domingo, 21 de octubre de 2012
domingo, 14 de octubre de 2012
"La hora veinticinco", Virgil Gheorghiu, extracto Fantana
Después de la cena, el sacerdote preguntó a Traian cuáles eran sus
nuevos proyectos literarios. El escritor vaciló antes de responder:
—Mi próxima novela será un libro real, tan sólo literario
en su técnica. Mis personajes existirán en la vida real. Todos podremos
verlos y saludarles en la calle. Pienso hasta dar su dirección y sus
números de teléfono.
—¿Y quiénes serán esos personajes a los que quieres hacer semejante publicidad? —preguntó el juez, sonriendo.
—Mis personajes serán hombres existentes en toda la
superficie del globo —dijo Traian—. Pero como ni siquiera Homero hubiera
podido escribir una historia con dos millones de personajes, yo
seleccionaré un pequeño número, probablemente diez. No necesitaré más.
Esos diez vivirán los mismos acontecimientos que los otros.
—¿Elegirás a tus personajes según los criterios
científicos para representar a la Humanidad en su propia esencia?
—preguntó el juez.
—No —respondió Traian—. El azar seleccionará únicamente a
los personajes de mi novela. No es necesario emplear criterios
científicos. Lo que ocurrirá, podría ocurrirle a cualquiera. Serán
acontecimientos a los cuales ningún ser humano sabría escapar. No
necesito personajes históricos. Los escogeré al azar. Elegiré entre los
dos millones de seres, aquéllos a quienes conozco mejor. Toda una
familia. Mi propia familia. Y mi padre, mi madre, yo mismo, tú, los
criados de mi padre, algunos amigos, y vecinos...
El padre Koruga sonrió y volvió a llenar los vasos.
—Voy a recopilar todo lo que les ocurra a esos personajes
durante los años próximos —continuó Traian—. Yo creo que les sucederán
cosas extraordinarias. El futuro inmediato reserva a cada uno de
nosotros acontecimientos sorprendentes. Tan sorprendentes como no se han
dado jamás en la Historia.
—Espero que este porvenir tan dramático sólo lo sea en tu novela—dijo el juez.
—Los acontecimientos dramáticos ocurrirán primeramente en la vida y después en mi novela —replicó Traian.
—¿Viviré yo también momentos dramáticos? —insistió el
juez—. Sabes que llevo una existencia burguesa que no interesa al
público. Soy todo lo contrario a un aventurero.
—Querido Jorge: la mayoría de los hombres de este mundo
no son aventureros. Y sin embargo, todos se verán obligados a vivir
aventuras como no las podría imaginar ningún escritor de novelas
sensacionales.
—¿Y qué cosas tan sensacionales ocurrirán? —preguntó el magistrado.
—Presiento, querido Jorge —dijo Traian—, que acaba de
producirse a nuestro alrededor un grave acontecimiento. No sé dónde ha
ocurrido, ni cuándo ha comenzado, ni cuánto va a durar. Pero presiento
que existe. Estamos en medio de la tormenta, y la tormenta nos rasgará
las carnes, nos machacará los huesos uno tras otro. Huelo ese
acontecimiento, como huelen las ratas el peligro cuando abandonan
precipitadamente un barco que va a hundirse. Con la sola diferencia que
yo no tengo dónde huir. No habrá para nosotros refugio ni albergue en
ninguna parte del mundo.
—¿A qué acontecimiento aludes?
—Puedes llamarlo revolución, si quieres —dijo Traian—.
Una revolución de proporción inimaginable. Todos los seres humanos
resultarán sus víctimas.
—¿Y cuándo va a estallar? —preguntó el magistrado, que acostumbraba a no tomar nunca en serio lo que decía Traian.
—La revolución se ha desbordado ya, querido amigo. Ha
estallado a despecho de tu escepticismo y tu ironía. Mi padre, mi madre,
tú, yo y todos los demás, nos iremos dando cuenta, poco a poco del
peligro y trataremos de salvarnos, de escondernos. Quizás algunos hayan
comenzado a esconderse ya, como los animales salvajes cuando sienten que
se les echa encima la tempestad. Por ejemplo: yo quiero retirarme al
campo. Los miembros del partido comunista, sin embargo, pretenden que
los fascistas son responsables y que el peligro sólo puede evitarse
liquidándolos. Los nazis quieren salvar su piel matando a los judíos.
