domingo, 14 de octubre de 2012

"La hora veinticinco", Virgil Gheorghiu, extracto Fantana


Después de la cena, el sacerdote preguntó a Traian cuáles eran sus nuevos proyectos literarios. El escritor vaciló antes de responder:
            —Mi próxima novela será un libro real, tan sólo literario en su técnica. Mis personajes existirán en la vida real. Todos podremos verlos y saludarles en la calle. Pienso hasta dar su dirección y sus números de teléfono.
            —¿Y quiénes serán esos personajes a los que quieres hacer semejante publicidad? —preguntó el juez, sonriendo.
            —Mis personajes serán hombres existentes en toda la superficie del globo —dijo Traian—. Pero como ni siquiera Homero hubiera podido escribir una historia con dos millones de personajes, yo seleccionaré un pequeño número, probablemente diez. No necesitaré más. Esos diez vivirán los mismos acontecimientos que los otros.
            —¿Elegirás a tus personajes según los criterios científicos para representar a la Humanidad en su propia esencia? —preguntó el juez.
            —No —respondió Traian—. El azar seleccionará únicamente a los personajes de mi novela. No es necesario emplear criterios científicos. Lo que ocurrirá, podría ocurrirle a cualquiera. Serán acontecimientos a los cuales ningún ser humano sabría escapar. No necesito personajes históricos. Los escogeré al azar. Elegiré entre los dos millones de seres, aquéllos a quienes conozco mejor. Toda una familia. Mi propia familia. Y mi padre, mi madre, yo mismo, tú, los criados de mi padre, algunos amigos, y vecinos...
            El padre Koruga sonrió y volvió a llenar los vasos.
            —Voy a recopilar todo lo que les ocurra a esos personajes durante los años próximos —continuó Traian—. Yo creo que les sucederán cosas extraordinarias. El futuro inmediato reserva a cada uno de nosotros acontecimientos sorprendentes. Tan sorprendentes como no se han dado jamás en la Historia.
            —Espero que este porvenir tan dramático sólo lo sea en tu novela—dijo el juez.
            —Los acontecimientos dramáticos ocurrirán primeramente en la vida y después en mi novela —replicó Traian.
            —¿Viviré yo también momentos dramáticos? —insistió el juez—. Sabes que llevo una existencia burguesa que no interesa al público. Soy todo lo contrario a un aventurero.
            —Querido Jorge: la mayoría de los hombres de este mundo no son aventureros. Y sin embargo, todos se verán obligados a vivir aventuras como no las podría imaginar ningún escritor de novelas sensacionales.
            —¿Y qué cosas tan sensacionales ocurrirán? —preguntó el magistrado.
            —Presiento, querido Jorge —dijo Traian—, que acaba de producirse a nuestro alrededor un grave acontecimiento. No sé dónde ha ocurrido, ni cuándo ha comenzado, ni cuánto va a durar. Pero presiento que existe. Estamos en medio de la tormenta, y la tormenta nos rasgará las carnes, nos machacará los huesos uno tras otro. Huelo ese acontecimiento, como huelen las ratas el peligro cuando abandonan precipitadamente un barco que va a hundirse. Con la sola diferencia que yo no tengo dónde huir. No habrá para nosotros refugio ni albergue en ninguna parte del mundo.
            —¿A qué acontecimiento aludes?
            —Puedes llamarlo revolución, si quieres —dijo Traian—. Una revolución de proporción inimaginable. Todos los seres humanos resultarán sus víctimas.
            —¿Y cuándo va a estallar? —preguntó el magistrado, que acostumbraba a no tomar nunca en serio lo que decía Traian.
