ese instante. K imitaba la voz de la Llama, ante la mirada impávida de la hembra. “Malditos humanos”, repetía, “malditos humanos”. Mientras K y A seguían fotografiando a los animales, y recorriendo la granja cual paparazis de la fauna, con T nos internamos hacia donde estaba un macho cabrío. Misterioso, imponente, apenas se dejaba ver encima de un promontorio, demasiado acostumbrado quizá a las visitas impertinentes de los humanos. Recordé la figura del macho cabrío en la película La bruja, asociada por el culto cristiano a la figura de Satanás. T se acordó luego de un estado que había posteado Sergio Fritz Roa respecto al semidios Pan. En este se hablaba de Pan como un semidios asociado al pastoreo y a los rebaños, que además guardaba una estrecha relación con el culto a la fertilidad y a la virilidad, manifestada en las dionisíacas, personaje que luego, durante la Edad Media, fue relegado a su papel satánico, dotándolo de una oscuridad que no le pertenecía, a excepción de su potencia avasalladora solo comparable al carácter salvaje propio de la naturaleza. T hablaba de que el macho cabrío era antiguamente el animal del sátiro, del fauno del bosque. Lo decía en ese tono conciliador en tanto el macho asomaba su mirada distante por entre las rejas, contemplando con agudeza nuestra conversación a expensas suyas. De ese modo, dejábamos a Pan en su soledad cautiva, su porción de todo enigmática mientras seguíamos nuestro camino para volver con K y A, aun fascinados con el secuestro de la fauna a través del ojo artificial. Con A nos internamos luego hacia otras jaulas. Las chiquillas iban por su lado, terminando de merodear a los animales que faltaban. Dimos con una jaula repleta de pájaros. El bullicio de las aves encerradas denotaba un evidente estrés y nerviosismo. Su canto era tan disonante e inarmónico que por el ruido generado nos impulsaba a querer abrir, de una vez por todas, esa jaula. Pero no. La jaula estaba ahí por algo. Era a todas luces injusto, y anti estético, pero los pájaros, sin razón aparente, tenían que permanecer ahí, cautivos, pero perfectamente reducidos, por orden de la administración, para recreo de los visitantes que buscan otra oportunidad para perderse en el parque y, de suyo, perderse a si mismos. A se acordó de la clásica película de Hitchcock. Imaginaba que los pájaros pudiesen salir volando y atacar en una represalia a los humanos, o tal vez simplemente emigrar hacia otros cielos, en busca de otras mentes que surcar. Esas aves encerradas eran la proyección de sus propios visitantes, pero esa aproximación cinéfila solo servía para amortiguar el suspenso de la incongruencia. Así, con A volvíamos a buscar al resto de las caministas con tal de regresar hacia el punto de entrada de la travesía. El segundo mirador aún anidaba en nosotros como destino latente, pero dada las circunstancias, lo mejor era darse un momento de quiebre y abortar misión hasta poder retomar energías y recuperar nuevos aires. Hasta K se alcanzó a rajar con una chicha enchampañada que tenía reservada precisamente para brindar por la ocasión. No había ya misterio que nos detuviese, puesto que el guardador había acabado de entregarnos un mapa que nos llevaría a la dirección exacta de nuestra meta inicial. T había caído en la cuenta que todo en el Parque se hallaba tan milimétricamente dispuesto que cualquier inminente pérdida estaba incluso prevista dentro del diseño general. Era inevitable volver y dar esa vuelta en 360 grados hacia el mirador, la granja y después hacia la entrada al Parque. Sin embargo, nada de lo que habíamos experimentado en el proceso cabía en la mente de ninguno de los administradores. La experiencia del desvío, del portal y del falso mirador se había vuelto carne, nervio y ya era parte de nuestra palpitación tanto como nuestros pasos en falso. La única forma de andar era errando. Lo supimos tarde. Quebrada verde era, a su manera, una Zona diferente, única, especial, tras cada seña de extravío.
A unos metros de Carrera, se acercaba detrás mío un tipo a paso firme. Iba acompañado de un perro. No temí nada. Seguí tranquilo por la acera, hasta que al hacerme a un costado, el tipo se adelantó, pero luego se acercó entreviendo un ademán reposado. Todo indicaba que quería pedir alguna cosa. Entonces, cuando retomó el paso, no la pensó dos veces y preguntó: ¿amigo, tendría una gamba pa la micro?. Un tanto escéptico, y todavía apresurado, le dije que no tenía nada, en ocasión que realmente sí tenía, pero ante la duda mas valía abstenerse. El tipo, ducho, captó la movida, y siguió rumbo a la avenida, en un tono totalmente complaciente, incluso disculpándose por el inconveniente. Antes de alejarse, eso sí, había aclarado que era de Talcahuano, como justificando su aparente extravío por estos lares. Pero cuando estuvo a punto de alejarse lo suficiente para cruzar a mitad de cuadra, dio vuelta el rostro queriendo comentar algo a lo lejos. "Así es la vida del honesto", decía, en el momento en que el perro lo seguía como su sombra animal, ícono de la transparencia. No esperaba ninguna clase de réplica, solo comentaba al aire como queriendo desahogarse, y de paso, arrojar esas palabras desaforadas a modo de indirecta con su único interlocutor, tal vez, en el fondo, igual de perdido por la vida, contra el silencio de la calle a estas horas de la noche. No podía saber si el tipo realmente necesitaba esa mísera gamba, o si la necesitaba con quizá qué clase de motivación, y él tampoco sabía si yo realmente no quería darle esa gamba porque no tenía, porque sospechaba de él o porque no me daba la real gana. No cabía ya la verdad en ese encuentro inconexo y azaroso, pero sí cabía, en cambio, el velo del diálogo abrupto entre desconocidos, la política de la casualidad como la única ley de la noche, sin derrotero ni tampoco sin explicaciones.