Todo esto no son más que los síntomas del miedo que invade a todo ser
humano ante el peligro. Ese peligro, que es el mismo por doquier,
diferenciándose tan sólo las reacciones de los hombres ante él.
—¿Y cuál es ese gran peligro que nos amenaza a todos? —preguntó el magistrado.
—¡El esclavo técnico! —prosiguió Traian Koruga—. También
le conoces, Jorge. El esclavo técnico es el criado que nos hace cada día
mil servicios, de los cuales no sabríamos prescindir. Empuja nuestro
auto, nos da luz, nos echa agua para lavarnos, nos da masajes, nos
cuenta historias para divertirnos en cuanto damos la vuelta al botón de
la radio, traza carreteras y desplaza las montañas.
—¡Ya suponía yo que todo eso no era más que una metáfora poética! —interrumpió el juez.
—No es una metáfora, querido Jorge —respondió Traian—. El
esclavo técnico es una realidad. Su existencia no puede negarse.
—¡Yo no niego su existencia! —replicó el magistrado—.
Pero, ¿por qué llamarlo «esclavo técnico»? Se trata simplemente de un
fuerza mecánica.
—Los esclavos humanos, antepasados de los esclavos
técnicos de la sociedad contemporánea, eran también considerados por los
griegos y los romanos como una fuerza ciega, como algo inanimado.
Podían venderse, comprarse, regalarse y matarse. Se les valoraba
solamente según la fuerza de sus músculos y su capacidad para el
trabajo. Exactamente el mismo criterio que hoy empleamos para el esclavo
técnico.
—Sin embargo, las diferencias son muy grandes —replicó
Jorge—. No podemos reemplazar al esclavo humano por el esclavo técnico.
—Claro que podemos hacerlo. El esclavo técnico se ha
revelado más ordenado y menos caro que el esclavo humano. Y, por tanto,
capaz de reemplazar rápidamente a su predecesor. Nuestros barcos ocupan
el sitio de las
galeras y no avanzan empujados por los esfuerzos de los esclavos,
sino por la fuerza de los esclavos técnicos. Y cuando cae la noche, el
hombre rico, que podría permitirse el lujo de tener esclavos, no da
palmadas para verlos llegar con antorchas en la mano, como hacía su
antecesor en Roma o Atenas, sino que oprime un botón y los esclavos
técnicos iluminan su cuarto. El esclavo técnico enciende el fuego que
calienta el piso o el agua del baño, abre las ventanas y produce
corrientes de aire. Tiene la inmensa ventaja sobre su camarada humano de
estar mejor adiestrado, de no oír ni ver nada. El esclavo técnico no
aparece hasta que le llaman. Entrega la carta de amor en un instante,
haciendo que oigamos a distancia la propia voz de la mujer amada. Los
esclavos técnicos son unos servidores perfectos. Aran la tierra, llevan
sobre sí el peso de las guerras, de la policía y de la administración.
Han aprendido todas las actividades humanas y las ejecutan a las mil
maravillas. Calculan en los despachos, peinan, cantan, bailan, vuelan
por los aires, descienden debajo del agua. El esclavo técnico se ha
convertido incluso en verdugo y ejecuta a los condenados a muerte. Cura a
los enfermos en los hospitales, ayudando a los médicos, y hasta asiste
al sacerdote cuando celebra la misa.
Traian Koruga se interrumpió unos instantes para llevar
el vaso a sus labios. Fuera, la lluvia seguía cayendo regularmente.
—Acabaré en seguida esta digresión —dijo—. En lo que a mí
se refiere, he de confesar que me siento siempre acompañado, aunque
aparentemente esté solo. Veo moverse a mi alrededor todos los esclavos
técnicos, dispuestos a servirme y ayudarme en cualquier momento.