            —La revolución se ha desbordado ya, querido amigo. Ha estallado a despecho de tu escepticismo y tu ironía. Mi padre, mi madre, tú, yo y todos los demás, nos iremos dando cuenta, poco a poco del peligro y trataremos de salvarnos, de escondernos. Quizás algunos hayan comenzado a esconderse ya, como los animales salvajes cuando sienten que se les echa encima la tempestad. Por ejemplo: yo quiero retirarme al campo. Los miembros del partido comunista, sin embargo, pretenden que los fascistas son responsables y que el peligro sólo puede evitarse liquidándolos. Los nazis quieren salvar su piel matando a los judíos. Todo esto no son más que los síntomas del miedo que invade a todo ser humano ante el peligro. Ese peligro, que es el mismo por doquier, diferenciándose tan sólo las reacciones de los hombres ante él.
            —¿Y cuál es ese gran peligro que nos amenaza a todos? —preguntó el magistrado.
            —¡El esclavo técnico! —prosiguió Traian Koruga—. También le conoces, Jorge. El esclavo técnico es el criado que nos hace cada día mil servicios, de los cuales no sabríamos prescindir. Empuja nuestro auto, nos da luz, nos echa agua para lavarnos, nos da masajes, nos cuenta historias para divertirnos en cuanto damos la vuelta al botón de la radio, traza carreteras y desplaza las montañas.
            —¡Ya suponía yo que todo eso no era más que una metáfora poética! —interrumpió el juez.
            —No es una metáfora, querido Jorge —respondió Traian—. El esclavo técnico es una realidad. Su existencia no puede negarse.
            —¡Yo no niego su existencia! —replicó el magistrado—. Pero, ¿por qué llamarlo «esclavo técnico»? Se trata simplemente de un fuerza mecánica.
            —Los esclavos humanos, antepasados de los esclavos técnicos de la sociedad contemporánea, eran también considerados por los griegos y los romanos como una fuerza ciega, como algo inanimado. Podían venderse, comprarse, regalarse y matarse. Se les valoraba solamente según la fuerza de sus músculos y su capacidad para el trabajo. Exactamente el mismo criterio que hoy empleamos para el esclavo técnico.
            —Sin embargo, las diferencias son muy grandes —replicó Jorge—. No podemos reemplazar al esclavo humano por el esclavo técnico.
            —Claro que podemos hacerlo. El esclavo técnico se ha revelado más ordenado y menos caro que el esclavo humano. Y, por tanto, capaz de reemplazar rápidamente a su predecesor. Nuestros barcos ocupan el sitio de las
galeras y no avanzan empujados por los esfuerzos de los esclavos, sino por la fuerza de los esclavos técnicos. Y cuando cae la noche, el hombre rico, que podría permitirse el lujo de tener esclavos, no da palmadas para verlos llegar con antorchas en la mano, como hacía su antecesor en Roma o Atenas, sino que oprime un botón y los esclavos técnicos iluminan su cuarto. El esclavo técnico enciende el fuego que calienta el piso o el agua del baño, abre las ventanas y produce corrientes de aire. Tiene la inmensa ventaja sobre su camarada humano de estar mejor adiestrado, de no oír ni ver nada. El esclavo técnico no aparece hasta que le llaman. Entrega la carta de amor en un instante, haciendo que oigamos a distancia la propia voz de la mujer amada. Los esclavos técnicos son unos servidores perfectos. Aran la tierra, llevan sobre sí el peso de las guerras, de la policía y de la administración. Han aprendido todas las actividades humanas y las ejecutan a las mil maravillas. Calculan en los despachos, peinan, cantan, bailan, vuelan por los aires, descienden debajo del agua. El esclavo técnico se ha convertido incluso en verdugo y ejecuta a los condenados a muerte. Cura a los enfermos en los hospitales, ayudando a los médicos, y hasta asiste al sacerdote cuando celebra la misa.
            Traian Koruga se interrumpió unos instantes para llevar el vaso a sus labios. Fuera, la lluvia seguía cayendo regularmente.