Encienden mis cigarrillos, me dicen lo que pasa en el universo e
iluminan mi camino por la noche. Mi vida sigue su cadencia. Me hacen más
compañía que los otros seres vivos, e incluso llego a sentirme capaz de
enormes sacrificios por ellos. Tal es la causa de que no
pueda vivir mucho tiempo en Fantana, como acaba de decir mi madre. Mi
esclavos técnicos me esperan en Bucarest. En realidad, somos mucho más
ricos que nuestros colegas de hace dos mil años, que no poseían más que
algunas docenas de esclavos. Nosotros tenemos centenares, millares. Y
ahora voy a hacer una pregunta: ¿Cuántos esclavos técnicos en plena
actividad creéis que hay hoy en la superficie del mundo? Sin duda
alguna, algunos miles de millones. ¿Y cuántos hombres?
—Dos mil millones —respondió el juez.
—Exactamente. La superioridad numérica de los esclavos
técnicos que pueblan hoy día la tierra es aplastante. Teniendo en cuenta
el hecho de que los esclavos técnicos tienen en sus manos los puntos
cardinales de la organización social contemporánea, el peligro es
evidente. En términos militares, los esclavos
técnicos tienen en sus manos los nudos estratégicos de nuestra
sociedad: el ejército, las vías de comunicación, el aprovisionamiento y
la industria, por no citar más que los importantes. Los esclavos
técnicos forman un proletariado, si entendemos por esa palabra un grupo
que no esté integrado en esa sociedad. Su destino se halla entre las
manos de los hombres. No escribiré una novela fantástica y, por lo
tanto, no la describiré manera cómo esos esclavos técnicos se rebelarán
un buen día aprisionando la especie humana en campos de concentración
haciéndola desaparecer en el cadalso o en la silla eléctrica. Semejantes
revoluciones fueron realizadas por los esclavos humanos. No describiré
más que hechos reales. En la realidad, ese proletariado técnico hará su
revolución, sin servirse de barricadas, como sus camaradas los esclavos
humanos. Los esclavos técnicos representan una mayoría numérica
aplastante en la sociedad contemporánea. En el cuadro de esa sociedad
obran con leyes propias, diferentes a las de los humanos. De esas leyes
específicas de los esclavos técnicos no citaré más que el automatismo,
la uniformidad y el anonimato.
»Una sociedad en la cual coexisten algunas decenas de
miles de millones de esclavos técnicos y apenas dos mil millones de
hombres (aunque éstos la gobiernen) tiene todos los caracteres de una
mayoría proletaria. En el tiempo de los romanos, los esclavos humanos
hablaban, oraban y vivían según las costumbres importadas de Grecia, de
Tracia o de otros países ocupados. También los esclavos técnicos de
nuestra sociedad guardan su carácter específico y viven según las leyes
de su nación. Esta naturaleza, o si lo preferís,
esa realidad existe en el círculo de nuestra sociedad. Su influencia
se hace sentir cada vez más. Con el fin de poder tenerlos a su servicio,
los hombres se esfuerzan en conocer e imitar sus hábitos y sus leyes.
Cada empresario está obligado a saber un poco la lengua y las costumbres
de los empleados que tiene a su servicio. Y los pueblos ocupantes
adoptan casi siempre, por comodidad o interés práctico, la lengua y las
costumbres del pueblo ocupado. Lo hacen a pesar de ser dominadores
todopoderosos, a pesar de tratar a sus ocupados con mano de hierro.
»El mismo proceso se desarrolla en el círculo de nuestra
sociedad, a pesar de que no queramos reconocerlo. Aprendemos las leyes y
la manera de hablar de nuestros esclavos para dirigirlos mejor. Y así,
poco a poco, sin darnos siquiera cuenta, renunciamos a nuestras
cualidades humanas, a nuestras leyes propias. Nos deshumanizamos,
adoptamos el estilo de vida de nuestros esclavos técnicos y terminamos
por imitarles. El primer síntoma de esa deshumanización es el desprecio
al ser humano. El hombre moderno sabe que sus semejantes, y hasta él
mismo, son elementos que pueden reemplazarse. La sociedad contemporánea,
que cuenta con un hombre por cada dos o tres docenas de esclavos
técnicos, se ha organizado y funciona según leyes técnicas. Es una
sociedad creada según las necesidades mecánicas y no humanas. Y ahí es
donde comienza el drama.