            —Acabaré en seguida esta digresión —dijo—. En lo que a mí se refiere, he de confesar que me siento siempre acompañado, aunque aparentemente esté solo. Veo moverse a mi alrededor todos los esclavos técnicos, dispuestos a servirme y ayudarme en cualquier momento. Encienden mis cigarrillos, me dicen lo que pasa en el universo e iluminan mi camino por la noche. Mi vida sigue su cadencia. Me hacen más compañía que los otros seres vivos, e incluso llego a sentirme capaz de enormes sacrificios por ellos. Tal es la causa de que no
pueda vivir mucho tiempo en Fantana, como acaba de decir mi madre. Mi esclavos técnicos me esperan en Bucarest. En realidad, somos mucho más ricos que nuestros colegas de hace dos mil años, que no poseían más que algunas docenas de esclavos. Nosotros tenemos centenares, millares. Y ahora voy a hacer una pregunta: ¿Cuántos esclavos técnicos en plena actividad creéis que hay hoy en la superficie del mundo? Sin duda alguna, algunos miles de millones. ¿Y cuántos hombres?
            —Dos mil millones —respondió el juez.
            —Exactamente. La superioridad numérica de los esclavos técnicos que pueblan hoy día la tierra es aplastante. Teniendo en cuenta el hecho de que los esclavos técnicos tienen en sus manos los puntos cardinales de la organización social contemporánea, el peligro es evidente. En términos militares, los esclavos
técnicos tienen en sus manos los nudos estratégicos de nuestra sociedad: el ejército, las vías de comunicación, el aprovisionamiento y la industria, por no citar más que los importantes. Los esclavos técnicos forman un proletariado, si entendemos por esa palabra un grupo que no esté integrado en esa sociedad. Su destino se halla entre las manos de los hombres. No escribiré una novela fantástica y, por lo tanto, no la describiré manera cómo esos esclavos técnicos se rebelarán un buen día aprisionando la especie humana en campos de concentración haciéndola desaparecer en el cadalso o en la silla eléctrica. Semejantes revoluciones fueron realizadas por los esclavos humanos. No describiré más que hechos reales. En la realidad, ese proletariado técnico hará su revolución, sin servirse de barricadas, como sus camaradas los esclavos humanos. Los esclavos técnicos representan una mayoría numérica aplastante en la sociedad contemporánea. En el cuadro de esa sociedad obran con leyes propias, diferentes a las de los humanos. De esas leyes específicas de los esclavos técnicos no citaré más que el automatismo, la uniformidad y el anonimato.
            »Una sociedad en la cual coexisten algunas decenas de miles de millones de esclavos técnicos y apenas dos mil millones de hombres (aunque éstos la gobiernen) tiene todos los caracteres de una mayoría proletaria. En el tiempo de los romanos, los esclavos humanos hablaban, oraban y vivían según las costumbres importadas de Grecia, de Tracia o de otros países ocupados. También los esclavos técnicos de nuestra sociedad guardan su carácter específico y viven según las leyes de su nación. Esta naturaleza, o si lo preferís,
esa realidad existe en el círculo de nuestra sociedad. Su influencia se hace sentir cada vez más. Con el fin de poder tenerlos a su servicio, los hombres se esfuerzan en conocer e imitar sus hábitos y sus leyes. Cada empresario está obligado a saber un poco la lengua y las costumbres de los empleados que tiene a su servicio. Y los pueblos ocupantes adoptan casi siempre, por comodidad o interés práctico, la lengua y las costumbres del pueblo ocupado. Lo hacen a pesar de ser dominadores todopoderosos, a pesar de tratar a sus ocupados con mano de hierro.
            »El mismo proceso se desarrolla en el círculo de nuestra sociedad, a pesar de que no queramos reconocerlo. Aprendemos las leyes y la manera de hablar de nuestros esclavos para dirigirlos mejor. Y así, poco a poco, sin darnos siquiera cuenta, renunciamos a nuestras cualidades humanas, a nuestras leyes propias. Nos deshumanizamos, adoptamos el estilo de vida de nuestros esclavos técnicos y terminamos por imitarles. El primer síntoma de esa deshumanización es el desprecio al ser humano. El hombre moderno sabe que sus semejantes, y hasta él mismo, son elementos que pueden reemplazarse. La sociedad contemporánea, que cuenta con un hombre por cada dos o tres docenas de esclavos técnicos, se ha organizado y funciona según leyes técnicas. Es una sociedad creada según las necesidades mecánicas y no humanas. Y ahí es donde comienza el drama.
            »Los seres humanos están obligados a vivir y comportarse según leyes técnicas, extrañas a las leyes humanas. Y quienes no respetan las leyes de una máquina, elevadas a rango de leyes sociales, son verdaderamente castigados. El ser humano vive en una minoría, que con el tiempo se convierte en minoría proletaria. Se ve excluido de las sociedades a las que pertenece, pero en las cuales no puede integrarse jamás sin renunciar a su condición humana. El deseo de imitar a la máquina termina siendo un sentimiento de inferioridad que le obliga a abandonar sus caracteres específicamente humanos y mantenerse alejado de los centros de actividad social.
            »Esta lenta desintegración transforma al ser humano, haciéndole renunciar a sus sentimientos y a sus relaciones sociales hasta reducirlas a algo teórico, preciso y automático: a igual relación que la que une a unas piezas de una máquina entre sí. El ritmo y el lenguaje del esclavo técnico se imita en las actividades sociales, en la danza. Los seres humanos se convierten en loros de los esclavos técnicos. Pero no es más que el principio del drama. Es el momento en que comienza mi novela, es decir, la vida de mi padre, de mi madre, la tuya, la mía y la de tantas otras personas.»
            —¿Quiere eso decir que nos transformamos en «hombres-máquinas»? —preguntó el juez, con el mismo tono irónico de antes.
            —Ahí justamente estalla el drama. Nosotros no podemos transformarnos en máquinas. El choque entre las dos realidades —técnica y humana— no tarda en producirse. Pero los esclavos técnicos acabarán por ganar la guerra. Se emanciparán y se convertirán en los ciudadanos técnicos de nuestra sociedad. Y nosotros, los seres humanos, nos convertiremos en los proletarios de una ciudad organizada según la necesidad y la cultura de la mayoría de los ciudadanos, es decir, de los «ciudadanos técnicos».
            —¿Y cómo se producirá ese choque? —preguntó el magistrado.
            —Yo mismo siento curiosidad por verlo. Pero al mismo tiempo tengo miedo. Más me valdría morir que asistir a mi crucifixión y a la de mis semejantes.
            —¿Crees que ocurrirán hechos concretos?
            —Todos los acontecimientos que se desarrollan en estos instantes sobre la superficie de la tierra, y todos los que tengan lugar en años venideros, no son más que los síntomas y las fases de una misma revolución, la de los «esclavos técnicos». Al final, los hombres no podrán vivir en sociedad guardando sus caracteres humanos. Serán considerados con un criterio de igualdad, de uniformidad, y tratados según las mismas leyes aplicables también a los esclavos técnicos, sin concesión posible a su naturaleza humana. Habrá arrestos automáticos, condenas automáticas, distracciones automáticas y ejecuciones automáticas. El individuo no tendrá ya derecho a la existencia; será tratado como un émbolo o una pieza de máquina, y si desea llevar una existencia individual se convertirá en la irrisión de todo el mundo. ¿Habéis visto alguna vez a un émbolo llevar una existencia individual? Esta revolución se efectuará en toda la superficie del globo. No podremos escondernos ni en los bosques, ni en las islas. En ningún lado. Ninguna nación podrá defendernos. Todos los ejércitos del mundo estarán compuestos de mercenarios que lucharán para consolidar la sociedad técnica, de donde el individuo se hallará excluido. Hasta ahora los ejércitos combatían para conquistar nuevos territorios y nuevas riquezas, por orgullo nacional, por los intereses privados de reyes o emperadores y teniendo como finalidad el pillaje o la grandeza. Esos eran los fines profundamente humanos. Ahora, en cambio, los ejércitos combaten por los intereses de una sociedad a cuyo margen apenas tienen el derecho de vivir como proletarios. Es acaso la época más sombría de toda la historia de la Humanidad. Jamás ha estado tan bajo el nivel del hombre. En las sociedades bárbaras, por ejemplo, un hombre era menos apreciado que un caballo. Eso puede ocurrir aún hoy en día en ciertos pueblos o ciertos individuos. Tú me contabas hace poco la historia de un campesino que acaba de matar a su mujer y no se arrepentía de ello, pero que ha tratado de suicidarse pensando que nadie alimentaría y abrevaría sus caballo durante el tiempo que él permaneciera en la cárcel. De igual manera infravaloraban al individuo en las sociedades primitivas. El sacrificio humano era cosa corriente. Pero en la sociedad contemporánea, el mismo sacrificio humano no es digno de ser mencionado. Es
trivial. La vida humana no tiene más valor que el que se desprenden de su calidad como fuente de energía. Los criterios son puramente su calidad científicos. Es la ley de nuestra sombría barbarie técnica. Así llegaremos a la victoria total de los esclavos técnicos.