»Los seres humanos están obligados a vivir y comportarse
según leyes técnicas, extrañas a las leyes humanas. Y quienes no
respetan las leyes de una máquina, elevadas a rango de leyes sociales,
son verdaderamente castigados. El ser humano vive en una minoría, que
con el tiempo se convierte en minoría proletaria. Se ve excluido de las
sociedades a las que pertenece, pero en las cuales no puede integrarse
jamás sin renunciar a su condición humana. El deseo de imitar a la
máquina termina siendo un sentimiento de inferioridad que le obliga a
abandonar sus caracteres específicamente humanos y mantenerse alejado de
los centros de actividad social.
»Esta lenta desintegración transforma al ser humano,
haciéndole renunciar a sus sentimientos y a sus relaciones sociales
hasta reducirlas a algo teórico, preciso y automático: a igual relación
que la que une a unas piezas de una máquina entre sí. El ritmo y el
lenguaje del esclavo técnico se imita en las actividades sociales, en la
danza. Los seres humanos se convierten en loros de los esclavos
técnicos. Pero no es más que el principio del drama. Es el momento en
que comienza mi novela, es decir, la vida de mi padre, de mi madre, la
tuya, la mía y la de tantas otras personas.»
—¿Quiere eso decir que nos transformamos en
«hombres-máquinas»? —preguntó el juez, con el mismo tono irónico de
antes.
—Ahí justamente estalla el drama. Nosotros no podemos
transformarnos en máquinas. El choque entre las dos realidades —técnica y
humana— no tarda en producirse. Pero los esclavos técnicos acabarán por
ganar la guerra. Se emanciparán y se convertirán en los ciudadanos
técnicos de nuestra sociedad. Y nosotros, los seres humanos, nos
convertiremos en los proletarios de una ciudad organizada según la
necesidad y la cultura de la mayoría de los ciudadanos, es decir, de los
«ciudadanos técnicos».
—¿Y cómo se producirá ese choque? —preguntó el magistrado.
—Yo mismo siento curiosidad por verlo. Pero al mismo
tiempo tengo miedo. Más me valdría morir que asistir a mi crucifixión y a
la de mis semejantes.
—¿Crees que ocurrirán hechos concretos?
—Todos los acontecimientos que se desarrollan en estos
instantes sobre la superficie de la tierra, y todos los que tengan lugar
en años venideros, no son más que los síntomas y las fases de una misma
revolución, la de los «esclavos técnicos». Al final, los hombres no
podrán vivir en sociedad guardando sus caracteres humanos. Serán
considerados con un criterio de igualdad, de uniformidad, y tratados
según las mismas leyes aplicables también a los esclavos técnicos, sin
concesión posible a su naturaleza humana. Habrá arrestos automáticos,
condenas automáticas, distracciones automáticas y ejecuciones
automáticas. El individuo no tendrá ya derecho a la existencia; será
tratado como un émbolo o una pieza de máquina, y si desea llevar una
existencia individual se convertirá en la irrisión de todo el mundo.
¿Habéis visto alguna vez a un émbolo llevar una existencia individual?
Esta revolución se efectuará en toda la superficie del globo. No
podremos escondernos ni en los bosques, ni en las islas. En ningún lado.
Ninguna nación podrá defendernos. Todos los ejércitos del mundo estarán
compuestos de mercenarios que lucharán para consolidar la sociedad
técnica, de donde el individuo se hallará excluido. Hasta ahora los
ejércitos combatían para conquistar nuevos territorios y nuevas
riquezas, por orgullo nacional, por los intereses privados de reyes o
emperadores y teniendo como finalidad el pillaje o la grandeza. Esos
eran los fines profundamente humanos. Ahora, en cambio, los ejércitos
combaten por los intereses de una sociedad a cuyo margen apenas tienen
el derecho de vivir como proletarios. Es acaso la época más sombría de
toda la historia de la Humanidad. Jamás ha estado tan bajo el nivel del
hombre. En las sociedades bárbaras, por ejemplo, un hombre era menos
apreciado que un caballo. Eso puede ocurrir aún hoy en día en ciertos
pueblos o ciertos individuos. Tú me contabas hace poco la historia de un
campesino que acaba de matar a su mujer y no se arrepentía de ello,
pero que ha tratado de suicidarse pensando que nadie alimentaría y
abrevaría sus caballo durante el tiempo que él permaneciera en la
cárcel. De igual manera infravaloraban al individuo en las sociedades
primitivas. El sacrificio humano era cosa corriente. Pero en la sociedad
contemporánea, el mismo sacrificio humano no es digno de ser
mencionado. Es
trivial. La vida humana no tiene más valor que el que se desprenden
de su calidad como fuente de energía. Los criterios son puramente su
calidad científicos. Es la ley de nuestra sombría barbarie técnica. Así
llegaremos a la victoria total de los esclavos técnicos.
—¿Y cuándo se producirá la revolución que profetizas? —preguntó Jorge.
—¡Ya ha comenzado! —respondió Traian—. Participaremos en
su desarrollo, y la mayor parte de nosotros no lograremos sobrevivir.
Tengo mucho miedo de no poder terminar jamás ese libro.
—Tu pensamiento es muy profundo —dijo el magistrado.
—Soy poeta, Jorge —dijo Traian—. Poseo un sentido que los
demás no tienen y que me permite entrever el porvenir. El poeta es un
profeta. Lamento ser el primero en predecir cosas tan tristes. Pero me
obliga mi misión de poeta. Es necesario que lo grite a todos los
vientos, aunque no sea nada agradable.
—¿Crees seriamente en lo que estás diciendo?
—Por desgracia, estoy convencido.
—Creí que hacías solamente literatura.
—No es literatura —dijo Traian—. Cada noche espero que me ocurra algo.
—¿Qué podría ocurrirte? —preguntó el magistrado.
—Cualquier cosa. Desde el momento que el hombre ha sido
reducido a la sola dimensión de valor técnico social, puede sucederle
cualquier cosa. Pueden
detenerle y enviarle a hacer trabajos para un plan quinquenal, para
la mejora de la raza u otros fines necesarios a la sociedad técnica, sin
ningún miramiento para su persona. La sociedad técnica trabaja
exclusivamente según leyes técnicas, manejando solamente abstracciones
de planos y teniendo una sola moral: la producción.
—¿Es posible que nos detengan alguna vez?
El juez había abandonado su tono irónico. Parecía un poco
temeroso y se dirigía a Traian como a una echadora de cartas a la que
se pide que prediga el porvenir sin haber creído al principio en sus
manejos.
—Ni un solo hombre sobre la superficie del globo podrá conservar su libertad.
—¿Pereceremos en las cárceles sin ser siquiera culpables? —preguntó el magistrado.
—Quizá no —respondió Traian—. El hombre estará encadenado
por la sociedad técnica durante largos años. Pero no perecerá bajo las
cadenas. La sociedad técnica puede crear la comodidad. Pero no puede
crear el espíritu. Y sin espíritu no hay genio. Una sociedad desprovista
de hombres de genio está condenada a la desaparición. La sociedad
técnica, que ocupará el lugar de la sociedad occidental y que
conquistará toda la superficie de la tierra, perecerá también. El
ilustre Alberto Einstein afirma «que bastará una solución de continuidad
de dos generaciones tan sólo en la línea de las mentes de primer orden
dotadas para la ciencia física para que se hundan todas las
construcciones
cimentadas sobre esa ciencia»* . Ese derrumbamiento de la sociedad
técnica irá seguido del renacimiento de los valores humanos y
espirituales. La gran luz se
proyectará sin duda desde el Oriente. Desde Asia. Pero no desde
Rusia. Los rusos se han postrado ante la luz eléctrica de Occidente, y
no sobrevivirán. El hombre oriental conquistará la sociedad técnica y
utilizará la luz eléctrica para iluminar las calles y las casas. Pero no
se convertirá jamás en esclavo suyo ni le elevará altares, como hoy
hace, en su barbarie, la sociedad técnica occidental. No iluminará con
luz de neón las vías del espíritu y el corazón. El hombre de Oriente se
hará dueño de las máquinas de la sociedad técnica por medio del
espíritu, como un director de orquesta, gracias al genio, de la armonía
musical. Pero a nosotros no se nos concedió conocer tal época. Por
desgracia, vivimos un
tiempo en que el hombre se postra como un bárbaro ante el sol eléctrico.