            —¿Y cuándo se producirá la revolución que profetizas? —preguntó Jorge.
            —¡Ya ha comenzado! —respondió Traian—. Participaremos en su desarrollo, y la mayor parte de nosotros no lograremos sobrevivir. Tengo mucho miedo de no poder terminar jamás ese libro.
            —Tu pensamiento es muy profundo —dijo el magistrado.
            —Soy poeta, Jorge —dijo Traian—. Poseo un sentido que los demás no tienen y que me permite entrever el porvenir. El poeta es un profeta. Lamento ser el primero en predecir cosas tan tristes. Pero me obliga mi misión de poeta. Es necesario que lo grite a todos los vientos, aunque no sea nada agradable.
            —¿Crees seriamente en lo que estás diciendo?
            —Por desgracia, estoy convencido.
            —Creí que hacías solamente literatura.
            —No es literatura —dijo Traian—. Cada noche espero que me ocurra algo.
            —¿Qué podría ocurrirte? —preguntó el magistrado.
            —Cualquier cosa. Desde el momento que el hombre ha sido reducido a la sola dimensión de valor técnico social, puede sucederle cualquier cosa. Pueden
detenerle y enviarle a hacer trabajos para un plan quinquenal, para la mejora de la raza u otros fines necesarios a la sociedad técnica, sin ningún miramiento para su persona. La sociedad técnica trabaja exclusivamente según leyes técnicas, manejando solamente abstracciones de planos y teniendo una sola moral: la producción.
            —¿Es posible que nos detengan alguna vez?
            El juez había abandonado su tono irónico. Parecía un poco temeroso y se dirigía a Traian como a una echadora de cartas a la que se pide que prediga el porvenir sin haber creído al principio en sus manejos.
            —Ni un solo hombre sobre la superficie del globo podrá conservar su libertad.
            —¿Pereceremos en las cárceles sin ser siquiera culpables? —preguntó el magistrado.
            —Quizá no —respondió Traian—. El hombre estará encadenado por la sociedad técnica durante largos años. Pero no perecerá bajo las cadenas. La sociedad técnica puede crear la comodidad. Pero no puede crear el espíritu. Y sin espíritu no hay genio. Una sociedad desprovista de hombres de genio está condenada a la desaparición. La sociedad técnica, que ocupará el lugar de la sociedad occidental y que conquistará toda la superficie de la tierra, perecerá también. El ilustre Alberto Einstein afirma «que bastará una solución de continuidad de dos generaciones tan sólo en la línea de las mentes de primer orden dotadas para la ciencia física para que se hundan todas las construcciones
cimentadas sobre esa ciencia»* . Ese derrumbamiento de la sociedad técnica irá seguido del renacimiento de los valores humanos y espirituales. La gran luz se
proyectará sin duda desde el Oriente. Desde Asia. Pero no desde Rusia. Los rusos se han postrado ante la luz eléctrica de Occidente, y no sobrevivirán. El hombre oriental conquistará la sociedad técnica y utilizará la luz eléctrica para iluminar las calles y las casas. Pero no se convertirá jamás en esclavo suyo ni le elevará altares, como hoy hace, en su barbarie, la sociedad técnica occidental. No iluminará con luz de neón las vías del espíritu y el corazón. El hombre de Oriente se hará dueño de las máquinas de la sociedad técnica por medio del espíritu, como un director de orquesta, gracias al genio, de la armonía musical. Pero a nosotros no se nos concedió conocer tal época. Por desgracia, vivimos un
tiempo en que el hombre se postra como un bárbaro ante el sol eléctrico.