—¿Pereceremos encadenados? —repitió el magistrado.
—Así es... Todos nosotros moriremos en las celdas de los esclavos técnicos. Mi novela será el libro de ese epílogo.
—¿Cuál será su título?
—La Hora veinticinco —dijo Traian—. El
momento en que toda tentativa de salvación se hace inútil. Ni siquiera
la venida de un Mesías resolvería nada. No es la última hora, sino una
hora después. El tiempo preciso de la Sociedad Occidental. Es la hora
actual. La hora exacta.
16.-
El sacerdote guarda silencio, con la cabeza apoyada en las manos.
—Padre —dijo el magistrado—: si las profecías de Traian
se realizan y si el hombre está condenado a ser esclavo, ¿no puede hacer
nada la Iglesia, no puede obrar en favor de la sociedad contemporánea?
Si la Iglesia no puede salvar al ser humano en estas horas graves,
¿cuál puede ser aún su misión?
El padre Alexandru Koruga reflexionó unos instantes y luego dijo:
—La Iglesia no puede salvar las sociedades, pero sí puede asegurar la salvación de los individuos que las componen.
—¿Cree usted que las profecías de Traian pueden realizarse?
—Tengo la costumbre de creer a los poetas —respondió el sacerdote—. Y, en mi opinión, Traian es un gran poeta.
—Te agradezco el juicio, padre —dijo Traian, enrojeciendo de satisfacción como un niño.
Siguieron unos instantes de silencio.
—Me parece que alguien acaba de pasar por la terraza —dijo Traian.
Los tres hombres escucharon unos segundos. Pero sólo el rumor de la lluvia turbaba el silencio de la noche.
—Si hubiera alguien en el patio, los perros habrían
labrado —dijo el sacerdote—. Sólo Iohann Moritz, mi hombre de confianza,
puede entrar en el jardín sin que los perros ladren. Y a esta hora debe
de hallarse durmiendo tranquilamente en el barco que le conduce a
América.
—Sin embargo, estoy seguro de haber oído a alguien subir
por la escalera —dijo Traian—. Tengo los sentidos agudizados y oigo con
facilidad los ruidos.
—Acaso sea un esclavo técnico que acaba de evadirse de tu
auto —dijo el juez, sonriendo—. Quizá haya estallado su revolución y
venga a hacernos prisioneros esta misma noche. ¿Cuántos esclavos
técnicos empujan tu auto, Traian?
—No tienes más que sacar la cuenta: 55 HP. Cada HP, igual a siete hombres.
—El efectivo de algunas compañías, en total —dijo el
juez—. Ya nosotros no somos más que tres. Si nos atacan, tendremos que
capitular sin condiciones.
—Sin la complicidad de un hombre, los esclavos técnicos
no pueden atacar a los seres humanos. Teniendo como cómplice a un ciudadano, que no es un ser humano, los esclavos técnicos se convierten automáticamente en monstruos del Apocalipsis.
—¿Qué entiendes por ciudadano? —preguntó el magistrado—. Todos somos ciudadanos.
—Ciudadano es el ser humano que no vive la dimensión
social de la vida. Como el émbolo de una máquina, no efectúa más que un
solo movimiento y lo repite hasta el infinito. Pero, contrariamente al
émbolo, el ciudadano tiene la pretensión de erigir su actividad en
símbolo, de dársela como ejemplo al universo entero, de hacerse imitar
por todo el mundo. El ciudadano es el animal más peligroso que ha
aparecido en la superficie del globo desde el cruce del hombre con el
esclavo técnico. Posee la crueldad del hombre y del animal y la fría
indiferencia de la máquina. Los rusos han logrado crear el tipo más
perfecto de toda la especie: el comisario.