            —¿Pereceremos encadenados? —repitió el magistrado.
            —Así es... Todos nosotros moriremos en las celdas de los esclavos técnicos. Mi novela será el libro de ese epílogo.
            —¿Cuál será su título?
            —La Hora veinticinco —dijo Traian—. El momento en que toda tentativa de salvación se hace inútil. Ni siquiera la venida de un Mesías resolvería nada. No es la última hora, sino una hora después. El tiempo preciso de la Sociedad Occidental. Es la hora actual. La hora exacta.

16.-
            El sacerdote guarda silencio, con la cabeza apoyada en las manos.
            —Padre —dijo el magistrado—: si las profecías de Traian se realizan y si el hombre está condenado a ser esclavo, ¿no puede hacer nada la Iglesia, no puede obrar en favor de la sociedad contemporánea? Si la Iglesia no puede salvar al ser humano en estas horas graves, ¿cuál puede ser aún su misión?
            El padre Alexandru Koruga reflexionó unos instantes y luego dijo:
            —La Iglesia no puede salvar las sociedades, pero sí puede asegurar la salvación de los individuos que las componen.
            —¿Cree usted que las profecías de Traian pueden realizarse?
            —Tengo la costumbre de creer a los poetas —respondió el sacerdote—. Y, en mi opinión, Traian es un gran poeta.
            —Te agradezco el juicio, padre —dijo Traian, enrojeciendo de satisfacción como un niño.
            Siguieron unos instantes de silencio.
            —Me parece que alguien acaba de pasar por la terraza —dijo Traian.
            Los tres hombres escucharon unos segundos. Pero sólo el rumor de la lluvia turbaba el silencio de la noche.
            —Si hubiera alguien en el patio, los perros habrían labrado —dijo el sacerdote—. Sólo Iohann Moritz, mi hombre de confianza, puede entrar en el jardín sin que los perros ladren. Y a esta hora debe de hallarse durmiendo tranquilamente en el barco que le conduce a América.
            —Sin embargo, estoy seguro de haber oído a alguien subir por la escalera —dijo Traian—. Tengo los sentidos agudizados y oigo con facilidad los ruidos.
            —Acaso sea un esclavo técnico que acaba de evadirse de tu auto —dijo el juez, sonriendo—. Quizá haya estallado su revolución y venga a hacernos prisioneros esta misma noche. ¿Cuántos esclavos técnicos empujan tu auto, Traian?
            —No tienes más que sacar la cuenta: 55 HP. Cada HP, igual a siete hombres.
            —El efectivo de algunas compañías, en total —dijo el juez—. Ya nosotros no somos más que tres. Si nos atacan, tendremos que capitular sin condiciones.
            —Sin la complicidad de un hombre, los esclavos técnicos no pueden atacar a los seres humanos. Teniendo como cómplice a un ciudadano, que no es un ser humano, los esclavos técnicos se convierten automáticamente en monstruos del Apocalipsis.
            —¿Qué entiendes por ciudadano? —preguntó el magistrado—. Todos somos ciudadanos.
            —Ciudadano es el ser humano que no vive la dimensión social de la vida. Como el émbolo de una máquina, no efectúa más que un solo movimiento y lo repite hasta el infinito. Pero, contrariamente al émbolo, el ciudadano tiene la pretensión de erigir su actividad en símbolo, de dársela como ejemplo al universo entero, de hacerse imitar por todo el mundo. El ciudadano es el animal más peligroso que ha aparecido en la superficie del globo desde el cruce del hombre con el esclavo técnico. Posee la crueldad del hombre y del animal y la fría indiferencia de la máquina. Los rusos han logrado crear el tipo más perfecto de toda la especie: el comisario.
            En el cristal sonaron en aquel instante unos golpes suaves.