En el cristal sonaron en aquel instante unos golpes suaves.
—Ya os había dicho que alguien andaba ahí fuera —dijo Traian—. Los sentidos de un poeta no traicionan nunca.
17.-
El sacerdote salió al balcón dejando la puerta abierta.
Regresó acompañado de un muchacho. El recién llegado no iba vestido más
que con una camisa y unos pantalones. Sus ropas estaban completamente
empapadas.
—Es Iohann Moritz —dijo el sacerdote.
Le tendió un vaso de vino y le invitó a sentarse.
El muchacho rehusó y permaneció en pie, apoyado contra la
puerta. No quería mojar la alfombra ni la silla. El agua chorreaba de
su pelo como de un alero. Era evidente que había andado durante largo
rato bajo la lluvia.
—¿Quieres hablarme a solas? —preguntó el sacerdote.
—Puedo hacerlo aquí —respondió Moritz.
—Me inquietó ver que no pasabas a recoger tu paquete esta mañana —dijo el sacerdote.
—Ya no me voy a América —exclamó Moritz. Contempló unos
instantes a los dos jóvenes; luego se volvió hacia el sacerdote y
añadió— : Ayer me dio usted permiso para dormir en el cuarto que hay
junto a la cocina.
El sacerdote comprendió la causa de que Moritz hubiera llamado a su puerta a medianoche.
—El cuarto te pertenece —dijo—. Puedes ocuparlo cuando te parezca.
—¿Puede ocuparlo otra persona durante esta noche? —inquirió el muchacho.
—Claro que sí —dijo el sacerdote—. Si alguien se halla
necesitado y tú tienes interés en ayudarle, haces con ello una buena
acción.
—Se trata de Suzanna, la hija de Iorgu Iordan. Ha huido de su casa porque su padre quería matarla.
Al pensar que todos los campesinos a quienes había dicho
el nombre de la muchacha le habían rehusado la hospitalidad, Moritz miró
al sacerdote fijamente.
—Si hace frío en el cuarto, puedes encender el fuego —dijo el anciano—. Ya sabes dónde hay leña.
Siguieron unos instantes de silencio. Iohann Moritz
seguía inmóvil, apoyado contra la puerta. No quería marcharse antes de
haber explicado al sacerdote, como en confesión, todo lo ocurrido.
Cuando llegó al final de su historia y dijo que la muchacha se hallaba
en pleno campo, a medio camino entre Fantana y la ciudad, Traian Koruga
se levantó, se puso el abrigo y se ofreció a acompañarle en el auto.
Media hora más tarde se hallaban ya de regreso.
El vehículo se detuvo ante la terraza. Moritz sacó a
Suzanna en brazos. El juez contempló la escena desde la ventana. La
mujer del pope iba a la izquierda de Moritz. El sacerdote, a su derecha.
La muchacha yacía inerte en brazos de Moritz, como una niña dormida. El
vestido azul, completamente empapado, se adhería a sus caderas. Traian
penetró en el salón y el juez le siguió.
—¡Estás calado! —dijo.
Traian enrojeció, echando una mirada a sus zapatos
embarrados. Luego, sobre sus ropas, que goteaban en el entarimado. Se
había mojado inútilmente. Moritz había cogido por sí mismo a la muchacha
entrándola en el auto. No había tenido necesidad de ayuda alguna, y,
sin embargo, Traian había permanecido todo el tiempo a su lado bajo la
lluvia torrencial. Analizando su gesto, el escritor se dijo que de
repetirse la situación volvería a obrar igual. «Ha sido la necesidad de
compartir el dolor del hombre que se hallaba a mi lado. Aunque mi ayuda
no haya tenido ningún valor práctico, aunque haya sido completamente
gratuita», pensó.
El sacerdote entró en la habitación. También estaba
empapado y el agua chorreaba de su frente, de sus mejillas y de su
barba. Habían acompañado a Iohann Moritz bajo la lluvia. Como su hijo
sin ser necesario...