            —Ya os había dicho que alguien andaba ahí fuera —dijo Traian—. Los sentidos de un poeta no traicionan nunca.

17.-
            El sacerdote salió al balcón dejando la puerta abierta. Regresó acompañado de un muchacho. El recién llegado no iba vestido más que con una camisa y unos pantalones. Sus ropas estaban completamente empapadas.
            —Es Iohann Moritz —dijo el sacerdote.
            Le tendió un vaso de vino y le invitó a sentarse.
            El muchacho rehusó y permaneció en pie, apoyado contra la puerta. No quería mojar la alfombra ni la silla. El agua chorreaba de su pelo como de un alero. Era evidente que había andado durante largo rato bajo la lluvia.
            —¿Quieres hablarme a solas? —preguntó el sacerdote.
            —Puedo hacerlo aquí —respondió Moritz.
            —Me inquietó ver que no pasabas a recoger tu paquete esta mañana —dijo el sacerdote.
            —Ya no me voy a América —exclamó Moritz. Contempló unos instantes a los dos jóvenes; luego se volvió hacia el sacerdote y añadió— : Ayer me dio usted permiso para dormir en el cuarto que hay junto a la cocina.
            El sacerdote comprendió la causa de que Moritz hubiera llamado a su puerta a medianoche.
            —El cuarto te pertenece —dijo—. Puedes ocuparlo cuando te parezca.
            —¿Puede ocuparlo otra persona durante esta noche? —inquirió el muchacho.
            —Claro que sí —dijo el sacerdote—. Si alguien se halla necesitado y tú tienes interés en ayudarle, haces con ello una buena acción.
            —Se trata de Suzanna, la hija de Iorgu Iordan. Ha huido de su casa porque su padre quería matarla.
            Al pensar que todos los campesinos a quienes había dicho el nombre de la muchacha le habían rehusado la hospitalidad, Moritz miró al sacerdote fijamente.
            —Si hace frío en el cuarto, puedes encender el fuego —dijo el anciano—. Ya sabes dónde hay leña.
            Siguieron unos instantes de silencio. Iohann Moritz seguía inmóvil, apoyado contra la puerta. No quería marcharse antes de haber explicado al sacerdote, como en confesión, todo lo ocurrido. Cuando llegó al final de su historia y dijo que la muchacha se hallaba en pleno campo, a medio camino entre Fantana y la ciudad, Traian Koruga se levantó, se puso el abrigo y se ofreció a acompañarle en el auto. Media hora más tarde se hallaban ya de regreso.
            El vehículo se detuvo ante la terraza. Moritz sacó a Suzanna en brazos. El juez contempló la escena desde la ventana. La mujer del pope iba a la izquierda de Moritz. El sacerdote, a su derecha. La muchacha yacía inerte en brazos de Moritz, como una niña dormida. El vestido azul, completamente empapado, se adhería a sus caderas. Traian penetró en el salón y el juez le siguió.
            —¡Estás calado! —dijo.
            Traian enrojeció, echando una mirada a sus zapatos embarrados. Luego, sobre sus ropas, que goteaban en el entarimado. Se había mojado inútilmente. Moritz había cogido por sí mismo a la muchacha entrándola en el auto. No había tenido necesidad de ayuda alguna, y, sin embargo, Traian había permanecido todo el tiempo a su lado bajo la lluvia torrencial. Analizando su gesto, el escritor se dijo que de repetirse la situación volvería a obrar igual. «Ha sido la necesidad de compartir el dolor del hombre que se hallaba a mi lado. Aunque mi ayuda no haya tenido ningún valor práctico, aunque haya sido completamente gratuita», pensó.
            El sacerdote entró en la habitación. También estaba empapado y el agua chorreaba de su frente, de sus mejillas y de su barba. Habían acompañado a Iohann Moritz bajo la lluvia. Como su hijo sin ser necesario...
            «También Dios hizo gestos inútiles cuando creó un universo —pensó Traian—. Dios creó cosas sin utilidad práctica. Pero esas son precisamente las más bellas. La vida del hombre es una creación inútil. Tan inútil y absurda como mi gesto o el de mi padre. Pero ese fervor es magnífico. Es inigualable, pese a su inutilidad.»
            —No vayas ahora a coger frío, Traian —le advirtió el sacerdote.
            —No cogeré frío —replicó éste—. ¿Cómo está la enferma?
            —Tiene fiebre —dijo su padre—. Tu madre le está preparando té. Dios te recompensará por haberla traído en auto, Traian. Esos pobres tenían necesidad de ayuda.
            El reloj de cucú dio la medianoche.

18.-
            Iohann Moritz llamó a la puerta. No podía aguardar hasta el día siguiente para dar las gracias al sacerdote y a Traian. Entre todas las desgracias que se habían abatido sobre él en las últimas veinticuatro horas, se destacaba el gesto bondadoso del padre Koruga. Por eso le estaba agradecido. Se sentía satisfecho de que Suzanna hubiese hallado albergue. Las cosas habrían podido ocurrir de peor manera. Traian Koruga clavó en Moritz sus grandes ojos y le interrumpió:
            —Padre: cuando vuelva a Fantana me alojaré en esta casa. Dale a Moritz el dinero que antes te confié y que construya él la suya. La necesita más que yo.
            El sacerdote cogió el sobre y se lo tendió a Iohann Moritz. Su ademán fue sencillo, como todos los grandes gestos. Sin darle ningún consejo, le tendió simplemente el sobre. Iohann Moritz abrió. No estaba muy seguro de haber comprendido bien. Per cuando vio el fajo de billetes, abrió los ojos desmesuradamente como el hombre que es testigo de un milagro. Hubiera deseado decir algo. Pero sus labios no acertaron a articular palabra. Apretó el sobre en su mano y guardó silencio.
            —Dale las gracias a Traian —dijo el sacerdote, tras unos instantes de silencio—. Y después acuéstate. Que Suzanna guarde el dinero. Las mujeres saben guardarlo mucho mejor.
            —Quizá Moritz quiera beber un vaso de vino ahora que es un propietario de Fantana —dijo el juez.
            La mujer del sacerdote entró en la estancia. Moritz dejó el vaso en la mesa y la miró con expresión anhelante. La anciana dijo que Suzanna estaba mejor. Luego se llevó a su marido a un rincón y murmuró algo a su oído. El viejo frunció el entrecejo, luego sonrió. Moritz seguía con la mirada todos sus movimientos.
            —Tranquilízate, no es una mala noticia. Mi mujer acaba de anunciarme que vas a ser padre. Tenéis que casaros antes.
            Iohann Moritz estrechó la mano de Traian Koruga y la del juez. Luego salió... Fuera, seguía lloviendo. Antes de descender los escalones se metió el dinero bajo la camisa para no mojarlo. El sobre estaba tibio y tenía una suavidad agradable al tacto. Al sentir su contacto, Moritz vio levantarse ante sus ojos la casa, la tapia, el pozo el jardín. Tal como los había soñado siempre. Cuando penetró en el cuarto, Suzanna seguía durmiendo. Puso el dinero sobre la almohada y fue a acostarse en el pajar.
            Al pasar silbando bajo las ventanas de la biblioteca, oyó que el sacerdote decía a Traian:
            —Hubiera sido mejor no hablarle del matrimonio. La madre de Suzanna ha muerto. Está en el depósito del hospital y su padre en la cárcel. No era el momento más propicio.
            —Pero ellos no saben nada —dijo Traian—. Hacen planes para el porvenir. Gozan del amor y del dinero que habían soñado. Son felices.
            —Son felices, pero en realidad deberían llorar.
            —¡Es verdad! —replicó el magistrado—. A nosotros, que sabemos toda la verdad, nos parece una profanación su alegría.
            —Si vamos a analizarlo, toda alegría humana es un acto de profanación.
            El reloj de cucú dio la una. Los tres hombres que se hallaban en la biblioteca del padre Koruga aquella noche, escucharon la hora y el rumor de la lluvia que caía afuera.