«También Dios hizo gestos inútiles cuando creó un
universo —pensó Traian—. Dios creó cosas sin utilidad práctica. Pero
esas son precisamente las más bellas. La vida del hombre es una creación
inútil. Tan inútil y absurda como mi gesto o el de mi padre. Pero ese
fervor es magnífico. Es inigualable, pese a su inutilidad.»
—No vayas ahora a coger frío, Traian —le advirtió el sacerdote.
—No cogeré frío —replicó éste—. ¿Cómo está la enferma?
—Tiene fiebre —dijo su padre—. Tu madre le está
preparando té. Dios te recompensará por haberla traído en auto, Traian.
Esos pobres tenían necesidad de ayuda.
El reloj de cucú dio la medianoche.
18.-
Iohann Moritz llamó a la puerta. No podía aguardar hasta
el día siguiente para dar las gracias al sacerdote y a Traian. Entre
todas las desgracias que se habían abatido sobre él en las últimas
veinticuatro horas, se destacaba el gesto bondadoso del padre Koruga.
Por eso le estaba agradecido. Se sentía satisfecho de que Suzanna
hubiese hallado albergue. Las cosas habrían podido ocurrir de peor
manera. Traian Koruga clavó en Moritz sus grandes ojos y le interrumpió:
—Padre: cuando vuelva a Fantana me alojaré en esta casa.
Dale a Moritz el dinero que antes te confié y que construya él la suya.
La necesita más que yo.
El sacerdote cogió el sobre y se lo tendió a Iohann
Moritz. Su ademán fue sencillo, como todos los grandes gestos. Sin darle
ningún consejo, le tendió simplemente el sobre. Iohann Moritz abrió. No
estaba muy seguro de haber comprendido bien. Per cuando vio el fajo de
billetes, abrió los ojos desmesuradamente como el hombre que es testigo
de un milagro. Hubiera deseado decir algo. Pero sus labios no acertaron a
articular palabra. Apretó el sobre en su mano y guardó silencio.
—Dale las gracias a Traian —dijo el sacerdote, tras unos
instantes de silencio—. Y después acuéstate. Que Suzanna guarde el
dinero. Las mujeres saben guardarlo mucho mejor.
—Quizá Moritz quiera beber un vaso de vino ahora que es un propietario de Fantana —dijo el juez.
La mujer del sacerdote entró en la estancia. Moritz dejó
el vaso en la mesa y la miró con expresión anhelante. La anciana dijo
que Suzanna estaba mejor. Luego se llevó a su marido a un rincón y
murmuró algo a su oído. El viejo frunció el entrecejo, luego sonrió.
Moritz seguía con la mirada todos sus movimientos.
—Tranquilízate, no es una mala noticia. Mi mujer acaba de anunciarme que vas a ser padre. Tenéis que casaros antes.
Iohann Moritz estrechó la mano de Traian Koruga y la del
juez. Luego salió... Fuera, seguía lloviendo. Antes de descender los
escalones se metió el dinero bajo la camisa para no mojarlo. El sobre
estaba tibio y tenía una suavidad agradable al tacto. Al sentir su
contacto, Moritz vio levantarse ante sus ojos la casa, la tapia, el pozo
el jardín. Tal como los había soñado siempre. Cuando penetró en el
cuarto, Suzanna seguía durmiendo. Puso el dinero sobre la almohada y fue
a acostarse en el pajar.
Al pasar silbando bajo las ventanas de la biblioteca, oyó que el sacerdote decía a Traian:
—Hubiera sido mejor no hablarle del matrimonio. La madre
de Suzanna ha muerto. Está en el depósito del hospital y su padre en la
cárcel. No era el momento más propicio.
—Pero ellos no saben nada —dijo Traian—. Hacen planes
para el porvenir. Gozan del amor y del dinero que habían soñado. Son
felices.
—Son felices, pero en realidad deberían llorar.
—¡Es verdad! —replicó el magistrado—. A nosotros, que sabemos toda la verdad, nos parece una profanación su alegría.
—Si vamos a analizarlo, toda alegría humana es un acto de profanación.
El reloj de cucú dio la una. Los tres hombres que se
hallaban en la biblioteca del padre Koruga aquella noche, escucharon la
hora y el rumor de la lluvia que caía afuera.
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